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La Razón: Entre la Creencia y la Fe

El nacimiento de la ciencia moderna está estrechamente ligado a los avances logrados por las ciencias físicas, que ayudadas por la matemática que es su trastienda y por la técnica que es su hija, han sido quienes se han apuntado los éxitos más resonantes en el ámbito del conocimiento del mundo. Conocimiento que en muchos casos ha llegado a eclipsar a cualquier otro, cayendo en una cosmovisión reduccionista llamada positivismo, y que posteriormente ha evolucionado hacia un pragmatismo relativista al tomar conciencia de la imposibilidad de alcanzar la verdad absoluta de toda realidad, tanto material como racional, habiendo tomado actualmente la deriva “trans”, pero sin abandonar aún las dos anteriores.

La razón científica, asentada en formulaciones exactas y contrastables, ha conseguido a través de la técnica, es decir de la propia praxis humana que es la materialización de lo previamente pensado y razonado, mejorar sensiblemente la calidad de vida. Pero lo ha hecho venciendo la resistencia de las creencias que a menudo se opusieron a sus descubrimientos en nombre de esta o aquella doctrina religiosa.

De este modo se ha ido induciendo en la conciencia social la persuasión de que lo racional es lo científico, obviando que es imposible hacer ciencia si no es desde la base de todo un universo previo de convicciones, creencias, sospechas y en definitiva de conjeturas apriorísticas. Esta razón siempre se despliega en un marco prefijado de una determinada imagen de la realidad y por tanto previo a los resultados de la indagación científica.

Decía Ortega, que en las creencias estamos y que las ideas las tenemos, y a su vez Arquímedes reclamaba un punto de apoyo para poder mover el mundo material. Pensamiento y acción que son el substrato de la praxis humana y que a su vez es la dinámica en la que experimentamos nuestra existencia, precisan de ese punto de apoyo no contenido dentro de ellos, pues ellos (pensamiento y acción), son puro dinamismo, velándonos nuestro acceso a sus esencias, a lo inmutable.

El creer, se convierte así en necesidad existencial, como punto de partida que le rescate del desasosiego de un saber sin fin y de un trabajar también sin fin, viviendo siempre en el límite de ambos límites sin poder alcanzarlos.

El poder de las creencias ha sido y siguen siendo muy superior al de las razones, pues están más asentadas en la voluntad de poder que en la voluntad de saber. No todo razonar cristaliza en creencia, ni toda creencia es garantía de razón alguna, pues entre ambas, media la voluntad.

Con todo esto, los errores que a lo largo de la historia han ido perpetuando las creencias y muy en especial cuando llegan a formalizarse e institucionalizarse en cosmovisiones, bien sean religiosas o de cualquier otro tipo, han sido más útiles que perniciosas, exigiendo a la razón una labor depurativa sobre ellas en un intento de evitar toda absolutización.

Por otra parte, se comete un gran error al emparentar la creencia con la fe. La fe es un fenómeno específico, concreto y privativo del ser humano, que aparece en la historia de éste en un momento dado y muy posteriormente al de las creencias y al de la razón. Además, si excluyésemos a la fe de la historia de la humanidad, nos encontraríamos en una situación de total incomprensibilidad del mundo tal y como lo conocemos.

El positivismo ha supuesto un velo a esta vía de acceso a un conocimiento muy específico de la realidad humana, pero ahí está la fenomenología de la fe que ha superado el ámbito de la teología, siendo también objeto de la psicología, abriéndonos nuevos espacios de acceso a la realidad y que por prejuicios es ignorada por muchos científicos que, ante el temor de caer en ilusiones han reducido la realidad del mundo a “cosa”, y aún peor, “cosa” ha acabado siendo la persona humana, perdiendo así su carácter de singularidad.

La fe supone una implicación mucho más profunda y personal que la creencia y la razón, por eso cuando la profesión de fe tiende a asentarse en un mundo de seguridades y de certezas, cristalizan y se fosilizan en creencias, inmovilizando el propio dinamismo existencial en una dinámica replicativa con la primera, o en una dinámica evolutiva con la segunda, y sin fin a la vista, además de la ausencia de un principio no confirmado científicamente. ¿Será esta la causa de que el método filosófico aceptara en su día la duda como principio de su razonar?

El conocimiento científico es exacto pero incompleto y penúltimo, escamoteándonos lo último, por lo que la razón más racional deberá ser aquella que afronte el reto de las últimas preguntas, y a su vez las creencias acabarían encontrando así sus propias razones que las justificasen. Creencia y razón justificándose mutuamente.

La fe tiene sus razones al igual que las razones científicas y las creencias, pero ambas son muy distintas, y como toda razón tiene en origen una pregunta, la forma en que nos la hagamos condicionará las razones que den razón a dicha pregunta.

La razón científica se pregunta por el “qué” de la realidad y La razón de la fe lo hace por el “Quien” que se pregunta a sí mismo desde sí mismo y por sí mismo.

Cuando el ser humano en su singularidad concreta, en su aquí y su ahora, es quien se hace tal pregunta, y no el ser humano en su generalidad, mal denominado género humano, estamos afirmando a su vez, la singularidad de todo ser humano a lo largo de la historia de toda la humanidad. Singularidad de singularidades. Tema ya tratado en otras reflexiones

El calificativo de “género” en el ser humano, es una proyección del logos naturalista, pero la singularidad humana no es ni inventariable, ni clasificable taxonómicamente y por lo tanto es excluyente de todo gregarismo. El gregarismo es un patrón conductual que uniformiza, perdiéndose en él toda singularidad, y que en el caso del ser humano tiende a diluir su responsabilidad. Las ideologías son un ejemplo de gregarismo racional y práxico.

Decía Ortega que el ser humano cuanto más se naturaliza más se despersonaliza.

Cuando este ser concreto, usted o yo, vuelve su mirada sobre sí para responderse, se encuentra con sus pensamientos, con sus emociones, con sus ansiedades, con sus deseos, con sus intereses…. y, con su finitud, no encontrando respuesta firme y segura que de razón de sí, pues el “yo” que se pregunta escapa a toda posible observación, porque no es un objeto, y también escapa a la abstracción, porque no es una naturaleza. El “yo” es principio de actividad creativa, es el sujeto que en cierto modo está por encima de su naturaleza, siendo el creador de su propia naturaleza de ser, o mejor dicho de estar siendo, puesto que él mismo no se puede dar el ser, pero si su modo de ser.

La razón que busca su razón de sí, exige un método diferente al del empirismo o al de la abstracción, que no conducen más que a resultados objetivos que están en la periferia del sujeto que se pregunta. El “yo” ni se ve ni se concibe, porque nunca es un “yo” acabado, es un “yo” en tránsito hacia su completa realización y solo puede significarse gestualmente en su intención.

Todo dinamismo personal, comienza mirando al futuro, inaugurando una tensión entre lo que es y lo que” debe ser”, y la intención es la potencia de dicha tensión, o si se prefiere es la tensión en potencia en tanto no actúa. También es verdad que dicha tensión tiene lugar entre lo que es y lo que “quiere ser”, pero ya la intención no es la misma. Divergen y no convergen. Por eso siempre en toda praxis humana emerge lo que realmente constituye el fondo de su singularidad, su voluntad que siempre está por encima de toda razón y de toda creencia. Su voluntad será quien oriente a dicha tensión por encima de sus razones y sus creencias. Orientación que solo tiene dos posibilidades, la del deber o la del querer. Espacio de su ansiada libertad.

Tanto cuando razonamos científicamente, como filosóficamente o reflexivamente, lo hacemos partiendo de dicha tensión. Somos seres proyectivos, futurizos, y no abrimos la boca sin que al menos inconscientemente no apuntemos a un más allá. Por eso, toda praxis humana bien sea en su razonar, en su pensar, en su imaginar o en su hacer, jamás parte de una neutralidad. El ser humano en su más íntima intimidad es pura tensión, pura intención, dinamismo en potencia.

Esto no es una novedad que la razón científica nos haya aportado recientemente, ya el pensamiento griego reafirmaba la primacía del principio de finalidad sobre el de principialidad.

La pretendida neutralidad en la persona es una falacia. ¡Cuántas razones y cuantas acciones desperdiciamos en nuestra vida apoyándonos en dicha falacia! El ser neutral nunca ha existido.

La fe tiene la pretensión de contar con un logos que, si bien no disuelve el misterio del mundo y de nuestra propia y desfondada realidad, si pretende aportarnos sentido a ese desfondamiento en el que nos deja continuamente la citada razón científica, pero a condición de hacernos cargo de las ultimas preguntas, y en este hacernos cargo, asumimos nuestra propia y singular responsabilidad, que es el atributo ineludible de la libertad. El ser humano es libre “para” y no libre de. Como vemos en toda acción humana siempre está presente la intención (in-tensión) a espera que la voluntad apriete el gatillo de la acción.

Con lo hasta aquí dicho, posiblemente algunos podrían pensar que la fe entrase en juego allí donde acaba la ciencia, o bien se interesase por lo que no le interesa a la ciencia. Esta óptica nos llevaría a una concepción residual de la fe, como un suplemento lógico de la propia razón científica o filosófica. A la fe le atañe lo central, no la periferia, no lo suburbial y si el corazón mismo de la realidad y en especial de nuestra propia realidad.

A la fe le importa lo mismo que le importa a la ciencia, pero no del mismo modo como ya se ha mencionado anteriormente por la forma en que empieza a razonar, al preguntarse por el “quien” y no por el “que”.

La dinámica de la fe propende hacia la dimensión de ultimidad de lo real. Dimensión que dota de sentido a la propia realidad. Sin este cierre, sin este final, no se justifica ni el principio de causalidad que la propia ciencia no cesa de buscar.

Todo principio demanda un fin en su doble dimensión, la temporal y la de sentido, para ser principio de realidad. El azar que, por carecer no ya de razones, sino también de principio de causalidad, apoyándose en una creencia impuesta racionalmente por consenso y a su vez indemostrable por la propia razón científica, incita a que muchos se reafirmen en la creencia de que algún día la ciencia acabará dotándole de sentido, ¡eso sí que es tener fe y a su vez creer!

Por otra parte, la fe en su raíz más profunda es autónoma al dimanar de una fuente diferente al de la razón, pero esta autonomía respecto a aquella no equivale a menospreciarla, no tiene por qué chocar con la racionalidad científica, pero sí con su intento de exclusividad racional y por encima de ellos el del orgulloso “yo”, que razona reafirmándose con su razón.

Como esto es una reflexión, dejo aquí la cuestión planteada en el título, parara quien quiera también reflexionar al respecto y continuarla, pues he dejado abierto un concepto digno de darle continuidad en una futura reflexión. El del papel que juega la voluntad para alcanzar ese objetivo añorado por todo ser humano, se diga creyente o no creyente, se afirme en la fe o la niegue, y todo ello con o sin razones. La libertad.

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