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En la traducción de un libro al maya

Carlos Díaz vuelve, tras una pausa, a nuestra columna central con un relato de vida propia que es lo que cada vez más estimamos por aquí. ¡Un catedrático de filosofía con un grupo de maestros en la selva bolivariana! Y si queréis leer sobre sus anuales visitas a México, leed aquí. Más aún que filosofía personalista, lo que nos interesan son las personas que se buscan y se crean. ¡Buen retorno, querido Carlos! AD.

         Este libro, ahora bastante remodelado y refundido para evitar palabras difíciles y frases retorcidas, es tal vez el que me ha proporcionado más intensas emociones pedagógicas y personales a lo largo de mi profesión.

Recuerdo especialmente aquella ocasión en que, en plena selva de Bolivia, tuve el honor de regalar a cada uno de los maestros rurales que – carentes de título profesional académico que avalara su docencia- hacían lo que podían para enseñar a las desnutridas comunidades que habitaban los descampados del entorno, caminando ellos entre los peligros de las víboras, las alimañas, los humedales, la supervivencia milagrosa, la carencia de medicinas, la muerte prematura, la hambruna, pero también el deseo de aprender.

        Una veintena de aquellos maestros y maestras nos esperaba en círculo al bajar aquella mañana de la avioneta rudimentaria y peligrosa que nos trasportaba, casi sin frenos ni señalizador posicional, y no es ninguna exageración. En medio de aquel poderoso verdor ambiental y aquella humedad local, y con la emoción de un encuentro tan excepcional, en aquel mundo insólito, avergonzado yo mismo por pretender enseñar a quienes sabían de la vida mucho más que yo les fui entregando con un abrazo a cada uno de ellos un ejemplar de este libro hoy traducido al maya. Jamás olvidaré al maestro que, al recibir semejante regalo, hizo un extraño ademán de doblarse por la cintura, como si le hubiese entrado un súbito dolor de estómago: “No, no me pasa nada, maestro, me dijo, no se preocupe, es la emoción que siento porque este es mi primer libro”. ¡El primer libro de su avanzada vida dedicada a enseñar a leer, escribir, y pensar la realidad a trancas y barrancas!

        Obvia decir también que en contadísimas ocasiones he sentido un asombro semejante por un libro entre los miles de alumnos que he ido teniendo en mis largos cuarenta años de profesor académico, especialmente durante los últimos años de docencia, cuando los universitarios a mi cargo rehusaban aceptar los libros –cargados en mi abultada mochila- que les regalaba alegando la inverosímil excusa de que les pesaban mucho. Y que se me pegue la lengua al paladar si al relatar todo esto estuviera yo mintiendo o exagerando lo más mínimo, aunque haya motivos suficientes en el ambiente para dudar de la verosimilitud de lo que acabo de decir.

        Junto a ese hombre de mediana edad se encontraba otro cuyas gafas me sorprendieron por su supuesta modernidad. Pero no, allí la modernidad no había hecho nido, sencillamente él se había fabricado con un culo de una botella de vidrio unos gruesos cristales –desde luego muy llamativos para mí- con los cuales y a través de los cuales enseñaba a ver mágicamente la realidad. O eso, o la ceguera. En semejantes circunstancias cada maestro y cada maestra ante mí eran la viva estampa de lo que romántica o melancólicamente siempre soñé con ser, al estilo de mi madre que entregó su vida a los pequeños escolares a los que tanto amaba en los pueblos más perdidos de España después de una terrible guerra civil.

        Hoy, aquel librito explicado afortunadamente por mí cuerpo a cuerpo en cárceles y en comunidades pobres, aquellas Diez palabras clave para educar en valores que superó las cincuenta ediciones boca a boca, vuelve a editarse para uso de algunos maestros y maestras indígenas de la península del Yucatán, cuyos niños pequeños recurren a comerse instintivamente sus propias lombrices a falta de mejor alimento que llevarse a la boca, algo que también podría parecer una fantasía narrativa, pero no lo es porque los turistas no lo ven y los gobiernos no lo proclaman.

        Afortunadamente también servirá para la formación de los reclusos condenados a largas condenas, entre ellos sicarios de la droga, que a duras penas sobreviven a tres horas del desolador reclusorio de Valladolid, Estado de Yucatán, en uno y en otro caso impulsados por Ana, una increíble maestra y militante en el personalismo comunitario desde que tuve el honor de conocerla, hace ya bastantes años, la cual dedica su tiempo libre, su dinero, y su amor incondicional a viajar hasta el penal citado para enseñarles a soñar lo mucho que ella siente. ¿Cómo explicar su vida con un solo ejemplo? Pues valga este, pese a su inverosimilitud: para poder enterrar en un cementerio al líder del reclusorio citado, que falleció en circunstancias sospechosas tras las rejas, y tras un larguísimo procedimiento burocrático, se registró como su concubina (figura jurídica existente en México) a falta de algún familiar cercano o lejano. Sobre el féretro por ella costeado iba grabada la frase que había contribuido a convertir al humanismo a dicho líder, Tijerina: “Da más fuerza sentirse amado, que creerse fuerte”.

        También en este momento viene a mi corazón el recuerdo de aquel infecto degradatorio, que no correctorio ni correccional de menores, uno de los escenarios más degradantes que puedan haber contemplado mis ojos. Allí, codo con codo, hacinados entre cucarachas y excrementos, hambrientos, tuve la gran alegría de hablarles de la esperanza a esos niños (entre los cuales no pocos estaban ya consumidos por las drogas, las violaciones activos y pasivas, realmente por casi todas las vejaciones) que a cada rato se echaban a llorar y a gritar pidiendo les sacaran de allí y les llevaran con sus mamás, pues sólo la madre, y no siempre ni en las mejores circunstancias, permanece cuando el padre abandona en estas latitudes.

        Uno recuerda en estos contextos aquella fuerte pero esperanzada experiencia del fundador de la logoterapia, el austriaco Víktor Frankl: “Soy superviviente de cuatro campos de concentración, y como tal puedo dar testimonio de la inesperada medida en la que el hombre es capaz de desafiar y afrontar incluso las peores condiciones que puedan imaginarse. Sigmund Freud dijo en cierta ocasión: ‘Expongamos a cierta cantidad de las personas más diversas, uniformemente, al hambre. Con el aumento de la imperiosa necesidad que es el hambre, se borrarán todas las diferencias individuales y en su lugar surgirá la expresión uniforme de la necesidad insatisfecha’. Sin embargo, en los campos de concentración lo cierto era lo contrario. Las personas se hacían más diversas entre sí. La bestia aparecía sin máscara, y lo mismo sucedía con el santo. El hambre era realmente democrático, idéntico para todos, más las personas eran diferentes. En realidad, las calorías no cuentan”. Así hablaba este psiquiatra cuyos padres y cuya esposa fueron quemados en las chimeneas de los campos de concentración, de los cuales salió cantando salmos para ayudar a sanar almas horrorizadas y casi desalmadas.

        Sí se puede. Este libro, ahora traducido al maya para uso de algunas escuelas rurales, llega cuando menos lo esperaba. Mejor dicho: estas páginas se reconocen en la lengua maya (idioma, que no “dialecto”) que enfatiza lingüísticamente el “nosotros” y lo prepone al “yo”, lo mismo que la lengua aymara sin Estado, y que enraíza la razón en los sentimientos, todo eso por no hablar de las variedades con que expresa los matices, los tonos, los colores, los diminutivos con ritmo cantarino.

        Con este idioma entrañado en este pueblo abandonado quiero agradecer -humilde sendero de madera en la foresta- a su culta traductora lo que siempre me enseñan los humildes: que otro mundo es posible, que hay en todo ser humano más cosas dignas de admiración que de desprecio cuando se le ama, y que nunca es tarde para amar.

        Y una última consideración. Cuando fui acogido asombrosamente por México no me sentí acogido por el gran imperio de Moctezuma, sino por los indígenas a los cuales había masacrado el propio Moctezuma y después de éste habían esclavizado los navegantes de las tres carabelas, con la excepción de los religiosos españoles que recuperaron los fragmentos culturales de los indios y de las indias. No los indianos, sino los indios, los indígenas, fueron quienes me enseñaron en gran medida a sentipensar, rito iniciático en cuyo umbral continúo sin traspasarlo, apenas un principiante. Sea como fuere, sencillamente les manifiesto mi gratitud.

3 comentarios

  • ana rodrigo

    Gracias, Carlos, siempre te he admirado por tus muchos, grandes y profundos conocimientos, a un nivel tan alejado de mis posibilidades, que me quedaba “con la boca abierta” ante tanta sabiduría. Pero, como dice Rodrigo, para mí este escrito es diferente, llega al alma y al corazón. Gracias otra vez, Carlos.

  • ELOY

    Muchas gracias Carlos por este emotivo artículo.

    Me atrevería a decir, desde mi insignificancia y sin autoridad para ello: ¡ Has tocado tierra!. ¡ Has puesto los pies en el suelo!. ¡Enhorabuena! . Gracias por compartirlo.

    En estos días de zozobra, viendo muchos derechos en peligro de ser arrasados por el voraz “antichansismo” del PP y de Vox, tu artículo nos ayuda a tomar conciencia de donde esta la verdad y cuan difícil es mantenerla y vivirla, en medio de una sociedad que llamamos culta, europea, moderna y avanzada, donde la lucha por el poder en sí, y no por el mejor servicio a la ciudadanía, parece ser el único objetivo a alcanzar  por algunas de las fuerzas políticas en liza. 

  • Rodrigo Olvera

    De los artículos de Carlos que ha publicado Atrio, éste sin duda es el que hasta ahora más me ha gustado. Ojalá haya más en esta línea de compartir la vivencia.  Entre los tzeltales, uno de los muchos pueblos mayas, la expresión que usan como saludo se podría traducir al español más o menos así: “¿Cómo está tu corazón?” Es un saludo que me parece tan sabio y tierno. Este artículo me ha recordado esa vivencia de ser saludo y saludar así.

    Este artículo me recordó también a mí difunta madre, quién como la madre de Carlos fue maestra de educación básica. En homenaje a su práctica, alguien le escribió una canción que yo me aprendí de niño y que canto no sólo para mi madre sino a todas las personas que viven lo que dice la canción.

     AL MAESTRO
    Al maestro que ha sabido / trabajar en plena sierra/ que por aula ha tenido / la sombra de algún mezquite/ y por cama un petate.
    Maestro que has comprendido/ lo noble de tu tarea / hacer que el niño te crea / para un futuro mejor.
    Maestro que has compartido / la suerte del mexicano/ y junto con él sufrido / la miseria y la injusticia/ de un país mal gobernado. 
    Que al defender tus derechos / lo haces pensando en tu pueblo  / y junto con él luchando / también nos vas a a enseñar.
    Porque tú lucha es honesta / al despertar las consciencias / del pueblo tendrás respuesta / no te va a abandonar.