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Solvic: Un hecho, testimonio y semilla

Desde que leí los tres apartados que al final de su largo libro La Llave de los Sueños (pp. 785-799) dedica Grothendieck, en su vejez, a recordar la impresión que le produjo, treinta y tres años antes, la lectura detallada de la ejecución de un desertor en 1945, decidí que tenía que ofrecerlo para una reflexión en Atrio. Un amigo me ha ayudado a reducir el texto de AG (el completo aquí) a su cuarta parte. Y yo completaré mi reflexión de actualidad en los primeros comentarios, donde podréis anidar los vuestros. AD.

      Sin raíces en el terreno de una “cultura” digna de ese nombre, en la familia, en una tradición…, Solvic terminó por hacerse un nicho, con un empleo regular y sin historias, una mujercita a la que quería mucho…, ¡la felicidad! Y los westerns, me imagino, una o dos veces por semana. (Felices aquellos tiempos en que no había televisión…) Ésa era su vida, su horizonte.

      En un mundo en el que los demás tienen clara consciencia de su misión, o al menos de tener un papel de algo que aportar, sabiéndose cada uno de ellos únicos, valiosos, y de cierta manera, irremplazables, Solvic, por el contrario, es un ser que se siente parte de una masa anónima, y no pide más que fundirse en ella sin historias y si es posible, sin ser muy desgraciado, pero incluso la misma noción de que alguien pudiera tener una “misión” que cumplir en el Mundo, eso debía serle casi totalmente ajeno, y que él mismo pudiera, de alguna manera, ser portador de una misión, seguramente le habría parecido totalmente descabellada.

      En fin, los demás tienen un carácter fuertemente asentado, arraigado en una cultura y en la fe en sí mismos, pero Solvic se siente un “fracasado” recuperado por poco, y sólo pide olvidar un pasado sentido como poco glorioso.

      Falto de un sentido que dirija su vida, carece de firmeza, de seguridad, de “brújula”. Si finalmente no hubiese tenido la suerte de encontrar mujer y trabajo, ¿quién pude decir a dónde se habría dejado arrastrar? ¿Y quién de nosotros, si le hubiera conocido, sintiéndose más agraciado y a pesar de la simpatía que ese joven quizás le inspirara, no le habría mirado desde arriba, o con algún matiz de condescendencia?

      Chaval sin raíces, sin brújula, sin un carácter sólidamente formado, sin otro fin en la existencia que pasar inadvertido y no tener historias. Ése es Solvic, que de repente se encuentra atrapado, sin previo aviso, por una gigantesca máquina de guerra, máquina que aplasta a todos y los embute en un mismo molde marcial en posición de firmes, y es ahí donde lo impensable, el milagro de los milagros, se produce: ese modesto chiquillo, poco seguro de sí mismo, sin raíces sin ideal, sin religión, sin Dios, sin nada, solo en medio de un inmenso e inimaginable delirio, ¡es ahí donde ¡consigue pasar, por la implacable máquina! sin ser devorado ni aplastado ni moldeado.

      No diría que “sigue siendo él mismo. No era él, ¡En absoluto! Tuvo que poner lo mejor de sí para “coger el tono” en ese nuevo y extraño universo en el que, de repente, se vio arrojado sin saber por qué ni cómo. Debió ser un golpe de una violencia inaudita, más allá de las palabras. Sé que no puedo hacerme una idea, al no haber vivido un golpe semejante. Ese golpe en pleno rostro aceptado, con toda su salvaje, su impensable violencia, lo cambió todo. Solvic vio entonces lo que pasaba, la clase de trabajo que se esperaba de él. Y supo, como jamás antes había sabido nada en su vida: ese trabajo, ése no era para él.

      No habló con nadie de lo que verdaderamente le pasó entonces. Lo esencial pasó sin palabras ni pensamientos. Hubo un sobresalto, surgido de los trasfondos de su ser y supo entonces que lo que contaba para él antes que nada, más que las órdenes y los rangos, y más que el mundo entero, era ese sobresalto que lo cambiaba todo, y lo que le decía sin palabras en la soledad total del ser, frente a un mundo extraño y loco, y que en vez de romperle, se encontró a sí mismo, al que realmente era.

      Supo entonces, con una claridad repentina, total e indeleble para siempre que: “en esa carnicería, no tengo parte, soy ajeno”. Ese conocimiento, ese relámpago de luz llegado de Otra parte fue su bautismo. En ese momento al fin nació. Nació espiritualmente, nació al conocimiento de sí mismo. El alma repentinamente tomó conciencia de ella misma.

      Fue un acto de conocimiento desnudo. Y en las siguientes semanas y hasta el final, en ese hombre solo hay una fidelidad desnuda, una grandeza desnuda. No van cargadas con ningún traje, harapiento o elegante, de ninguna ganga. El intelecto, la ideología, las fuerzas egóticas de identificación (que moldean “en cadena” tantos “héroes” para llenar nuestros osarios…) no tienen parte alguna. Solvic no blande, de la noche a la mañana, discursos humanitarios o moralizantes, ni subversivos o revolucionarios, a contrapié de los tópicos en tiempos de guerra. No es el mártir de ninguna causa que hubiera podido exaltarle, darle un resorte, un penacho. No lo predica ni siquiera sugiere a sus camaradas o a los oficiales: ¡os equivocáis al hacer lo que hacéis! ¡Debía estar muy lejos de tan impensable atrevimiento! En el fondo, si estaban equivocados o no, eso no le incumbía. Pero lo que sí sabía, con una claridad como antes jamás había sabido cosa alguna, era que él, Solvic, “estaría equivocado” al participar en eso, que hacerlo sería ni más ni menos que matar-se a sí mismo, al que acababa de nacer, al recién nacido. Y también sabía que no lo haría. Ocurriera lo que ocurriese…

      En suma, tenía que decir claramente a todos esos grandes señores altivos y con galones que, por alguna extraña razón, él era diferente de todo el mundo. Lo que se le pedía hacer, no “podía” hacerlo. No se jactaba de ello, y seguramente incluso lo lamentaba sinceramente. Siempre en un tono casi de excusa de ser diferente, se dirige a sus superiores, oralmente y por escrito, para explicarles humildemente que “no puede”. Pero detrás de esa humildad que, no tiene nada de fingida, se nota una firmeza asombrosa que le hace apartar uno a uno los cables que le tienden para hacerle renegar en un momento de pánico.

      Esa humilde firmeza sin fisuras es la que, etapa tras etapa, le llevará hasta el paredón para morir de una muerte que, a ojos de todos es una “muerte de cobarde”.

      Es cierto que, al principio, los oficiales encargados del asunto no tenían aún disposiciones de querer su piel a cualquier precio, “para dar ejemplo”. Las advertencias benevolentes no faltaron: “date cuenta amiguito”, ¡que estamos en estado de guerra! La deserción frente al enemigo, eso no gusta. Y si todavía no tenemos una ley prevista para eso, en estado de guerra somos nosotros los oficiales los que la hacemos, la ley…

      Lo extraordinario aquí es que en ningún momento intentó zigzaguear, pues no era una cuestión de “salvar la piel”, ni era miedo lo que le dirigía, sino una inimaginable seguridad ante la que, una vez percibida, eran más bien los oficiales los que iban a “tener pánico”. En ningún momento se le vino la idea de “transigir” para librarse. Sin embargo, todavía le quedaban semanas de vida, solo en su celda, donde no tenía otra cosa qué hacer que meditar su situación, a la luz de las informaciones que le llegaban sobre lo que se tramaba alrededor de su” caso”.

      Visiblemente supo que su camino no era el de transigir, el de “salvar la cabeza”. ¡Pase lo que pase! Ni traza de postura heroica, ante un público imaginario o simbólico por reducido. Aquí también se aprecia una fortaleza desnuda. Pues sabía que no podía hacer otra cosa. Ya estaba unido a la Voz, a la exigencia interior en él, hasta el punto de que el pensamiento de no obedecerla, jamás le vino.

      ¿Y qué le decía la Voz? Lo que la Voz le pedía era testimoniar. El testimonio de una fidelidad desnuda: “No estoy hecho para esas cosas, lo siento señores, hagan lo que quieran por su parte, incluyendo conmigo, la oveja negra. “Lo que hagan les incumbe a Vds. y sea lo que sea no se lo tendré en cuenta. Hagan su trabajo, el mío, es testimoniar”.

      Seguro que la palabra “testimonio” nunca se le vino, cual una mano maternal sobre una frente ardiente. Seguramente la Voz le hablaba sin palabras, y es sin palabras como escuchaba lo que Ella le decía. Las palabras, incluso sólo pensadas, son un consuelo, como una mano fraterna que sostiene en un rudo y penoso camino.

      Alguien te ama más que madre o hermano o alma que viva te haya amado jamás, ha querido que recorras sin ayuda tu camino solitario, hasta el final donde una muerte ignominiosa te aguarda. Alguien que te conoce mucho mejor de lo que jamás te has conocido a ti mismo, sabía que eras lo bastante fuerte como para no necesitar ayuda. Cuanto más duro es el camino, mayor es el testimonio y la fuerza fecunda que emana de él. Mayor también la purificación y la elevación del alma que lo recorre, ese camino en solitario y sin más testigos que la Voz, no lo has recorrido en vano ni para ti, ni para nuestros hijos y sus hijos. Pues has sembrado sin saberlo, en la desnudez de tu fe un testimonio de valor universal y sin esperar recompensa. Ya todos somos herederos de esa rara simiente, llamados a hacerla germinar, al igual que esa Voz sin palabra del inicio germinó en ti.

      Dios habla en voz muy baja y Sus signos son tan discretos, toman aires tan fortuitos, tan humildes y tan bajos, que parece que lo hacen a propósito para pasar desapercibidos. Uno de esos signos “tan fortuitos, tan humildes y tan bajos” es ese pequeño libro de bolsillo de tapa chillona, comprado por la módica suma de veintiséis céntimos en Lawrence (Kansas, USA)… El signo que quiero decir: que haya habido un hombre, creo que un periodista… bastante conmovido para dedicar un año o dos, me imagino, a hacer esa encuesta cuidadosa, siguiendo la estela uno a uno, cual un improvisado detective amateur, de los principales protagonistas del drama (aparte del ejecutado…). ¡No es poca cosa, no!

      . Me enganchó, golpeó, emocionó, ese libro, como debió enganchar y emocionar a otros… No sabría decir qué pasó con la semilla en los demás… En mi caso, y seguramente en muchos otros, no era todo piedra. Había tierra, pero pobre y seca – justo para enterrar el grano en espera de días mejores. Es extraño, una vez enterrados, cómo resisten, esos granos de tres al cuarto…

      Pero la lluvia de los Cielos cayó sobre mí, y muchas semillas adormecidas germinaron, incluyendo ésta. ¡Alabado sea Dios! Quizás yo sea el único. El único en ver la maravilla y la gloria, allí donde antes no había visto más que miseria. El único en haber visto el sentido de un calvario y la vertiginosa misión de un hombre fusilado como “desertor” y como “cobarde”.

      Pero único o no, aquí estoy como segundo relevo, para llevar una semilla que sé fecunda y que recojo de uno más grande que yo, a través de un primer relevo interpuesto (un pequeño libro de bolsillo de astrosa apariencia…)

      El Viento de Dios dispersará la semilla. ¡Cielos, lloved!

 

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