En Atrio he tenido que escribir muchos promemoria de amigos desparecidos. Pero tal vez cniguno he logrado reflejar mejor que lo hace Jesús ese itinerario de su antiguo profesor, viviendo con profundidad y amor . Al acabar de leerlo siento que, sin haber conocido a José María, es ya una persona vinculada a mí por lazos indefinibles pero realísimos. ¿Os pasará a vosotros eso también, lectores de ATRIO? AD.
José María Romero Hernando, In memoriam
En 1984 el físico y filósofo Abner Shimony acuño la expresión «pasión a distancia» para caracterizar la extraña paradoja del entrelazamiento cuántico. Hace poco, unas tres semanas antes de su muerte, le mandé a José María Romero Hernando un WhatsApp recordándole esa expresión y apostillando que los que nos hemos amado en la vida siempre estaremos misteriosamente entrelazados incluso después de la muerte. De hecho, cuando en 2012 murió su mujer Nora Muro —filósofa, pedagoga y escritora nacida en Miranda de Ebro—, José María Romero se «obsesionó» con esa idea exótica del entrelazamiento cuántico, del que me hablaba durante nuestros largos paseos por Madrid Río y en los que el llanto se le escapaba cada vez que pronunciaba su nombre. Él se sentía entrelazado con Nora de tal manera que durante todos estos años siguió hablándola y dejándose interpelar por esa misteriosa presencia eterna de nuestros seres queridos, que Gabriel Marcel inmortalizó en su «aimer un être, c’est lui dire : “toi, tu ne mourras pas» (amar a alguien es decirle: tú, tú no morirás). El amor tiene que ser más fuerte que la muerte, destrozando su tiranía y permitiendo que aquellos a los que amamos continúen viviendo en una plenitud más pura y luminosa.
Ahora soy yo quién grita angustiado la frase de Marcel mientras revivo mi vida junto a José María Romero (nacido el 26 de noviembre de 1945), el que fue mi profesor de Historia de la Filosofía en COU en el curso 1998/1999 ⸺del que recuerdo interminables esquemas en la pizarra que uno no terminaba de saber dónde empezaban o acababan⸺, cuando yo tenía 17-18 años, y mi maestro y amigo hasta hoy que tengo 42. Durante estos años de nuestras vidas, hemos compartido largos paseos por Madrid. Aunque hemos charlado sentados en su casa o en terrazas de cafeterías, lo que más disfrutábamos era filosofar paseando —casi de modo peripatético— por el Centro de Madrid, por Madrid Rio, por la Casa de Campo, e incluso asistir a algunas conferencias o exposiciones. En los últimos años, empezó a acompañarnos mi mujer, Cristina, a quien José María ayudó en momentos duros, despertándose entre ambos una complicidad y cariño sincero. Cristina se unía a nuestras filosofadas aportando un realismo que nos hacía aterrizar a los dos en la realidad real. La distancia —yo vivo en Getafe y él frente al Puente de Segovia— hacía que nuestros encuentros tuvieran que ser planificados cuando mis obligaciones docentes y familiares me lo permitían. Si no, seguramente nuestros paseos habrían sido diarios. En esos años comenzó a pintar, aprendió fotografía, escultura, hacía bordados de Petit Point y practicaba yoga. Necesitaba mantener la luz ahora que su compañera de vida faltaba.
José María me enseñó a amar la filosofía, pero sobre todo me mostró el camino de la «acción buena», de esa «oración sin palabras» de Vicente Ferrer, de quién nos hablaba a los adolescentes del Instituto Gran Capitán de Madrid. Su vida junto a Nora fue siempre un canto de alabanza a esa profunda dimensión de la vida en la que Dios se hace presente en todo y lo penetra todo. Y es que, aunque se dedicó como profesor a la Filosofía, su pasión vital fue la Teología. En una carta de agosto del 2001 me decía: «Si hablar de Dios es buscar el fundamento, observarás que todos pueden y a veces se hacen preguntas sobre lo fundamental (teólogos, por tanto). Tendríamos que vencer el miedo a las palabras para estar siempre aproximándonos más y más al sentido. No hay que dejar el fundamento en manos de alguien, aunque sea teólogo, pues nos pertenece a todos y todos estamos en el fundamento». Su filosofía siempre fue, por tanto, una filosofía teológica o una teología filosófica, porque su preocupación básica no fueron «los fundamentos», sino «el fundamento». Aquello que permite una vida de esperanza y sentido, de enraizamiento en la luz y de columbrar el horizonte futuro con pacífica serenidad.
Como Jacob, toda su vida José María luchó a brazo partido con ese Dios del que no podía prescindir pero del que buscaba un rostro verdadero, sin deformaciones míticas ni fanatismos dogmáticos. Como Unamuno —pero sin tanta agonía— vivió en el sí pero no, en la fe y en la duda, aposentado en Dios pero no entregado eclesialmente a él. Si le hubieras preguntado si él creía en Dios o si era cristiano, te habría dado explicaciones paradójicas, eludiendo una respuesta directa, apelando a la «acción buena» y la «oración sin palabras», a la profundidad misteriosa de la bondad que todo lo abarca, al fundamento de lo que existe o al Amor absoluto. Y, sin embargo, nunca dejó de hablar de Dios y de Jesús. Fue un cristiano real, es decir, alguien para quien Dios sólo puede ser el Amor que acoge y que vive a la manera de Jesús de Nazaret. Su estructura mental, sus fundamentos existenciales y su manera de vida fueron inequívocamente cristianos. Lo que plantó de niño, lo que maduró de joven y lo que cosechó de adulto fue una vida, si se me permite la expresión, «teologal», es decir, transida por la humanización de Dios en Jesús. Su progresivo alejamiento de la eclesialidad institucional y su desmitologización de algunas de sus primeras concepciones religiosas no eliminan el hecho de que su forma de conducirse en la vida fuera sacramento del Amor Absoluto, es decir, reflejo de lo sagrado. Si el Dios de Jesús existe, José María ha sido uno de sus grandes espejos. Su vida ha sido una vida de «proexistencia», de bondad, de amor.
Meses antes de morir leyó entera la Biblia, y aunque seguía sin poder evitar el escándalo de los pasajes más míticos en los que Dios guerrea, mata y aniquila, tampoco dejó de hablar de Dios. Admiraba a los teólogos fronterizos, como Marcelino Legido o los teólogos de la liberación y aquellos curas que vivían en barrios marginales. Para él el cristianismo era ante todo la religión de un Dios que se hace carne por amor, que no es impasible ante el sufrimiento y el dolor, que exige justicia para los oprimidos y que no mira para otro lado ante el grito implorante. Por ello, sufría por la configuración institucional y burocratizada de la Iglesia, por la incapacidad de la institución para eliminar el lastre del poder, del anatema y del ritualismo. En uno de nuestros últimos paseos camino del Jardín de Felipe II en la Casa de Campo, nos decía a mi mujer Cristina y a mí, que la Iglesia había matado los sacramentos haciéndolos ritos ritualizados, que la Iglesia seguía sin enterarse de nada, porque no terminaba de abajarse a la tierra concreta. Por ello, su religiosidad era a la vez mística y racional. De alguna forma se sentía identificado con la religiosidad de los filósofos y pedagogos del krausismo español y de la Institución Libre de Enseñanza. De su admirado Giner de los Ríos nos ha dejado una espléndida síntesis de su obra, publicada como El pensamiento filosófico de D. Francisco Giner de los Ríos (Edit. Gran Vía, Burgos 2010) —concebido inicialmente como su tesis doctoral en Filosofía en la UNED dirigida por Emilio Lledó, pero que finalmente abandonó—, y también el artículo «Dos reformadores de la España contemporánea: Francisco Giner de los Ríos (1839-1915) y Francisco Ferrer Guardia (1859-1909)», en Micro Espacios de Investigación 1 (2015): 50-68.
La religiosidad de José María es la de un cristianismo que plenifica la razón, ensancha la libertad y humaniza a la persona avivando sus emociones de amor hacia los demás, pero sin dogmas o doctrinas específicas que haya que creer. Quizá por ello me regaló y me hizo leer Minuta de un testamento de Gumersindo de Azcarate, donde algunas de las influencias del cristianismo típico de toda esa escuela laten de forma evidente. Como él siempre cuenta, pudo haber sido jesuita. Sus estudios de niño fueron en el Seminario Conciliar Santo Domingo de Guzmán en El Burgo de Osma (Soria). Y un día a la casa de su pueblo natal Valdegrulla (Soria) —hoy despoblado— se acercó un jesuita que había percibido cualidades intelectuales y espirituales en él, pero su madre le echó —si no recuerdo mal— con azada en mano. Pero como yo le decía en ocasiones, él tenía un perfil jesuítico: intelectual, austero, revolucionario y libre. Siempre acababa dándome la razón.
Algo más de un año antes de morir se embarcó también en la lectura de Hans Küng, especialmente de su tocho La encarnación de Dios. Introducción al pensamiento teológico de Hegel como prolegómenos para una cristología futura, del que su hija Irene pidió una impresión a demanda a la editorial Herder. Yo lo leí poco después, prestado por él, y estaba enteramente subrayado y meditado. No en vano en 1970 se había licenciado en Teología en la Pontificia de Salamanca con una tesina escrita junto a Félix Fernández-Clemente Collado —y dirigida por un entonces joven Olegario González de Cardedal con quien colaboraba en ese momento en la implantación de un Seminario Teológico—, con el título El momento del cristianismo en Hegel. Y en 1972 se licenciaba en Filosofía y Letras en la misma universidad con una tesis, escrita en solitario, sobre Identidad de Filosofía e Historia de la Filosofía en Hegel dirigida por Enrique Rivera de Ventosa OFMCap. La segunda tesis se la publiqué en 2019 a través de la Asociación Ubuntu. Quedó pendiente la edición de la tesis teológica, que aún permanece inédita.
Y es que José María, a pesar de su enorme voracidad lectora —sus casas en Madrid y Burgos dan buena cuenta de su acumulación bibliográfica— nunca fue de pluma fácil. Escribía con asiduidad pequeños escritos, anotaciones en cuadernos, reflexiones, poemas, florilegios, discursos de boda y de presentaciones, algunos prólogos (incluido el de mi libro El tapiz de Oriente Medio. Geopolítica, Poder, Religión) etc., pero le costaba el esfuerzo de la sistematicidad y de la constancia escrita. Dejó algunas Unidades Didácticas escritas en colaboración como material escolar para Secundaria (sobre Derechos humanos, Adolescencia, Sistemas éticos, o La génesis de las normas éticas), y otros pequeños escritos diseminados por varios lugares. Yo siempre le recriminaba la necesidad de que su espiritualidad, su conocimiento y su profundidad vital quedaran escritas para ayudar a otras personas. Pero él siempre me respondía que prefería vivir. Por eso yo siempre le llamaba «vividor», pero en un sentido profundo, radical y luminoso.
En 2007 decidí editar de sorpresa un libro-homenaje por su jubilación de la enseñanza secundaria el año anterior —y que volvimos a rememorar con otro acto en 2016—, con el título Las confluencias del pensamiento humano. Homenaje al profesor José María Romero Hernando (Edit. Gran Vía, Burgos). En ese homenaje participaron personas muy variadas —muchas otras se enteraron ya tarde—: filósofos (Ignacio Jardón, Carlos Díaz, Manuel Cabada, Pedro López Ortega, Felipe Navarro Ruiz), teólogos (Olegario González y José Antonio Pereiro), sociólogos (Gerardo del Cerro, José Luis Piñuel y yo mismo), pedagogos (José Ortega, Nora Muro), filólogos (Juan Carlos Estébanez), profesionales de la comunicación (María Jaureguizar) y científicos (Esther Romero). En el prólogo, su mujer, describía así a mi viejo profesor de filosofía: «Pero ¿cómo era y es José María Romero? Destacaré de él su mirada, noble y acogedora y sin recelo. Sus ágiles manos acariciadoras moviéndose al unísono del discurso de su palabra, recogiéndolos en los brazos como si la frase estuviera acabada, que en ocasiones continua. De pensamiento analítico, entrelaza unos razonamientos con otros, en ocasiones hasta el infinito, retocando, retomando y hasta perdiéndose en tan largo discurso. Rodeado de dos griegas de nombre: Nicanora e Irene, esposa e hija, el hebreo de nombre José, ha desarrollado profundamente la argumentación filosófica, con coherencia y sin límites. Sus filósofos preferidos son tema abundante de conversación pasando de unos a otros con relativa soltura […]».
Su vida con Nora fue un intento de estar abierto a los otros. Cuando sufrí mi primera gran ruptura de pareja, su consejo fue que una pareja no tiene que fundirse en «uno», sino más bien al contrario, hacerse muchos, «una trinidad», me dijo Nora. Era su forma de decirme que una pareja no puede quedar egoístamente encerrada en sí misma, sino que tiene que estar abierta a los demás, al dolor y al sufrimiento de los otros. Ambos fueron profesores de filosofía y ambos también ocuparon puestos de gestión y dirección educativas. José María fue profesor en Barcelona (1972–1975), Sabadell (1975 a 1977), Orense (1977–1979), Burgos (1979–1982), Medina de Pomar (1983–1984), en la Extensión del Instituto de Bachillerato a Distancia (INBAD) de Burgos (del que fue director entre 1984–1985) y de Madrid (1985–1992), y finalmente se estableció como Catedrático en el Instituto Gran Capitán de Madrid (1992–2006), donde yo le conocí. Mi hermana Esther Romero, también profesora de Biología en secundaria, tuvo como profesores a Nora en tercero de BUP y a José María en COU, pero yo sólo tuve a José María a quien, por entonces, le llamaban «el Noro», por ser el marido de Nora. Cosas de estudiantes. Sin embargo, a pesar de que tenían unos objetivos comunes en la vida —como escribía Nora: «Al principio íbamos solos y unimos los brazos, las fuerzas y los deseos para ayudarnos a caminar»—, eran realmente muy diferentes: Nora pasional y franca en sus expresiones, José María flemático y diplomático en su forma de comunicarse. Pero en todo caso, ambos estuvieron presentes en la vida de muchas personas (familiares, amigos, estudiantes), a las que acogieron, escucharon y cobijaron en su corazón.
Nora murió el 16 de enero de 2012, acompañada por José María, Irene y Fermín, su yerno; ahora él, entrelazado en amor, respeto y cariño para siempre con los que aquí quedamos provisionalmente, ha muerto el 23 de junio de 2023, cuidado hasta sus últimos momentos con ternura infinita y amor desbordante por su hija Irene —la otra griega—, y acompañado por su yerno y, especialmente por sus dos nietos, Samuel y Amanda, que han sido la luminosa luz de la esperanza estos últimos años de su vida. Cristina y yo comimos con él en su casa algo más de dos semanas antes. Luego, ya no tuvo ganas de visitas. El agotamiento y el cansancio le pedían paz. Irene siempre nos informó de su proceso de desgaste físico y cognitivo. Nunca dejaremos de admirar su fuerza, su valentía, su asunción de la adversidad. Hasta una semana antes de morir se negó a dejar de salir a pasear, cada vez menos, pero nunca sin dejar de hacerlo. En estos meses de cuidados paliativos, ha seguido siendo conversador, caminante, cocinero y, sobre todo, humano. Mi viejo profesor de filosofía fue eso ante todo: un ser humano lleno de la luz del Dios-Amor que irradió a su alrededor.
Ahora, vuelve a Nora, y que el hebreo se entrelace con la griega por toda la eternidad. Descansad. Te echaré de menos.
Jesús Romero Moñivas. Universidad Complutense de Madrid
Mi marido me avisa, de tanto en tanto. Lee esto que será de tu interés o te va a gustar o te vas a sentir cercana… Porque yo ando ocupada en esto y lo otro. Compromisos que quiero y más de los que no quiero… Con este encargo y con aquel otro. Y me he asomado a ATRIO para leer esta carta homenaje.
Sin conocerles a ninguno de ustedes, me ha conmovido y traído de mi memoria otras pérdidas y otras estimas. El valor de la amistad entre maestros y discípulos; entre profesoras y alumnas; entre los depositarios de un cierto saber y las personas que están llamadas a recogerlo y seguir trasladándolo a las generaciones siguientes, guiados por el amor al conocimiento y la voluntad de depositarlo en las manos de los que van formando esa gran cadena que despliega su humanidad, me resulta siempre como un viento de esperanza.
Seguro que sienten la tristeza de esa pérdida, pero sin duda se han quedado con lo mejor de su estimado profesor. Me ha emocionado mucho leer su remembranza.Reciban un saludo afectuoso,
Fue alguien especial que se hizo querer mucho. Un gran maestro en la vida y un revolucionario libre. Muchos vimos en Nori y en Chema un espejo en el que algún día poder mirarnos. Su recuerdo seguirá siendo un ejemplo inspirador. Seguro que ahora recuperará el tiempo con Nori y con más de un amigo con el que volver a jugar a las damas.
Bonito, entrañable y sincero escrito. También formo (en presente) parte de su red, de su tejido. Del cual estamos unidos de hilos invisibles. Al conocer la noticia tuve un doble sentimiento, de contenida tristeza y de paz. De la serena paz que transmitía. La unión de la razón y de la espiritualidad. Un abrazo Jesús, y gracias por tus palabras…
Es un testimonio conmovedor de humanidad.. Gracias, amigo Jesús Romero!!!!