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La cósmica Papelera del progreso

Estoy siguiendo mi lectura pausada del libro inédito La llave de los sueños o Diálogo con el Buen Dios , del que tenemos una excelente traducción española gracias al desinteresado trabajo de un catedrático de Extremadura, José Antonio Navarro, y a un joven matemático colombiano, Mateo Carmona que la editó y difundió. Estoy ya en el último capítulo (Notas, § VI, Los mutantes, las últimas 486 páginas del libro). A veces siento la impresión de de estar pisando terreno virgen, como cuando en una excursión por Lanzarote paré mi moto alquilada y me adentré en una placa de lava cristalizada que nadie había pisado.

        En este último capítulo, Alexander va repasando las personas que en la historia han ido aportando conocimiento de lo que es el ser humano, de la manera más original y comprometida, no solo teórica. Él les llama los mutantes y, entre ellos, destaca al trío de pensadores-mutantes Darwin-Freud-Légaut, con quienes concluye el libro que quedó tal vez incompleto en abril de 1988, por su crisis de salud en 1988-89.

        En el punto 98 (28 y 29 de diciembre de 1987) y anteriores, compara a varios adelantados de la liberación sexual (Whitman, Carpenter, Neill…). Había ya seleccionado algunos párrafos importantes sobre la libertad entendida como cualidad humana desde la propia consciencia (freedom) y no como concepto social de ausencia de constricciones externes (liberty).  Los dejo para otra ocasión, junto con otros temas como la sexualidad y el conocimiento espiritual, porque hay al acabar este párrafo uno de los típicos desahogos de Grothendieck en el que describe el mundo que se está creando con el progreso técnico. Su “papelera cósmica”, que anuncia un desastre global, no ha parado de destruir progresivamente vida en los treinta siete años siguiente a cuando él escribe, presintiendo la catástrofe final. Y esta misma realidad es la que, sin necesidad de delirios y a pesar de filosofías, motiva a Boff a temer (sin fecha, claro) el fin de la especie humana en el cosmos.

        La reflexión ecológica de Grothendieck arranca esta vez de una famosa parábola del abrigo de Edward Carpenter (1844-1929) que yo no conocía y vale la pena destacarla aquí:

 “Cuando mi desgastado abrigo llega a una intimidad amorosa con mi cuerpo, cuando me ha vestido los domingos y después entre semana, y ha sido lavado en los campos por la lluvia y los vientos – entonces, siempre fiel, no me abandona, sino que, hecho tiras y jirones, se pone en el suelo como cojín bajo mis pies ante la chimenea. Después, totalmente desgastado, se va a la caseta del perro para mantenerlo caliente, y así después de muchos años volviendo a la tierra con la basura, regresa a mí en forma de patatas para mi cena; o como hierba zampada por las ovejas, reaparece en sus espaldas como material para nuevas vestimentas. Así es un amigo para siempre, agradecido de que no lo desprecie y lo tire en cuanto pasa de moda. Y viendo que hemos sido fieles el uno al otro, mi abrigo y yo, durante el “round” de toda una vida, no veo por qué no habremos de renovar nuestra intimidad en otras metamorfosis, o por qué perderemos completamente contacto el uno con el otro a través de innumerables eones…” (Extracto de una charla dada por Carpenter en enero de 1886 ante la “Fellowship of the New Life”. Reproducido en la página 664 de La llave..).

        Y este es el texto de los últimos párrafos de este apartado, tras analizar ampliamente el optimismo que produjo en Walter Whitman (1819-1882) la revolución industrial que veía iniciar en EE.UU. y la mala acogida que tenía el mensaje liberador de Carpenter precisamente entre las clases obreras, cuando estas solo pensaban en beneficiarse del progreso, tras la guerra del 14-18 :

        En cuanto a la Papelera, esa chica provocativa y ridícula, bien puede decirse que prospera y que nunca le había ido tan bien. Si con razón el robot-ordenador se pone como un símbolo tarjeta-de-visita del mundo moderno, en esta segunda mitad de nuestro siglo, la Papelera es otro de sus símbolos, menos presentable tal vez, pero más elocuente, más cotidiano y, por decir todo, más acogedor por no decir, ¡devorador! Después de “el haz”-prestigio electrónico, he aquí “el envés”-residuos más familiar, de un “espíritu” o de una “epopeya” (ejem, ejem) de orígenes lejanos… Allí se tiran alegremente, a la Papelera del Progreso, por supuesto los queridos viejos abrigos y además los semiviejos y los nuevos pasados de moda, y de paso la lana de las ovejas de Edward (ventajosamente reemplazada por la sintética), y moda tras moda y lo nuevo y lo viejo y los zarrios del desván los sofás desvencijados, radios, coches, lavabos, neveras, y cualquier lote de muebles y de ropa y de tarros de mermelada de la ancianita que acaba de morir cuyos herederos no saben qué hacer (o que no deja herederos…); y los recuerdos que ya no queremos y los viejos y viejas que hemos visto demasiado (y que se obstinan en no morir), y los extranjeros indeseables que hay que devolver a su casa, y el obrero robado y los gatos reventados y los perros aplastados y oleadas de indígenas ametrallados – y tribus y pueblos enteros con sus chozas y todos sus utensilios sus creencias sus dioses sus costumbres milenarias, aplastados en un momento por la apisonadora del Progreso: los cadáveres a la Papelera y sus tamtams sus totems sus talismanes y sus dioses a los museos y en nuestros eruditos grimorios y en la inagotable memoria de nuestros inigualables superordenadores…

        Bien ha visto Whitman desperdicios y restos, de esa loca carrera hacia la Papelera omnívora que devora las cosas y los pueblos y las almas, hasta que se devore a sí misma y lo que en ella quede (si queda algo) en el momento de la Caída del Telón. Ha visto señales, pero no se ha atrevido a reconocerlas. Pero Carpenter, él no ha visto desperdicios y restos. Bien la ha visto él por completo y la ha reconocido, aunque educadamente se ha abstenido de nombrarla, la Papelera, la Voraz. (En un momento en que todavía nadie, que yo sepa, veía nada. Y todavía hoy, casi cien años después, los que al fin la ven, a pesar de que está a punto de tragarse todo, no llenan las calles…). Ha reconocido a la Devoradora, no obstante, sin medir bien hasta dónde llegaría su apetito. Con la gran carnicería del 14–18 al atardecer de su vida, no pudo tener, de ese apetito, más que una pequeña idea, pero suficiente para conmoverle: era (escribe él, de nuevo solo mientras el mundo entero parecía presa de un repentino ataque de fiebre guerrera…) “como una ola de lágrimas brotando en mi ser”. ¿Sospechó entonces que seguiría tan campante durante tres cuartos de siglo, y que no se detendría hasta la zambullida final, cuando la misma tierra, destripada y saturada de veneno, se haya convertido en una única Papelera gigante y desolada?

        Lo que es seguro es que aún no había llegado la hora de que una voz como la suya fuera escuchada, ni siquiera de que se tomara nota. Lo más candente que tenía que decir, lo más vital, lo más urgente, era demasiado simple, demasiado infantil, demasiado claro también y nadie deseaba escucharle. Ni siquiera, supongo, esos fieles amigos que durante un instante revivían su memoria lo mejor que podían, como se limpia el polvo de una foto apreciada y vieja, descolorida por el tiempo. Ellos igual que los demás eran aspirados, como en el remolino giratorio de un torbellino demasiado grande para que nadie pueda verlo, en el voraz vientre de la papelera devoradora.

        Todavía cuando escribo estas líneas, no ha llegado la hora. Pero falta poco. Quizás madure en ocho o diez años, o en doce o trece – cuando la papelera esté llena o poco le falte, y al fin reviente, sólo Dios sabe cuándo y cómo. Llegará la Tempestad, y el Aguacero – un Tumulto frenético, y el Silencio.

        Y será solamente en ese silencio donde una gran voz se escuche.

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