El conocido teólogo Karl Rahner afirmó que “el cristiano del futuro será místico o no será cristiano” y ya estamos en el “futuro” -en referencia a sus palabras- y es válido pensar si está frase se está cumpliendo y si, precisamente por no ser místicos, más y más gente se aleja de la vivencia de la fe.
Pero vayamos por partes. Lo primero será entender que significa “ser místico”. Algunos creen que es retirarse del mundo y dedicarse exclusivamente a los ámbitos que comúnmente llamamos “sagrados”. Supondría gastar horas y horas en liturgias y oraciones, entre más solemnes y misteriosas, más valiosas, y rodearse de símbolos religiosos, espacios religiosos, cantos religiosos. Todo esto tiene valor en su justa medida, pero ninguna de esas realidades garantiza la experiencia mística. En realidad, la mística se refiere a la experiencia de Dios que tiene una persona de una manera fuerte, profunda, totalizante y que se expresa en su manera de ser y de actuar. Pero aquí es donde viene una necesaria reflexión para discernir cuándo es una experiencia mística y cuando puede ser un ritualismo externo.
La clave nos la da el Dios en quien creemos los cristianos y con el que nos relacionamos: Jesús de Nazaret. Podemos saber cómo es Dios -sin pretender decir que lo abarcamos plenamente ya que Él siempre supera nuestra comprensión humana- porque Jesús nos lo reveló con sus palabras y obras. El Dios que conocemos a través de Jesús es el de la misericordia infinita. Es el que pone al ser humano como valor fundamental frente a lo cual todo lo demás ha de ser para su bien y no para ningún tipo de opresión, exclusión o sujeción. El Dios de Jesús es el que propone la mesa común de los hermanos y hermanas reunidos en su nombre. Es el que apuesta por el diálogo y la paz renunciando a toda guerra y vencimiento por la fuerza. El Dios del reino es el que se asegura que los desfavorecidos y descartados -como dice el papa Francisco- sean los privilegiados para que no se queden por fuera en ningún sentido. El Dios revelado por Jesús es el que cree en la diversidad, en el valor de lo pequeño, en la gratuidad, en la fiesta, en el gozo por cada situación que logra transformarse para el bien. Es el que siembra a manos llenas la semilla por todos los campos y espera pacientemente hasta su cosecha. Es el que paga igual sin importar la hora de llegada y el que dice que el mayor en el reino es el que se hace servidor de todos. Estas características y muchas otras que podrían señalarse, son las que invitan a entender que la mística cristiana no tiene nada que ver con alejarse del mundo sino con meterse en él buscando encarnar esta manera de ser de Dios y la llamada que nos hace. Algunos llaman a esto, “mística de ojos abiertos” porque, en efecto, se experimenta a Dios en la historia presente y se responde a su amor en esta realidad.
Algunos grupos no parecen ser místicos de ojos abiertos, sino que proponen la mística en el sentido al que nos referimos al inicio. Aunque estos grupos cuentan con un significativo número de personas -que nos hacen preguntarnos si no será por ahí el camino-, una mirada atenta nos hace ver que muchas de sus propuestas y prácticas no están en consonancia con la experiencia del Dios de Jesús. Definitivamente, la mística no consiste en encerrarse en el intimismo, moralismo, ritualismo o tradicionalismo, aunque esas formas den seguridad. La mística consiste en atender a los “signos de los tiempos”, lugar donde el Espíritu de Dios continúa hablando, para encontrarle allí donde está revelándose y donde se puede dar esta experiencia de encuentro con Él o experiencia mística como se le ha llamado.
Desde estas aclaraciones, podríamos decir que muchos cristianos de hoy siguen en deuda con una experiencia religiosa que los vuelque hacia el mundo, que no le teman, que no lo satanicen, que no lo consideren perdición, sino que lo vean como lugar de encuentro con Dios para más amarle, más servirle, más garantizar que esta historia pueda ser historia de salvación para todos. Sigue pendiente que los cristianos acompañen las búsquedas sociales, culturales, políticas, etc., de las personas de hoy, especialmente, de los más jóvenes. Que lo hagan con humildad y sin pretensión de tener la verdad absoluta. A fin de cuentas, la experiencia de vivir es un misterio que cada día nos sorprende, invitándonos a acoger y realizar con esperanza y creatividad, la novedad del vivir, del amar.
Personalmente creo que las personas se alejan de la institución eclesial porque la ven muchos pasos atrás de la realidad del mundo -siempre con temores y resistiéndose a los cambios- y se alejan de la experiencia de fe porque no logran explicarla de manera encarnada y significativa para este presente. No será por más rezar o por más celebrar liturgias solemnes como se conseguirá que la gente vuelva a la experiencia de fe. Será por ser místicos de ojos abiertos -como tal vez lo diría hoy Rahner-, como la fe seguirá viva y fecunda en los tiempos de secularización que vivimos. Si nos atreviéramos a poner en práctica la fe histórica de la que somos depositarios, la fe encarnada que Jesús nos mostró, la fe comprometida que su praxis nos señaló, posiblemente hablaríamos menos de pérdida de fe y nos sorprenderíamos de la riqueza y fecundidad de la fe cristiana cuando es capaz de caminar al ritmo de los tiempos.
Durante el proceso de canonización de San Juan Bosco, el promotor de la fe (También conocido como Abogado del Diablo), es decir la persona encargada de buscar inconsistencias que pongan en duda la santidad del estudiado, preguntó al juez: “Con tanto trabajo (Hay quien afirma que D. Bosco murió de agotamiento. Esta acotaciónes mía) ¿Cuándo rezaba D. Bosco?”. El Papa, presente en la vista, no dejó hablar al defensor de las virtudes del santo y zanjó la discusión diciendo: “¿Cuándo no rezaba D. Bosco?”.
¿Por qué saco a colación esta anédota a modo de abuelo Cebolleta?
Porque esa es la mística en la que yo creo. D. Bosco, a lo largo de su vida, tuvo (Eso dicen) unas cuantas experiencias de la presencia de Dios y en especial de su madre, María; pero el santo, sin negarlas y sin negar que marcaran de alguna forma su vida, les quitó importancia. Las llamó “sueños”.
Y sin embargo, dedicó su vida, hasta el agotamiento, a compartir esa vida, en forma de trabajo orante, en amor a Dios a través de su amor y entrega a los jóvenes más desfavorecidos. Su mayor oración fueron su oratorio, el primer contrato laboral hacho en Italia a un joven trabajador, los millones de jóvenes necesitados en Asia, África y América Latina que por medio de la formación profesional gratuita han visto como sus oportunidades de vivir mejor aumentaban, los miles de “niños de la calle” que están atendiendo sus hijos en Colombia, Nicaragua, Honduras, el Salvador, Brasil, los miles de cristianos que en una parroquia de Peshawar está atendiendo su párroco, un antiguo vecino mío y ex compi del colegio (Creo que ahora volvió a Europa a curarse de enfermedades y heridas) que se enamoró de Dios en los pobres más amenazados hasta ofrecer su vida (4 atentados de muerte ha sufrido).
Y no pongo de ejemplo a D. Bosco y sus hijos por que pretenda exaltar sus actos no. Lo pongo porque es el que conozco. Yo mismo, desde mi miseria espiritual y sin comparación posible con ellos, me siento uno de ellos. Pero hay muchos más. Muchos más hombres y mujeres, cristianos de otros carismas y realidades, que son la única esperanza de millones de seres humanos, hombres mujeres, niños y niñas que sin ellos sólo tendrían dolor y desesperanza.
Por eso desde la comodidad de mi sillón de domingo en el primer mundo, sólo puedo darke gracias a Dios por ellos y responder a la pregunta lanzada al aire por Olga: Así. Esa es la manera de vivir el cristianismo de manera que diga algo a nuestro presente. Y que nadie se confunda con mis palabras. No hay que ser un Santo como D. Bosco o un héroe como Miguel Ángel mi admirado ex compañero (Más joven que yo) del colegio.
Esto se puede vivir en casa, en la familia, en el trabajo, con los amigos, con nuestro voto (Sea a quien sea pero en conciencia), con nuestros actos cotidianos y si Dios o la vida nos ponen delante la oportunidad de hacer algo más por sus hijos más desfavorecidos, hagámoslo con alegría… y cambiaremos el mundo.
¿Cómo no vamos a tener cosas que decirle al mundo los cristianos, si somos la única vía que Dios tiene de manifestarse al mundo?
Lo demás son sueños, que diría D. Bosco. Y los sueños sueños son, que diría Calderón.
Con la mística siempre tenemos algún problema porque solemos usar el vocablo de manera polivalente y debemos estar atentos a lo que se nos quiere decir con su uso. Se cita la ya conocida frase sobre el Cristianismo del siglo XXI que será místico o no será. Pero he aquí que se puede interpretar al menos en dos sentidos, ambos válidos en nuestro contexto cristiano. Uno sobre la vida cristiana y el otro sobre el contenido de nuestra religión.
No se trata de que nuestro cristianismo tenga algo que ver con aquellas religiones de los misterios de la antigüedad cuando sus adeptos eran introducidos discretamente en ellos. Para nosotros el misticismo radica en que Dios se ha dignado revelarnos y, a través de nosotros a través de la predicación, a toda la humanidad los designios y la obra salvífica de Dios. En el hilo de Gonzalo Haya leemos: “(Jesús) es la plenitud única, definitiva, inigualable e insuperable de la revelación de Dios”: Así, sin interrogantes, es la piedra básica de nuestra religación y en ese sentido somos místicos, siempre lo hemos sido, tras la tumba vacía del galileo. No ha sido un constructo histórico, sino un acontecimiento predicable. El movimiento carismático recalcó que la santidad es un don que se recibe y no se que adquiere con nuestro mero esfuerzo, pero ya la revelación escriturística nos lo decía. “Sed santos, como yo soy santo”, “no por nuestras obras, sino como don que se recibe (por la fe en Jesús a quien Dios levantó de entre los muertos)
El tema que plantea la apreciada amiga Olga, es un tema en el que yo reflexiono mucho para mi vida personal, (lo poco que me queda ya).
Y querría no hacer una crítica a su artículo, que está muy bien, sino solo un comentario adicional complementario, desde el punto de vista laico y moderno.
Es muy común oír llamamientos, como el suyo, a vivir en el mundo, a encarnarse en él, a ser activos en él, etc. Y sinceramente, a mí me parecen llamamientos superfluos.
Porque queramos o no queramos, vivimos en el mundo, estamos en él, y sufrimos sus embates y dificultades que nos repercuten y mucho en nuestra salud psicológica y nuestro equilibrio emocional personal.
Esas proclamas a que los demás vivamos la vida, como uno la vive, en el fondo, provienen, del que yo creo, (quizás equivocadamente), que es un error respecto a la espiritualidad, y su práctica el “misticismo”, (que es una palabra que deberíamos eliminar del vocabulario, porque está muy contaminada por un uso antiguo y tradicional-clerical, por lo que equivoca más que ayuda).
En la práctica de la espiritualidad, el objetivo, no es “la experiencia de Dios que tiene una persona de una manera fuerte, profunda, totalizante y que se expresa en su manera de ser y de actuar”.
Esas son experiencias, escasísimas, y que en la mayoría de los casos en realidad son mera experiencia de autosugestión y autoengaño, llevados por las muchas ganas de ello, como señalaban Santa Teresa y San Juan. (Thomas Merton señalaba que la vida de un monje trapense, era un pequeño semi-éxtasis y cuarenta años de aridez).
En realidad la experiencia de la espiritualidad, es cotidiana y universal, no de “escogidos” y “sublimes”, y consiste “simplemente” en conectar y escuchar los consejos de nuestro respectivo “espíritu” personal.
Entrecomillo “simplemente”, porque luego, de que la realicemos mejor o peor, también resultarán mejor o peor los resultados obtenidos.
Pero lo que está claro, es que un “espiritual”, no atenderá consejos de los demás, no por soberbia, ni por autosuficiencia, sino porque ya tiene un consejero personal, que creemos que conecta con el gran Espíritu del Universo. (Aunque debemos ser conscientes, de que el proceso puede resultar en el error. Pero al menos será nuestro error).
Hablaba el psiquiatra James Hillman, de que todos “nacemos” con un “daimon”, (espíritu), y una “bellota”, (semilla de nuestro carisma o vocación personal, que tenemos que cultivar y desarrollar),
Y que era el daimon, que está dentro, y es parte de nuestra mente-alma, el que sabía cual era nuestra vocación, y así nos lo expresaba abundantemente.
Contando con su conocimiento interno de nuestras circunstancias personales, (nuestro temperamento biológico, y nuestro carácter aprendido), y quizás mediante un algoritmo específico de que dispone, determinaba nuestra personalidad, y nuestra vocación personal.
También la idea básica de la teoría de Carl Rogers, es que “el ser humano tiene la capacidad latente, si no manifiesta, de comprenderse a sí mismo y de resolver sus problemas suficientemente para la satisfacción y la eficacia necesarias a un funcionamiento adecuado.
Y tiene también la tendencia a ejercer esta capacidad”. A la que llama: Tendencia a la actualización.
Por eso es fundamental conocerse y aceptarse. También decía: “No podemos cambiar, no podemos alejarnos de lo que somos, hasta que aceptamos lo que somos. Entonces el cambio parece llegar casi desapercibido.
En mis relaciones con las personas he encontrado que no ayuda, a largo plazo, actuar como si fuera algo que no soy”.
El que sabe lo que somos, es nuestro espíritu. Los demás cada uno tendrá su experiencia personal, que a él, a lo mejor le ha ido muy bien, pero que no garantiza que a mí me vaya a resultar.
Por eso, hay que ser “espiritual”: hay que atender a tu propio “espíritu”, y procurar hacerlo lo mejor posible, para minimizar el grado de errores en el proceso.