Quisiera que todos viviéramos estas próximas fiestas de Navidad y del Nuevo Año 2025, que empieza el 1 de enero según el calendario más global, con una fe y esperanza en el actual momento histórico que estamos viviendo colectiva y personalmente, muy afianzadas en lo más profundo de nuestra conciencia. Seguramente estamos inclinados a adherirnos a esa fe y esperanza desde lo más íntimo, aunque a veces los nubarrones pesimistas parezcan imponerse.
Esa fe personal independientemente del contexto cultural en el que hayamos nacido, nos habrá surgido en algunos momentos de interioridad, al preguntarnos por el sentido último de la vida, la nuestra y la del Universo todo, con una luz o voz tenue que hemos reconocido y aceptado, no como proveniente de infantiles creencias heredadas, sino como auténticas propuestas de sentido que trascienden todo lo que por razón y ciencia hayamos podido conocer. Según el esquema triple de conocimiento, de que trataba mi artículo anterior, sería fruto del conocimiento espiritual que completa lo conocido por el conjunto de percepciones y elucubraciones interdependientes que constituyen los dos conocimientos anteriores: el sensitivo-corporal y el lógico-racional.
Los chispazos (insigths), intuiciones o luminosas emociones que surgen a veces de nuestro interior no están desconectados de los otros tipos de conocimientos, sino que los superan e iluminan como visiones trascedentes de lo que se va conociendo y realizando en los otros niveles. La fe es escucha y recepción interior (aspecto yin o pasivo, diría AG) antes que trabajo personal para depurarla de falsas ilusiones procedentes de egos narcisistas o paranoicos, y hacerla fermento de todo progreso humano (aspecto yang, o activo co-creador). Y todo ello tiene una estructura natural, no sobrenatural. La interpretación teológica del mito del pecado original, muy respetable como todos los mitos, con grandes enseñanzas para que ningún humano nunca se considere a sí mismo como Dios supremo de sí o de los demás, no es aceptable como fundamento de posteriores teologías, iniciadas por Pablo sobre la redención realizada por Jesús con su sangre en el sacrificio de la cruz y aplicada por los sacramentos a los elegidos.
En ese sentido, desde mi fe, pido y deseo que en todos nuestros corazones se fortalezca la fe en Él que sí actúa de diferentes formas en cada ser humano, con respeto a la libertad, y la esperanza de que en todos domine la conciencia operante de fraternidad, justicia, cariño y solidaridad. ¡Paz y bien para todos en Navidad!
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Hasta ahora he utilizado en este artículo palabras y sintaxis muy rebuscadas, demasiado para una felicitación navideña. Es porque quiero seguir el camino de mis artículos de los viernes en ATRIO (el último Conocimiento espiritual y Fe personal), dando cuenta de lo que vivo y pienso de verdad. Pero la fe y la esperanza pueden estar también presentes, y a veces con más verdad implícita, cuando se vive la Navidad con las manifestaciones de piedad popular, cariño y solidaridad con la que las vivíamos de niños. El exceso de desmitologización ha alejado a muchas personas de sacar el valor a los relatos y símbolos que han marcado nuestras fiestas. Si lo primero es dejar claro que los relatos del nacimiento no tienen constancia histórica, ¿qué sentido tiene que sigamos la tradición de Francisco de reproducir la escena de Belén como el hizo en Greccio, incluyendo la referencia no bíblica al buey y la mula que dormían en la gruta?
Es verdad que no hay que creer que la fe o el cristianismo disminuyen porque nos olvidamos de los belenes o aceptamos otros signos como el trineo de Nicolás o los abetos y plantas de hojas perennes del norte de Europa. Todo tiene un sentido profundo que se puede descubrir. Por lo menos a mí me alimenta más la fe y la esperanza que lo que parece progre festejar, el fenómeno astronómico del solsticio de invierno, cuando empieza a aumentar la luz del día. Sin caer en la cuenta de, como símbolo de nacimiento, vale solo para el hemisferio norte, pues en el sur están en pleno tiempo de verano.
El papa Francisco ha dicho recientemente en Ajaccio que la piedad popular (mejor designada así que como “religiosidad popular”) puede ser como un reservatorio para la trasmisión de una fe que solo será fuerte si media esa conversión personal a la que somos llamados de adultos conscientes. Yo estoy de acuerdo y reconozco el acierto del papa en ese estilo parenético que emplea en sus homilías y discursos. Es siempre como un padre espiritual y abierto que interroga a nuestro interior. Y ahí, es siempre comprensivo y animador a despertar espiritualmente. Aunque a veces el sistema que él preside monárquica o dictatorialmente le fuerce a señalar como crímenes de sicarios asesinos o de avaros corruptos a otros, sin aplicar nunca estos calificativos a su propia institución.
Preveo que, una vez más, sentiré esa dolorosa contradicción cuando, no sé si por vieja adicción o deformación profesional, asista el martes noche a la apertura del Año Santo y a la Misa del Gallo en la Basílica del Vaticano. Ella ya no es la humilde tumba del pescador –que el paleontólogo padre Kirschbaum nos presentaba in loco hace setenta años– sino el signo del paso de Iglesia perseguida a imperial con Constantino y a recaudadora de fondos para el gran proyecto barroco de la gran basílica que causó la rebelión de Lutero contra las indulgencias y una guerra de cien años en Europa. Lo mismo que el proyecto del actual Año Santo es sobre todo un acuerdo económico con el gobierno italiano y un intento de volver a atraer el turismo masivo de fieles restauracionistas.
Los signos de piedad popular deben ser sencillos y no manipulados por grandes aparatos. Son los que encienden los ojos de un niño al recibir su regalo, son la sonrisa de un niño enfermo ante la visita de un payaso voluntario sin fronteras, o la fiesta que en la miseria de la guerra o en la devastación de la DANA organice una familia o una ONG sin ánimo de prestigio. Ojalá, contra lo que dice a veces Fráncico, la Iglesia actuase más como una ONG que como una asociación proselitista. Se ha dicho: Donde hay cariño y amor, ahí está Dios. Esto es y será verdad. Pero no al revés: Sólo donde se pronuncia el nombre de Dios y se aceptan los dogmas cristianos, puede haber verdadero cariño y amor. Esto no es verdad.
Aún a riesgo de ser tachado como conservador por los modernos inquisidores, me atrevo a proclamar con lo que cantaban los ángeles en Belén: “Gloria Dios en lo Alto y Paz en la tierra a todos los hombre a quienes Dios ama”.
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