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Migrantes, una realidad a la luz de la fe

Por Santiago Agrelo Martínez, Asados, A Coruña, 1942.  Sacerdote franciscano, obispo de Tánger (2007-2019) en tiempos conflitivos, hoy jubilado en un convento en su Galicia natal.

Reflexión tomada de la Asociación de Cristianos para la Abolición de la Torturaacat. Allí encontrá el interesado las notas al pié y una documentación complementaria.

Ahora ya son años los que me separan de la tragedia de la frontera sur, entre África y Europa, entre Marruecos y España.

Ahora no se asoman a mi vida por la puerta de casa sino desde las noticias de los medios de comunicación.

Sigo preocupándome por ellos, trabajando para ellos, pero ya no veo sus rostros, y ahora tengo que imaginar cómo los veía antes.

Sin embargo, detrás de las palabras, aunque sólo sean las de una reflexión hecha lejos de la frontera, aunque sólo sean palabras extraídas de documentos de la Iglesia, detrás de estas palabras están siempre ellos, ellas, los emigrantes, los últimos, los ignorados, los vejados, los esclavizados, los desnudos, los mediomuertos de todos los caminos, los muertos1.

Empezaré esta reflexión con una referencia a la Exhortación Apostólica «Christus vivit»2, dirigida por el Papa Francisco “a los jóvenes y a todo el pueblo de Dios”, en la que hay un apartado que lleva por título: Los migrantes como paradigma de nuestro tiempo (CV 91-94).

Seguirá una referencia al “Mensaje del Santo Padre Francisco para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2019” (=JMMR), mensaje que lleva por título: “No se trata sólo de migrantes”3.

Y nos detendremos en las indicaciones que sobre los emigrantes nos deja la Carta encíclica «Fratelli tutti» sobre la fraternidad y la amistad social, una propuesta de fraternidad hecha “desde convicciones cristianas pero abierta al diálogo con todas las personas de buena voluntad”4.

De estos documentos debo decir aquí lo que en otras ocasiones he dicho de los evangelios: no es lo mismo leerlos en una catedral que leerlos en una patera; no es lo mismo leerlos bajo la luz serena de nuestras iglesias que en la inquietante oscuridad de los espacios de la emigración; no es lo mismo leerlos en tierra firme que leerlos cogido a un chaleco salvavidas en medio de un mar hostil en el que te han dejado solo con la muerte. No es lo mismo. Nunca será lo mismo.

Aquí haremos la lectura en nuestro espacio habitual: tierra firme.

Sin embargo, nos encontramos con una paradoja sosegada: esta lectura sólo puede ser significativa para quienes la hagan desde “su patera”, desde una vida que se haya enfrentado ya a la dura experiencia de la zozobra.

 

“Vive Cristo, nuestra esperanza”: 

Son las primeras palabras de nuestra lectura.

Consideradas en sí mismas, al margen de circunstancias subjetivas, estas palabras pueden evocar una estrofa que es familiar para quienes cada año celebramos la Eucaristía en la Pascua del Señor: “¡Resucitó de verdad mi amor y mi esperanza!”5.

Podemos añadir que allí donde la Secuencia litúrgica dice de Cristo resucitado: “mi esperanza”, el saludo apostólico dice: “Cristo Jesús, nuestra esperanza”6.

De dónde se puede razonablemente deducir que, para los cristianos, Cristo, además de ser el camino por el que vamos7, es la meta hacia la que caminamos, es la vida que esperamos alcanzar, es el objeto de nuestra esperanza.

Pero algo nos dice que esta esperanza –que es Cristo– no será posible si el lector, aunque creyente, se encuentra “instalado” en el presente, en su bienestar, en su mundo, “en su tierra firme”.

No hay lugar para esta esperanza después de la engañosa seguridad de nuestros graneros repletos de “bienes para muchos años”, después del egoísta programa del “acuéstate, come, bebe y date a la buena vida”.

No hay sitio para esta esperanza después de la engañosa seguridad de nuestros fosos, nuestras concertinas, nuestra tecnología, nuestro bienestar, nuestro dinero.

Nada significará el nombre de Jesús para quienes no hayan experimentado la necesidad de ser salvados –la necesidad de ver, de escuchar, de andar, de hablar, de ser sanados… de ser liberados, de saciar el hambre de pan, de justicia, de paz…–.

Y nada sería posible –tampoco encontraríamos sitio para la esperanza– si para nosotros Cristo Jesús fuera sólo una figura del pasado, un recuerdo –todo lo entrañable que se quiera–, una nostalgia –aunque fuera nostalgia de lo lindo hermanado que se pueda imaginar, uno más entre los muertos: La esperanza no sería posible si Cristo Jesús no hubiera resucitado.

Dicho de otro modo: las palabras del Papa Francisco nada significarán si no las lee un pobre y si ese pobre no las lee con fe.

Cuando decimos: “Vive Cristo, esperanza nuestra”, no miramos atrás sino adelante; no miramos al pasado sino al futuro; no nos cerramos en lo que el hombre ha conocido de sí mismo –la necesidad, la fragilidad, la muerte–, sino que nos abrimos a lo que hemos creído de Dios.

En la patera de nuestra vida la pobreza es lo evidente. Y, para que Cristo Jesús sea el nombre de nuestra esperanza, sólo necesitamos la ayuda de la fe.

“Vive Cristo, nuestra esperanza… Todo lo que Él toca se vuelve joven, se hace nuevo, se llena de vida. Entonces, las primeras palabras que quiero dirigir a cada uno de los jóvenes cristianos son: ¡Él vive y te quiere vivo! “8

No sé cuántos jóvenes cristianos habrán leído en tierra firme estas palabras.

No sé qué huella ese pensamiento haya podido dejar en el ánimo de cada uno de ellos.

Pero intentaré adivinar lo que las palabras del Papa Francisco podrían significar para cada uno de los migrantes que desaparecieron –perdieron– en el Mediterráneo durante los dos últimos años9.

Leídas al margen de la fe, las de la Exhortación serían palabras vacías de significado si no entraban directamente en el género del sarcasmo.

Desde la fe, estas palabras se convierten en confesión de una certeza, son afirmación de la vida frente a la amenaza de la muerte, son un grito de victoria ante el poder de los opresores.

“Él vive y te quiere vivo!”: es una forma de decir que Cristo Jesús está de tu parte y, con Él, tu vida nunca se perderá.

“Él vive y te quiere vivo!”: Él en tu barca, Él en ti, y tú en Él. Él en tu vida y tú en la suya. Él en tu carne y tú en su espíritu. “Él está en ti, Él está contigo y nunca se va”10.

Aunque un cristiano mira siempre al futuro como tiempo de realización plena de lo que ahora esperamos, los verbos de nuestra fe se conjugan necesariamente en tiempo presente, puesto que es ahora cuando somos pobres, es ahora cuando la barquita amenaza con hundirse, es ahora la hora de Dios en nuestra vida, es ahora cuando la muerte exhibe su brazo y dobla el nuestro.

Para la fe, incluso los verbos de futuro se conjugan en presente:

“Por mucho que te alejes, allí está el Resucitado, llamándote y esperándote para volver a empezar. Cuando te sientas desvanecido por la tristeza, los tacos, los miedos las dudas o los fracasos, Él estará para volver la fuerza y la esperanza”11.

Cualquiera entiende que esta letanía de frustraciones que nos hacen viejos aún sin serlo – tristeza, tacos, miedos, dudas, fracasos–, enumera situaciones por las que los emigrantes no pasan una u otra vez, sino que parecen instalados en ellas.

Emigrantes y creyentes somos caminantes detrás de una esperanza.

No se cree sin emigrar. No se emigra sin creer.

No se cree sin gritar para que Otro nos dé una mano. No se emigra sin gritar porque la necesidad nos apremia y nos empuja a salir.

Emigrantes y creyentes hacemos nuestro el viejo salmo:

“Que suba a Dios mi clamor, que suba a Dios y que él me escuche. Te busco, Señor, en días de peligro, y por las noches no me canso de levantar las manos a ti, pero mi alma no encuentra consuelo” (Sal 76 BCI).

Emigrantes y creyentes llamamos y salimos, porque guardamos en la memoria recuerdos que hacen posible la esperanza, y la esperanza nos da fuerza incluso para morir.

 

Migrantes y condición originaria de la fe:  Por primera vez desde hace muchos años, me encuentro hablando de emigrantes, y haciéndolo, no desde los caminos de una tragedia, sino desde los párrafos de unos documentos – lo que lleva el hecho de ser “emérito”–.

Entonces debo recordar que migrante no es un concepto sobre el que discurrir sino una carne de la que debemos ocuparnos, por la que debemos preocuparnos, con la que debemos solidarizarnos.

El pueblo de quienes emigran, esta carne aquejada en camino hacia una esperanza, esos hombres y mujeres que buscan oportunidades para ellos y para sus familias, que sueñan con un futuro mejor, y que quieren crear las condiciones para que se haga realidad, esta humanidad “nos recuerda la condición original de la fe, es decir, la de ser forasteros y peregrinos en la tierra” 12.

La peripecia del emigrante es una parábola llena de sugerencias para que nos adentramos en la peripecia humana, espiritual, vocacional, del creyente.

¿En qué se asemejan vida cristiana y humanidad migrante?

Podríamos empezar este comentario como comienzan tantas parábolas de Jesús en los evangelios sinópticos. Donde él dice: “El reino de los cielos se asemeja a”; nosotros podemos decir: “La vida cristiana se asemeja a”.

La vida cristiana se asemeja a la humanidad migrante:

Porque los cristianos somos un pueblo «en busca de una ciudad futura».

Porque el hábitat natural de los «que buscan» son los caminos de los pobres, de los sin papeles, de los sin derechos, de los últimos13.

Lo que en la Exhortación Apostólica permite relacionar a migrantes y creyentes es la condición, común a unos y otros, de “forasteros en la tierra y peregrinos”.

La primera carta de Pedro está dirigida “…a los forasteros a la diáspora: en el Puente, Galacia, Capadocia…”14; y, “como forasteros y emigrantes” que eran, el autor de la carta les recomienda: “apartaros de los deseos terrenales que combaten contra vosotros…”15.

Sin embargo, habrá que hacer discernimiento del significado que debe darse a las palabras “forastero” y “emigrante”, pues con la misma naturalidad que, de estos cristianos dispersos, se dice que eran “forasteros y emigrantes”, a los cristianos de Éfeso se les dice: “Entonces estabais lejos, pero ahora la sangre de Cristo os ha acercado. Él es nuestra paz. De dos pueblos ha hecho uno solo, destruyendo el muro que los separaba y aboliendo con el su propio cuerpo lo que los hacía enemigos…. Para Él, unos y otros, unidos en un solo Espíritu, tenemos acceso al Padre. Ahora pues, ya no sois extranjeros o forasteros, sino ciudadanos del pueblo santo y miembros de la familia de Dios”16.

Pero asumiendo en toda su verdad este “ya no sois extranjeros ni forasteros”, no podemos olvidar, sin embargo, que todos estamos en camino hacia la consumación de la historia, hacia la manifestación plena del reino de Dios, y que a todos los bautizados en Cristo nos concierne a la llamada a “salir a la misión”, como Abraham, como María de Nazaret, como Jesús de Nazaret17.

Y esto establece entre migrantes y cristianos nuevas y sorprendentes semejanzas.

Paradojas del Espíritu: ya no somos extranjeros ni forasteros, pero somos siempre gente del camino, puesto que somos enviados, pobres a los pobres, para llevarles la buena noticia del reino de Dios.

 

Migrantes, pero no sólo migrantes: 

En el Mensaje del Papa Francisco para la JMMR, la palabra “migrantes” evoca “conflictos violentos y auténticas guerras, injusticias y discriminaciones, desequilibrios económicos y sociales”, de los que “son los pobres y desfavorecidos quienes más sufren las consecuencias”.

Una mirada a las “sociedades económicamente más avanzadas” es suficiente para detectar el “marcado individualismo que desarrollan en su seno”, individualismo que, “combinado con la mentalidad utilitarista, y multiplicado por la red mediática, produce la “globalización de la indiferencia»”.

Tal vez convenga subrayar que es precisamente en las sociedades más avanzadas –en las sociedades ricas– donde se globaliza la indiferencia ante el sufrimiento de los pobres –de migrantes, refugiados, desplazados, víctimas de tráfico–, una indiferencia que es condición indispensable porque, sin hacernos preguntas, sin remordimiento, en buena conciencia, podamos excluir de nuestro banquete a esta humanidad pobre, más aún, podamos demonizarla haciéndola responsable de los males sociales, marginarla, descartarla, excluirla y olvidarla.

Los pobres son la evidencia de “lo difícil –lo imposible– que es para un rico entrar en el reino de los cielos”.

Y ellos –su sola presencia–, representan “una invitación a recuperar algunas dimensiones esenciales de nuestra existencia cristiana y de nuestra humanidad”.

Aunque se tratara sólo de migrantes, se trataría siempre de los destinatarios del evangelio, los amados de Dios a los que el Hijo, ungido por el Espíritu Santo, fue enviado como buena noticia.

Aunque se tratara sólo de migrantes, se trataría siempre del mundo de Jesús, de los preferidos de Jesús, de los “prójimos” que, abandonados al margen de los caminos de la vida, –fuera también de la vida religiosa del pueblo de Israel–, Jesús salió a buscar y a salvar.

Pero “no se trata sólo de migrantes”: Se trata también de nosotros.

 

1.– Se trata de nuestros miedos.

Miedos que han sido cultivados, inducidos, miedos que son interesados…

En su Mensaje, el Papa muestra comprensión con estos miedos, y escribe que “el temor es legítimo, también porque falta preparación para ese encuentro”.

Pero se ha hecho necesario, urgente, acuciante, denunciar a los manipuladores que se han llevado el lenguaje para socializar el miedo y, desde el miedo, el odio al migrante; se ha hecho necesario, urgente, acuciando alertar a los incautos que acaban por utilizar este lenguaje sin darse cuenta de que, con ello, están empujando a la muerte a miles de inocentes18.

He visto y escuchado a informadores ¿cristianos? –COPE, TRECE TV– buscar interesadamente la asociación entre crimen cometido y condición de extranjero de quienes los cometen.

He visto y escuchado a hermanos míos que no saben hablar de emigrantes sin recordar que entre ellos hay mafias, como si las mafias fueran fruto natural del árbol de las migraciones – cuando incluso los ignorantes sabemos que las mafias son hijos naturales de los Gobiernos–.

He visto y escuchado a representantes de Gobiernos e informadores que, al referirse a los emigrantes les atribuyen comportamientos violentos, organización militar, estrategias para causar daño a las fuerzas del orden… Y estos mismos líderes interesados olvidan cuidadosamente que son los emigrantes quienes sufren violencias sin fin, quienes cuentan a miles sus muertos, violencias y muertes que nosotros podíamos evitar, a no ser que fuéramos nosotros quienes directamente las causábamos.

Es casi un mitin dar una información sobre emigrantes que no se refiera a ellos como irregulares, ilegales, sin papeles… y no los presente como un peligro, una amenaza para la seguridad de los buenos ciudadanos.

Así, en la conciencia colectiva, se induce la idea de que los emigrantes no son pobres que intentan saltar unas vallas fronterizas, sino que son delincuentes que las “asaltan”, “nos asaltan”; los emigrantes no intentan atravesar una frontera: “nos invaden”; no son hombres, mujeres y niños en busca de pan: son un “ejército”, una “ola”, un “alud”… un mal, tanto más temido como más indefinido.

Es verdad, no se trata sólo de migrantes: se trata de nosotros, de nuestra frivolidad, de nuestra “decadencia moral”, de nuestra degradación a la categoría de “seres intolerantes, encerrados y quizás, sin darnos cuenta, incluso racistas” –el Papa ha medido las palabras en una forma que yo puedo dispensarme de hacer–.

Y lo diré así: “no se trata sólo de migrantes”; se trata de nosotros, de nuestra degradación desde la condición de hijos de Dios, que se supone nos hace hermanos de todos, a condición de dueños esclavistas sin Dios y sin hermanos.

 

2.– Se trata de nuestra fidelidad al mandato del amor.

“No se trata sólo de migrantes”: se trata de nosotros, de nuestro perfil humano, de nuestra identidad cristiana; lo que está en juego es nuestra pertenencia al reino de Dios, nuestra fidelidad al Evangelio.

Se trata de fidelidad a lo esencial de nuestra vida, al mandato del amor, al Evangelio del reino de Dios.

Se trata de dar a quien no puede corresponder, amar a quien ni siquiera conocemos, de parecernos en algo a Cristo Jesús que nos amó a fondo perdido, a vida perdida, a todo perdido.

“No se trata sólo de migrantes”: Se trata de evitarnos a quienes nos decimos cristianos el escándalo de ofrecer culto a Dios y, al mismo tiempo, despreciarle en sus hijos; se trata de evitarnos un día la vergüenza de ser condenados por necios ante el tribunal del Rey al que en nuestra vida ‘cristiana’ hemos ignorado y maltratado.

Con lo cual, “lo que está en juego es –también– el rostro que queremos darnos como sociedad”, y la consideración en la que tenemos “el valor de cada vida”.

Algo me dice que estamos pasando de una sociedad amedrentada –una sociedad que decide desde el miedo– a una sociedad agresiva contra los que son presentados como una amenaza para ella.

En este contexto se olvida el “valor de cada vida”, el valor de toda vida, la dignidad de toda persona, declarando único el valor de nuestra vida.

Entonces consideramos lógico, razonable, razonado, que se ponga todo tipo de obstáculos a la llegada de emigrantes, y olvidemos que, al otro lado de nuestra lógica y de nuestros razonamientos hay “vidas que se desgarran”, y no sólo porque no tienen pan o porque sufren el frío, sino sobre todo porque se les ha privado de derechos, de futuro, de esperanza19.

Con su mirada, el emigrante estigmatiza nuestras opciones políticas, nuestras opciones económicas y nuestras pretensiones de seguridad.

 

3.– Se trata de nuestra “responsabilidad fraterna”.

“No se trata sólo de migrantes”: se trata de nosotros; se trata del sitio que queremos ocupar en nuestra relación con los demás.

Este sitio puede ser el individualismo, la mentalidad utilitarista, la indiferencia, la cultura del desplazamiento, la marginación, la exclusión, el olvido de la responsabilidad que cada uno de nosotros tiene con sus hermanos20.

Desde el principio, la “responsabilidad fraterna” se ha visto amenazada por la envidia, por la melancolía de lo que creemos que nos ha sido arrebatado por el otro, y matamos con la vana esperanza de aquietar nuestra frustración.

El Papa nos recuerda que “las migraciones están afectadas por una pérdida de ese sentido de la responsabilidad fraterna”; modo, éste, muy delicado de decir que la tragedia en la que están inmersos los inmigrantes pobres tiene mucho que ver con el olvido al que hemos relegado nuestra responsabilidad con ellos.

Es un contrasentido, un sin sentido, un absurdo, pero hemos conseguido ser cristianos sin ser hermanos de todos, sin reconocernos a familia de todos, sin sentirnos responsables de nuestros hermanos.

Pero no es sólo cuestión de “responsabilidad fraterna”: lo es también de humanidad”, palabra cuyo significado va aquí asociado a la idea de “sensibilidad”, “compasión”, “benignidad”, “ternura”.

Se trata de nuestra vocación a ser humanos al modo de Jesús de Nazaret. Se trata de que veamos el mundo con ojos de Jesús de Nazaret y sintamos con el corazón de Jesús de Nazaret:

“Al ver a las multitudes se compadeció, porque estaban maltrechas y abatidas, como ovejas sin pastor”21.

“Cuando desembarcó, vio un gran gentío, se compadeció y curó a sus enfermos”22.

Buen Samaritano de toda la humanidad fue Jesús de Nazaret.

La compasión le acercó a nosotros, y le hizo nuestro “prójimo”, le desvió de su camino a nuestro camino para aliviarnos, curarnos, salvarnos.

Y no sería razonable que quienes hemos estado asistidos con tanto amor, dejáramos de dar ayuda a quienes encontramos abandonados a orillas del camino.

 

4.– Se trata de la Iglesia que debemos ser.

Nuestra forma de situarnos ante el emigrante dejará a la vista a la Iglesia que somos.

Porque podemos ser Iglesia en ejercicio de poder, podemos pretender la protección del poder, podemos vernos como señores de la verdad, superiores a los demás; podemos creernos primeros y principales y únicos, y aspirar a ellos si creemos que hemos dejado de serlo o nos han privado de serlo.

Podemos ser Iglesia que ve en el emigrante, en lo diferente, un peligro para la propia significación social. Lo he oído muchas veces: los emigrantes musulmanes son una amenaza para la supuesta Europa cristiana, como si el nombre de cristiano se diera en regiones y países y no en personas de fe y comunidades creyentes.

Pero estamos llamados a ser Iglesia en ejercicio de servicio, sin la protección de ningún poder, aspirando siempre a alcanzar el último escalón de la condición humana, a la que bajó nuestro Dios y Señor Jesucristo: la condición de pequeños entre los pequeños, últimos entre los últimos.

Esta pretensión de ultimidad, no es para quedar en un lugar apretado para ser último –que sería una forma de ser primeros en algo–; buscamos ser últimos por hacernos servidores de todos.  Detrás de las palabras de la encíclica FT reconoces a Cristo Jesús, reconoces al Buen Samaritano que, “no hizo ostentación de su condición”, sino que, apartándose de su camino, bajando hasta el fondo, hasta los últimos, se acercó al hombre malherido y abandonado, y, “tratándole con misericordia”, le hizo tan prójimo suyo que le cuidó como si fuera él mismo.

De lo que se trata es que nosotros seamos Iglesia en la que Cristo, Buen Samaritano, siga apartándose de su camino para hacerse cargo de quienes han sido abandonados en las cunetas.

Para ser esta Iglesia–Buen Samaritano no necesitamos ser muchos; basta con ser Cristo.

Para ser Iglesia–Buen Samaritano no necesitamos ser poderosos; basta con amar.

Para ser Iglesia–Buen Samaritano no necesitamos afinidades culturales, raciales, religiosas con las víctimas; sólo necesitaremos la mirada compasiva de Jesús de Nazaret.

No, “no se trata sólo de migrantes”: se trata de nosotros; se trata de la Iglesia que queremos ser.

 

5.– Se trata del respeto debido a la persona humana.

No se trata sólo de migrantes, aunque sean ellos el escándalo que reclama cada día nuestra atención.

Es cuestión de dignidad humana, de respeto debido a toda persona humana, de derechos con los que nacemos y que todos tenemos el deber de respetar, todos, y, con mayor responsabilidad, aquellos que tienen poder, entiéndase aquellos que han recibido la misión de velar por el bien de todos.

Lo que voy a decir temo que no sea políticamente correcto. Nadie os lo dirá. Puede, incluso, que nadie lo piense. Pero tengo la certeza de que esa violencia que la política, las leyes, el poder, ejercen a la vista de todos contra los emigrantes, es una escuela de violencia contra los indefensos de la sociedad, contra los más vulnerables, una escuela en la que aprenden sin esfuerzo los violadores, los que maltratan, los asesinos de mujeres y niños.

El racismo y la xenofobia que la política, las leyes, el poder, exhiben a la vista de todos, es una escuela pública gratuita en la que la sociedad interioriza sin reparos racismo y xenofobia, machismo y matonismo.

La mayor escuela de violencia de género es el Estado.

Y los emigrantes son memoria permanente de esa violencia institucionalizada.

De acuerdo con las manifestaciones que se realizan ante los Ayuntamientos o los Parlamentos como señal de repulsa contra crímenes terribles que todos repudiamos. Pero no finjan condenar una violencia que ustedes practican con bebés, con niños, con mujeres, con pobres del África negra, violencia evitable que ustedes, quienes ejercen el poder, tienen el deber de evitar.

Den ejemplo a la sociedad y tomen las decisiones oportunas para que a los emigrantes no les falte qué comer, no les falte qué vestir, no les falte un puerto en el que ser acogidos, no les falte lo que exige la higiene personal, no les falte un médico si necesitan ser curados.

Y lo que digo a quienes tienen poder de decisión en el ámbito de la política, me lo digo antes a mí mismo, se lo digo a las comunidades eclesiales que se reúnen cada domingo para la Eucaristía, se lo digo a las comunidades de consagradas y consagrados en busca de un camino al futuro que se abre ante ellas, se lo digo a toda la sociedad: no avanzaremos un paso en el camino que lleva a un mundo más justo si no reclamamos en primero lugar para los demás –para los pobres– los derechos que exigimos que se nos reconozcan a nosotros.

Se trata del respeto debido a la persona, a su dignidad, a sus derechos.

Este respeto nos obliga al discernimiento de nuestras responsabilidades políticas, nuestras opciones económicas, nuestros criterios morales.

Este respeto nos obliga a crear las condiciones necesarias para que todos puedan ejercer su derecho a no emigrar23; pero mientras estas condiciones no se den, nos corresponde respetar el derecho de todo ser humano a encontrar un lugar donde pueda no sólo satisfacer sus necesidades básicas y las de su familia, sino también realizarse integralmente como persona.

Nuestros esfuerzos frente a las personas migrantes que llegan pueden resumirse en cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar. Porque «no se trata de dejar caer desde arriba programas de asistencia social sino de recorrer juntos un camino a través de estas cuatro acciones, para construir ciudades y países que, a la vez que conservan sus respectivas identidades culturales y religiosas, estén abiertos a las diferencias y sepan cómo valorarlas en nombre de la fraternidad humana»24.

Éstos son los verbos de nuestro esfuerzo, de nuestro compromiso, de nuestra responsabilidad ante las personas migrantes: acoger, proteger, promover e integrar. Esto es “hacer camino con ellos”. Ésta es nuestra manera de dar pan al hambriento, agua al sediento, vestido al desnudo, compañía al que vive en soledad.

Si alguien a mi lado tuvo hambre y no le di comida, si el Señor llamó a la puerta de mi vida y no le abrí, si no lo acogí, si le vi desvalido y no lo protegí, mi destino será el de los malditos.

Es obvio que no se trata sólo de migrantes: se trata de toda persona humana, también de mí mismo.

 

Desenmascarar el gran engaño:  Los emigrantes son la evidencia de un mundo injusto, cruel, perverso, atravesado por una violencia institucionalizada contra los pobres.

Ellos son las víctimas de una forma de entender la vida, las relaciones, el trabajo, la dignidad de las personas.

El árbol del conocimiento nos ha seducido con la posibilidad de “ser como Dios”, poseerlo todo, consumir sin límites.

Hemos alargado la mano y comido. Nos hemos apoderado del paraíso.

Hemos llenado de pobres los caminos de la tierra. Hemos matado a nuestro hermano. Y fingimos haber encontrado la felicidad.

Sabemos que hemos sido víctimas del gran engaño. Pero hemos pagado un precio tan alto por nuestra traición, que ya no somos capaces de reconocer que nos han seducido y engañado.

Y así cometemos la última gran traición: hacer creer a los pobres que la felicidad se encuentra en nuestra forma de vida, que lo deseable es poseer, enriquecerse, dominar, consumir…

Lo deseable es acoger, respetar, amar… trabajar por un mundo levantado sobre los tiempos del verbo dar, un mundo de hermanos que se sienten solidarios todos de todos…

Los emigrantes son una llamada de Dios a volver a la gratuidad del paraíso terrenal.

 

CONCLUSIÓN

Aquí han quedado reseñadas algunas de las resonancias que me ha dejado la lectura de la Exhortación Apostólica “Christus vivit”, del Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, y de la Carta Encíclica “Fratelli tutti”.

Confiaré a la brevedad de la “conclusión” una intuición que se me ha colado en el alma con aires de certeza moral: La suerte de la Iglesia está ligada a la suerte de los pobres, a la vida de los pobres, al destino de los pobres.

Sólo una Iglesia de últimos tendrá la capacidad, la fuerza, la gracia de salir sin miedo a los caminos del mundo, de “buscar los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos”, de compadecerse, acercarse y vendar heridas.

Sólo una Iglesia de últimos tiene futuro.

 

Notas:

  • Durante este último verano, sólo entre las Islas Canarias y África ha habido una media de 7 muertes por día.
  • Exhortación apostólica “Christus vivit” (= CV), del Papa Francisco. Loreto, junto al Santuario de la Santa Casa, 25 de marzo, Solemnidad de la Anunciación del Señor, del año 2019, séptimo del pontificado.
  • La Jornada se celebró el 29 de septiembre de 2019. El mensaje se había hecho público en el mes de mayo.
  • Carta encíclica Fratelli tutti (= FT), del Papa Francisco, sobre la fraternidad y la amistad social. 3 de octubre del año 2020.
  • Secuencia para el Domingo de Resurrección; misa del día: «¿Qué has visto de camino, María, por la mañana?» «A mi Señor glorioso, la tumba abandonada, los ángeles testigos, sudarios y mortaja. ¡Resucitó de verdad mi amor y mi esperanza!».
  • 1 Tim 1, 1: “Paz, apóstol de Cristo Jesús por mandato de Dios, nuestro Salvador, y de Cristo Jesús, nuestra esperanza”.
  • Jn 14, 6.
  • CV, 1.
  • “Según cifras del proyecto Missing Migrantes de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el número de muertes durante el año 2019 se elevó a 1200. Según la misma fuente, hasta el mes de noviembre de 2020, habían muerto en el Mediterráneo 945 personas.
  • CV, 2.
  • CV, 2.
  • CV 91. En el texto hay una cita implícita de Heb 11,13: “En la fe murieron todos estos, sin haber recibido las promesas, sino viéndolas y saludándolas de lejos, confesando que eran huéspedes y peregrinos en la tierra”.
  • Aquí se puede introducir mi reflexión «¡Boza, boza, boza!», publicada en Vida Religiosa (ver ANEXO I). 14 Cf. 1 Pe 1, 1.(BCI)
  • 1 Pe 2, 11.(BCI)
  • Ef 2, 13–14. 18–19.(BCI)
  • Aquí se puede introducir mi reflexión «Desde qué experiencia de Dios “sale” a la misión la vida religiosa» (ver ANEXO II).
  • Por eso «en algunos países de llegada, los fenómenos migratorios suscitan alarma y miedo, a menudo fomentados y explotados con fines políticos. Se difunde así una mentalidad xenófoba, de gente encerrada y replegada sobre sí misma»: FT, 39.
  • Tanto desde algunos regímenes políticos populistas como desde planteamientos económicos liberales, se sostiene que hay que evitar a toda costa la llegada de personas migrantes. A su vez, se argumenta que conviene limitar la ayuda a los países pobres, de manera que toquen fondos y decidan tomar medidas de austeridad. No se advierte que, detrás de estas afirmaciones abstractas difíciles de sostener, existen muchas vidas que se rompen. Muchos escapan de la guerra, de persecuciones, de catástrofes naturales. Otros, con todo derecho, «buscan oportunidades para ellos y para sus familias. Sueñan con un futuro mejor y quieren crear las condiciones para que se haga realidad»: FT, 37.
  • «Las migraciones constituirán un elemento determinante del futuro del mundo.[42]. Pero hoy están afectadas por una «pérdida de ese “sentido de la responsabilidad fraterna”, sobre el que se basa toda sociedad civil”.[43]. Europa, por ejemplo, corre serios riesgos de ir por esta senda. Sin embargo, «inspirándose en su gran patrimonio cultural y religioso, tiene los instrumentos necesarios para defender la centralidad de la persona humana y encontrar un justo equilibrio entre el deber moral de tutelar los derechos de sus ciudadanos, por un lado, y, de la otra, el de garantizar la asistencia y la acogida de los emigrantes: FT, 40. 21 Mt 9, 36(BCI).
  • Mt 14, 14.(BCI)
  • Traficantes sin escrúpulos, a menudo vinculados a los cárteles de la droga y de las armas, explotan la situación de debilidad de los inmigrantes, que a lo largo de su viaje con demasiada frecuencia experimentan la violencia, la explotación de personas, el abuso psicológico y físico, y sufrimientos indescriptibles.[37]. Quienes emigran «deben separarse de su propio contexto de origen y con frecuencia viven un desarraigo cultural y religioso. La fractura también concierne a las comunidades de origen, que pierden los elementos más vigorosos y emprendedores, y las familias, en particular cuando emigra a uno de los padres o ambos, dejando a los hijos en el país de origen.[38]. Por tanto, también «hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es decir, a tener las condiciones para permanecer en la propia tierra»: FT, 38.
  • FT, 129.

 

 

2 comentarios

  • Juan A. Vinagre

    La Iglesia del futuro será, en primer lugar, Iglesia de los pobres, Iglesia que lucha-trata de convencer con su ejemplo y su buen argumentar y convencer al poder…, para que dejen de ser pobres. El Amor no pasa de largo ante el dolor y la necesidad. El amor es fermento que transforma. Y si no transforma es que no es fermento. El amor cristiano es servicio que convence con el ejemplo de vida más que con las palabras. El Ejemplo es el mejor predicador…, aunque si es Ejemplo transformador le cueste sudores y lágrimas… y enemigos.  

  • ELOY

    Muy interesante. Base para reflexión y transformacion personal y social.

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