Sigo con mi cita de los viernes. Veo que a pesar de que de que sean algo pesados, mis textos son leídos y comentados. De los comentarios al último arranca el presente.
Aparte de algunas reacciones positivas, se me ha advertido de la posible irresponsabilidad al seguir anteponiendo la fe a la razón, de lo peligroso que es escuchar voces en el interior y de que a pesar de mis intentos de libertad interior siga obedeciendo a amos externos como el supuesto Teos o las autoridades de mi Iglesia, de la que no me he separado totalmente, a pesar de sus aberraciones. No voy a contestar a cada comentario. Pero aprovecharé este viernes para exponer cómo veo yo las cosas.
Antes que nada una síntesis sobre el tema: la fe, la religiosa y la simplemente humana, no surge de elaboración intelectual: ciencias, filosofía, teologías, etc… Estas solo pueden ayudar a depurarla y reforzarla. Pero también a reprimirla o autocensurarla. Si he elegido a Légaut y a Grothendieck como compañeros de cordada no es porque llegaron, con el pensamiento matemático, a encontrar la síntesis suprema de Dios. No llegaron a Él con su lógica racional sino con su escucha interior. Solo para la expresión de lo intuido y vivido les pudo servir la experiencia de su trabajo matemático, como a otros puede servir su trabajo filosófico o artístico.
La fe surge en el interior del ser humano, antes de cualquier expresión y elaboración mental.
En los primeros tiempos pudo surgir como asombro de un homo sapiens de la estepa o del desierto, al contemplar los movimientos de los astros –estrellas, sol y luna– o la vida pujante a su alrededor. Por otra parte el ser humano se hizo consciente de su pequeñez frente a todas las fuerzes cósmicas. Y buscó por necesidad ritos para hacérselas propicias, lo mismo que inventaba técnicas de protección y herramientas para cazar. También en su interior intuyó la diferencia entre matar una presa para comer y a otro homo por envidia. Iba formándose su conciencia. Y, seguramente, nació su consciencia, el darse cuenta de que de él dependía hacer el mal o hacer el bien. Posteriormente, nacieron las expresiones de todas esas intuiciones con pinturas en cavernas, palabras habladas y luego escritas, mitos que explicaban el origen de todo. Estos fueron los primeros relatos cosmogénicos en Mesopotamia, Egipto, India o China. Así, en el neolítico surgen, a la vez, civilizaciones e imperios, que institucionalizan literatura y prácticas religiosas para legitimar el poder de los que mandan.
Pero esa utilización de lo religioso para fortalecer el poder establecido no podía evitar que surgieran nuevas experiencia espirituales de lo divino que reformulaban de nuevo lo religioso y llegaban a veces a cambiar las cúspides del poder. De la Historia Universal de Jacques Pirenne y, en concreto, de las dinastías de Egipto aprendí yo mucho hace casi setenta años sobre esa relación entre religión y política que después analizaría la entonces naciente sociología religiosa. Desde los años sesenta del siglo pasado, aunque no con estricto carácter académico, al que renuncié –más por opción personal hacia el trabajo llamado entones “pastoral”– he seguido de cerca todos los progresos de las llamadas historia y sociología religiosas. Creo que pienso y analizo mucho el hecho religioso, usando la razón. Aplicando a mi interior toda la radicalidad del pensamiento crítico (con toda la crítica la religión, con las grades sospechas dee Marx, Nietzsche y Freud,que, sin embargo, ni siquiera hoy he podido arrancar la fe personal en el Misterio de mi vivencia personal. He ido dando cuenta aquí de algunas lecturas recientes. Aparte de lo aportado por Javier Elzo, debo indicar dos obras fundamentales que me han ayudado a pensar y repensar el hecho religioso y el arraigo de la fe en el Dios de Jesús, como apuesta personal razonable, aunque no imponible a otros:
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Una es la obra final de José Gómez Caffarena El enigma y el misterio. Una filosofía de la religión, (2007, Trotta, 700 páginas), que leí muy detenidamente el año 2010. Me alegro de haberle llamado después para agradecer el bien que me había hecho su lectura, pues se emocionó mucho. Poco después moría. Después su discípulo Manuel Fraijó publicó a su vez, también en Trotta, una Filosofía de la Religión en la que dedica un señalado capítulo a su maestro.
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Pero hay otro libro fundamental que estoy esperando y que será publicado, espero que en 2025, en la misma editorial de Trotta. Voy asistiendo desde hace tiempo a su concepción y enorme trabajo de gestación. Le está costando a su autor, que lo piensa como resumen de todos los libros publicados hasta ahora. Se trata, lo habréis adivinado, de Andrés Torres Queiruga, que en esta obra piensa escribir, con plena libertad, sobre cómo repiensa él la persona de Jesús de Nazaret y su mensaje. No sé aún si tiene ya título. Pero lo esperamos con impaciencia. Sin duda, desde hace mucho, Andrés es para mí un compañero de cordada en esta escalada de nuestras vidas.
Con estas dos obras como referencias, estén tranquilos los lectores. No dejo de revisar mis intuiciones espirituales ni mi responsabilidad de actuar lo más posibles para que en el mundo haya paz y fraternidad. No dejo a Dios la solución de los problemas ni invitaré nunca a buscar en la espiritualidad un refugio y un álibi. Y tampoco me dejaré engañar por “voces” que nazcan en mi interior y podrían llevarme a deliriro psicótico. Pero sigo creyendo que es muy necesario buscar en lo más profundo de nosotros para purificar las raíces de la fe, para que no sea sociológica y heredada sino personal y depurada. Por cierto, estoy muy contento de que Salvador Hernández no condene a nadie sino que exprese su fe en lo que dice e interpreta la Iglesia.Como se verá en lo que sigue, yo personalmente discrepe totalmente de esa creencia en la infalibilidad pretendida por los qua han sid líderes en uestra Iglesia común que es mucho más plural. Son visiones casi del todo opuestas, aunque los dos afirmemos fe en el Dios de Jesús. Animaré siempre el delicioso diálogo que mantiene hace tiempo con Carmen en este portal.
La fe personal en sí mismo, en los otros y en Dios sgún Marcel Légaut
Las estructuras religiosas, con sus dogmas y leyes, no puede impedir que el Espíritu sople donde quiera y que, dentro o fuera de sus confines, algunas personas puedan experimentar la presencia viva de Dios. Y, si logran saberse libres para expresar esas experiencias a los demás, sin temor a las reacciones de quienes mandan, es probable que vean sometidos a represión y, si persisten en su “rebeldía”, a la excomunión del grupo. Tal vez a la tortura y la muerte, si la institución religiosa tiene poder para ello. Esta ha sido la historia real de las religiones establecidas como identidad grupal.
Puede uno sentirse afortunado de no haber vivido en otros tiempos, en los que hasta los mayores santos místicos hoy canonizados pasaron por esas pruebas. Y el mayor ejemplo está en Jesús de Nazaret, juzgado, crucificado y muerto por expresar con libertad su mensaje liberador y haber sido fiel a su misión hasta el final. A seguir a Jesús con fidelidad he dedicado mi vida. Aun proviniendo de un ambiente católico de muchas generaciones, fue apareciendo casi desde el principio una contradicción entre lo enseñado y legislado por mi Iglesia católica y lo vivido y pensado por mí. Y tal vez esa fe personal y esa pertenencia católica-universal no habrían persistido en mi si no me hubiera encontrado con Marcel Légaut cuando tenía cuarenta años (1972) y y muchos desengaños a mis espaldas. Primero a través de sus libros. Y desde hace cuarenta con el contacto personal. Sin ese instructor experto y sin hacer cordada con él, tal vez no hubiera salido del rebaño, haciendo carriera aun tragando sapos, o hubiera abandonado del todo la fe.
Y creo que llega el momento de presentar mejor esta persona, que a pesar de los esfuerzos realizados por darle a conocer es un gran desconocido. Para ello voy a reproducir unos fragmentos de lo que yo escribía sobre él, poco después de su muerte. Se trata de artículo mío, publicado en un número de Iglesia Viva, dedicado a Juan de la Cruz (el nº 161, de 1992: San Juan de la Cruz y el resurgir de la mística ) que programamos entre Fernando Urbina y yo: Marcel Légaut: modernidad y vida espiritual
El 6 de Noviembre de 1990 moría en Avignon Marcel Légaut. Tenía noventa años y viajaba solo desde Suiza, donde había tenido su última convivencia con lectores y amigos. Cuando le llegó su hora estaba en pie, esperando un autobús. En el maletín de viaje, el manuscrito de su último libro, que estaba completando y que aparecerá pronto, para el que había escogido con ilusión un título. Me lo revelaba unos años antes, cuando aún era sólo proyecto, con un rayo de picardía en sus ojos: “Modernidad y Vida espiritual”.
Si todo escritor pervive en su obra, quien como Légaut ha escrito libros tan profundamente personales, su vida sigue siendo palabra y llamada. Sus libros son todos de autor, testimonio de lo vivido, no libros académicos con citas eruditas. Los títulos marcan hitos en la búsqueda y el camino seguido. “Trabajo de la fe”, “Plenitud de hombre” con dos partes, “El hombre en busca de su humanidad” e “Introducción a la inteligencia del pasado y el futuro del cristianismo”, “Mutación de la Iglesia y conversión personal”, “Llegar a ser uno mismo” “Creer en la Iglesia del futuro”… Su último título, “Modernidad y Vida espiritual”, expresa lo que más le preocupaba en los últimos años, al darse cuenta de que ese había sido el sentido de su búsqueda a lo largo de casi un siglo. Redescubrir la espiritualidad más auténtica desde la modernidad, dar vida espiritual al hombre de hoy sin que tenga que renunciar a los valores de su modernidad: racionalidad crítica, libertad individual, responsabilidad creadora frente a la sociedad y la cultura.
[…]
Sin dejar de unirse con los clásicos en lo fundamental —y sus convergencias con Juan de la Cruz han sido aquí sólo apuntadas, aunque podrían desarrollarse y documentarse en estudios posteriores— son muy significativas las diferencias, frutos de la cultura moderna que vive Légaut y que impregna su camino espiritual desde los mismos comienzos. Es importante, para comprender estas diferencias con otros escritores espirituales, recordar las coordenadas biográficas de Marcel.
Nace en 1900, y sus años coinciden por tanto con los del siglo. Hacia 1919, cuando ingresa en la Escuela Normal Superior de París —centro del laicismo cultural francés— conoce a Mons. Portal, que ha formado unos años antes un grupo de estudiantes, con el fin de compaginar cristianismo y cultura. Portal es un sacerdote paúl que ha estado en el corazón de todo el movimiento modernista y ecuménico del fin de siglo. León XIII aprobó su relación con el anglicano Lord Halifax y la fundación en París de una avanzada revista ecuménica, “Revista anglo-romana”, en la que colaboraba Loisy. Se mantuvo en el sacerdocio tras la crisis del movimiento modernista promovida por Pio X, aunque conservando una relación de amistad con los excomulgados o secularizados. A los jóvenes de la Escuela Normal no les habló nunca de aquellas “batallitas”, que Légaut tuvo que descubrir mucho después en el libro de Poulat. Pero les estaba transmitiendo lo mejor del intento modernista: la recepción personal de la revelación de Jesús, por la lectura directa del Nuevo Testamento y el comentario comunitario.
Portal muere de repente en 1926, pero el grupo continuará sobre todo gracias al empeño del joven profesor de matemáticas Légaut. Por aquella comunidad cristiana, “Tala”, en un medio laico, pasaba con frecuencia y dirigía retiros Teilhard de Chardin. Légaut pudo así conocer, discutir, asimilar y tal vez depurar, antes de su publicación, libros de tanto impacto posterior como “El fenómeno humano” y “El medio divino”.
La guerra mundial supone, como para tantos intelectuales de su generación, una crisis existencial. Dedicado hasta entonces a la enseñanza de las matemáticas y al apostolado entre estudiantes y jóvenes profesores, el joven teniente célibe descubre, mezclado en las trincheras con obreros y campesinos, la poca solidez humana que tiene su vida de intelectual y espiritual. Poco a poco irá optando y escogiendo un nuevo marco para su vida. A los 41 años se casa con Marguerite Rossignol y ambos eligen como hogar una finca de montaña, cerca de los Alpes, que ellos mismos trabajarán. Pronto se le hace imposible seguir con las clases en Lyon. Sus seis hijos y el trabajo rural le ocupan el tiempo. El sigue su obra espiritual y va comentando sus nuevas experiencias con los amigos del grupo que vienen de vez en cuando a verle. Entre ellos, personas de la talla de Gabriel Marcel. Pero tarda más de veinte años en publicar el primer libro de la nueva serie que recogerá su nuevo camino, bajo los títulos que antes he enunciado.
Para Légaut la vida espiritual debe surgir de las experiencias fuertes que constituyen la persona humana como tal. Y tres son para él las experiencias básicas que forman al hombre como persona: el amor, la paternidad y la muerte. La experiencia del amor y de la paternidad, que salvo excepciones se desarrollara en la densa aventura que es el amor conyugal y la familia, invitará a la persona a ascender con realismo y base firme hacia ese saber recibir la presencia del otro como don, saber estar y ser plenamente para el otro con respeto de su ser, pues al otro no se le puede poseer. El amor y la paternidad, que tienen una base instintiva, invitan constantemente a una obra espiritual por la que el hombre se acerca a Dios y se hace creador, aun aceptando su carencia de ser experimentada crudamente en la evidencia de los propios límites y en la anticipación lúcida de la propia muerte.
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El humanismo de la espiritualidad de Légaut no es por tanto un dato a explicar, como en otros autores espirituales, donde está implícito porque la cultura de su tiempo no se lo permitía explicitar. Como también es evidente el lugar primordial que ocupa en él la libertad individual. En la medida en que el hombre trabaja y profundiza en su humanidad, en el fondo de su conciencia, tiene que decidir y crear su propia vida, respondiendo lo más que pueda a las exigencias interiores que sólo él puede oír. Ahí se encuentra el hombre en la más absoluta soledad y nadie le puede ayudar desde fuera. Ahí, en la atenta escucha de lo más profundo de sí y en el creador ejercicio de su libertad, se encuentra con Dios, que sólo le acompaña, pero no le libra de esa irrenunciable tarea de optar. Las normas y reglamentos han podido servir propedéuticamente en otras épocas. Ha podido en otra época considerarse la obediencia a la ley como virtud. A medida que avanza la obra espiritual —el camino interior dirían otros— la obediencia tiene que dejar paso a la fidelidad, lo mismo que en otro aspecto la doctrina tiene que procurar que surja la fe. Lo que va a conducir al hombre espiritual, maduro en adelante, va a ser la fe y la fidelidad. Fe en el misterio insondable de sí mismo, del otro y de Dios, y fidelidad al sentido y misión de la propia vida, que se descubre en los acontecimientos, la memoria de lo vivido, las presencias interpelantes —sobre todo la de Jesús— y la escucha interior. Ya no son suficientes la doctrina y la obediencia, sumisamente aceptadas, a riesgo de decaer del vigor espiritual en la rutina. Sólo por este camino la mística sigue el camino de madurez humana seguido por Jesús, y sólo así es presentable al hombre moderno occidental.
¿Quién dará seguridad al hombre espiritual, al místico dirían otros, de que esa opciones tomadas conducen su vida hacia su plenitud de ser y de verdad, hacia la misión única con la que Dios espera que el hombre colabore en la construcción del mundo y del Reino? Ninguna autoridad exterior puede tener la última palabra, ninguna evidencia interior puede destruir totalmente la duda de si se está acertando. El hombre debe ir aprendiendo a convivir con esa incertidumbre que por otra parte le hace siempre buscar, revisar, escuchar más profundamente.
[…]
Légaut distingue muy bien lo universal de lo general. Lo universal se descubre o se nos revela, surgiendo de lo profundo del hombre, en la medida que éste va llegando a su autenticidad de ser. Jesús es universal. General en cambio es una forma o doctrina que, tal vez por saberla surgida de un hecho universal, se intenta hacer válida para todos los hombres y épocas. La pretensión de poseer una verdad o religión general es el origen del fundamentalismo. El verdadero ecumenismo, que une tanto la fidelidad a la propia tradición como el respeto y escucha del otro, sólo será posible en el cristiano que viva el valor universal de Cristo, aun sabiendo que las fórmulas e instituciones cristianas no son sencillamente generalizables.
Para quien quiera leer el texto completo de mi artículo en PDF de Iglesia Viva (he omitida dos terceras partes del mismo), dejo aquí el enlace: https://iviva.org/revistas/161/161-08%20DUATO.pdf
Y antes de acabar, un párrafo solo de Alexander Grothendieck, en el que cita a Légaut y lo que represent para él:
Durante estos últimos días también he tenido la alegría de empezar a conocer el libro “El hombre en busca de su humanidad”, de Marcel Légaut, y reconozco en el autor a un verdadero “hermano mayor” espiritual. Este excelente libro, de inspiración cristiana, testimonia una autonomía interior y una lucidez excepcionales, a la vez que una experiencia de la vida espiritual y una profunda visión religiosa que estoy lejos de haber alcanzado. En la situación actual, para un pensador religioso de esa clase que ha alcanzado tal autonomía espiritual, no puede haber lugar en ninguna religión establecida405 – identificada con una doctrina intangible, conservada y representada por una estructura jerárquica, que se presenta como autoridad espiritual
En los místicos cristianos que había conocido con anterioridad, me extrañó y desconcertó su docilidad incondicional frente a la Iglesia. Claramente ésta representaba para ellos la autoridad suprema e intangible. Al dirigirse a ellos, Dios no tenía más remedio que amoldarse a ella escrupulosamente, so pena de ser tomado por el Maligno intentando engañar al fiel y perderlo para siempre. He tenido la gran fortuna de encontrar al fin uno de ellos cuya fe en Dios, y la experiencia personal de Dios que la nutre, están por delante de la obediencia a una Iglesia o a una doctrina. (La llave de los sueños o Diálogo con el buen Dios, Notas 12, pg. 337)
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