En el día Internacional de la Conmemoración de las víctimas del Holocausto
Hace unos días, una religiosa de la comunidad budista, que tiene su sede al volver la manzana de mi casa, me comentó que en la tarde de ayer se iba a celebrar una mesa redonda, en la Sala Magna del edificio de la Nau, de la Universitat de València. El lema era “Las religiones y la paz”. Pues sí, acudiré –le dije– toda ocasión es buena para pedir por la paz.
Acudí convencida de que allí escucharía un sonido de esperanza. El inicio no podía ser mejor para mí, pues en la mesa estaba la representante de la comunidad budista que me había ofrecido la información, así como personas, algunas de ellas también conocidas, que representaban a otras entidades que cito, tal cual aparecían reseñadas en su fondo de pantalla: la representante de Asamblea de la Comunidad Baja´I, un consejero de la Federación Hindú de España, el presidente de la Asociación Amistad Judeo-Cristiana (en representación de la comunidad hebrea), un representante de la comunidad musulmana y el delegado diocesano para el Diálogo y Relaciones Interreligiosas. El acto lo organizaba la Asociación Exodus, dentro de su ciclo “Diálogo sin fronteras” y lo moderaba una representante de la Asociación València-Mediterrani para la UNESCO. Tanto el inicio, como el final contó con la participación de una joven violinista, que ofreció esa parte del diálogo musical que todos solemos acoger con agrado, y también con un rapsoda que leyó tres poemas relacionados con la paz.
Sin embargo, el acto no pudo ser como una mesa redonda. Sí se expresó el sentido del diálogo, en lugar de la tolerancia que presupone unas relaciones asimétricas. Sí se escucharon palabras de esperanza. Sí las profecías de que es posible un mundo mejor. Y sí pude ver un deseado hermanamiento. Pero dado el tiempo limitado, solo fue posible escuchar a cada uno de los seis ponentes, qué era lo que, a su juicio puede aportar a la paz, su religión. Y, en verdad, que todas las religiones tienen algo que ofrecer, porque en su seno siempre aparece ese anhelo por construir un mundo mejor. El representante de Amistad Judeo-Cristiana citó la profecía de Isaías (Is 2, 2-5): “De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo…”.
Y cito sus palabras porque solo tras haber escuchado a todos, me vino a la mente una cuestión. Por qué no asistió la persona anunciada de la comunidad hebrea –me pregunté– y en su lugar acudió el representante citado, nombrándose a sí mismo como un goy, un gentil o no judío. La razón expuesta por él fue que cada viernes, tras la caída del sol, para un judío practicante se inicia el shabbat y no puede realizar una serie de acciones. Pero yo creía que lo que no podía hacer un judío era, entre otras cosas, leer documentos mundanos o incluso leer cuentos tristes que afecten a la alegría sabática, pero no que tuvieran prohibido hablar de la paz y el amor de Dios a todas sus criaturas.
Pero lo pude entender tras escuchar al representante musulmán, que estuvo espléndido y fue muy aplaudido por los asistentes. Porque tras finalizar la lectura de su texto, concluyó con una oración, en la que cada una de sus frases se iniciaba con la expresión “malditos los que…” e iba citando sin nombrar, a todas aquellos que podían representar a quienes tomaban grandes decisiones políticas y económicas, que ahora están afectando a la franja de Gaza, a la que solo nombró en una ocasión. Y aunque maldición es la cara inversa de la bendición y ambas ellas parecen estar en permanente juego, yo sentí cómo la desesperanza me envolvía. Y entonces, pude imaginar la tensión que se habría podido percibir en la mesa, si hubiera estado presente la representante de la comunidad hebrea.
Y así, con ese dolor del musulmán, a la oración a los maldecidos, no parece posible que el diálogo tenga un recorrido que vaya mucho más allá, de lo que un grupo de creyentes pueda compartir.
Y si ayer se organizaba este acto. Y si el dolor de los gazatíes nos llena de tristeza a muchas personas. Hoy, 27 de enero, día Internacional de la Conmemoración de las víctimas del Holocausto, quiero compartir mi pesar. Porque no creo que todos los judíos sean iguales, ni que todos quieran abatir al pueblo palestino. Porque un Holocausto no puede invitar a un pogromo. Y también porque en aquel suceso murieron millones de judíos, pero también personas de la etnia gitana y muchos maquis de distintos países de Europa.
Y como nada es casual, estos días estaba leyendo una novela en la que el sufrimiento del pueblo judío se vuelve a expresar en la biografía de muchas familias. Al mismo tiempo que leía una obra breve de Jorge Semprún. En ella, justo anoche, leía cómo narra la entrada a un campo de concentración de un grupo niños, unos quince más o menos, entre ocho y doce años. Casi todos los adultos habían muerto en el mismo tren en que viajaban, congelados algunos, muertos de hambre y de sed otros. Los miembros de las SS, que en un primer momento no tenían orden concreta de qué hacer, soltaron a sus perros adiestrados, a la persecución de los niños, a los que golpearon con porras e hicieron correr, hasta ser alcanzados y mordidos en las piernas por los perros y, cuando solo quedaban dos niños por alcanzar, el mayor tomó de la mano al más pequeño y tiró de él, en un intento de cruzar la puerta del campo, como si allí estuviera su salvación. No alcanzaron la puerta. Luego los remataron con un tiro en la cabeza. El fragmento que describe Semprún, como testigo directo, corta la respiración. Y así iniciaba ayer mi descanso: con el pesar de aquella oración y el de esta lectura.
Cuando leí por primera vez a Edith Stein, luego el itinerario espiritual de Etty Hillesum y seguí con las Cartas de amor desde la prisión de Dietrich Bonhoeffer, seguí buscando entre las lecturas de la obra, que considero doliente, de Imre Kertész y, así se instaló en mí el compromiso de leer, para no olvidar, en nombre de todos aquellos seres humanos. Los testimonios que se desprenden de la lectura de Améry o de Primo Leví, me confirmaron ese compromiso. Tenía que encontrarme con el maqui, Jorge Semprún, para entender que cuanto más decide uno olvidar menos posible es, porque el dolor deja una herida que, aunque se cure, deja siempre su cicatriz. También las familias de los gazatíes, que ahora están envueltas en un gran dolor, tardarán más de dos o tres generaciones, en volver sanar como pueblo, como los rohinyás, o los armenios de Bakú.
Y así, el panorama, el próximo 7 de febrero, en la Parroquia de Jesús Maestro de Valencia, y convocados por el equipo de Cáritas de la Parroquia, un grupo de creyentes nos uniremos a la celebración de la Semana Mundial de la Armonía Interconfesional entre todas las religiones, confesiones y creencias, para ofrecer una oración silenciosa, en la que cada cual, desde lo profundo de su ser, ruegue a su manera, por un mundo mejor, con mayor entendimiento para la salvaguarda de los más frágiles.
Aun así, la oración no me ayuda a eliminar el pesar. Un pesar que en mí es emocional. Pero un pesar que dista mucho de aquel que están sufriendo de verdad tantos pueblos, que en este presente están viviendo el horror de una guerra abierta o encubierta. Con mi oración no deseo eliminar mi pesar, sino que no me envuelva la indiferencia.
Nuevamente nos encontramos con el MAL procedente de los seres humanos que llenan la historia humana hasta rebosar.
El artículo que nos presenta Ana Piera lo enmarca en la reflexión interreligiosa, con problemas provenientes, en este caso, de identidades religiosas, tanto los verdugos, como las víctimas, como quienes empatizamos con tanto dolor y sufrimiento. La compasión y la empatía son actitudes nos humanizan y que humanicemos a las víctimas.
Ahora bien, las víctimas que fueron, nos llevan estas actitudes y a no perder su memoria, para que nunca vuelvan a existir estas brutalidades. Pero el problema no fue sólo entonces, sino que sigue siendo ahora, nos lo recuerda Ana Piera, mencionando a los gazatíes, los rohinyás y los armenios. De lo que deduzco que ni siquiera la memoria de los holocaustos varios que han existido, no sirven para nada, no aprendemos.
En el evangelio de hoy, dice Marcos: “Había en la sinagoga de ellos un hombre poseído por un espíritu inmundo e inmediatamente empezó a gritar: ¿Qué tienes tú contra nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú, el Consagrado por Dios. Jesús le conminó:– ¡Cállate la boca y sal de él! El espíritu inmundo, retorciéndolo y dando un alarido, salió de él. Se quedaron todos ellos tan desconcertados que se preguntaban unos a otros:– ¿Qué significa esto? ¡Un nuevo modo de enseñar, con autoridad, e incluso da órdenes a los espíritus inmundos y le obedecen!” Si miramos los hechos mencionados en la actualidad, me pregunto ¿realmente las religiones tienen autoridad moral para acabar con el el mal si ellas mismas lo practican? Si la oración, se queda en pedir a Dios, -sea el que sea- que arregle el problema, seguiremos perdiendo el tiempo. Si el Tribunal Internacional de la Haya, si aludir a a ningún dios, va a tardar años en decirle a Israel que lo que está haciendo con el pueblo palestino es un genocidio o no, es que no tenemos solución. Y si la alta jerarquía eclesiástica católica está llamando hereje al Papa Francisco porque pide un bendición de sólo unos segundos para las personas con otras identidades no heterosexuales, que quieren vivir el amor en pareja, pues colma toda desesperanza en las religiones. Conclusión: seguir y seguir y trabajando, l(rechazo la palabra luchar por las connotaciones que conlleva) denunciando, votando gobiernos justos allí donde se pueda votar y exigir a las religiones coherencia entre lo que predican y lo que hacen.