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Itinerario personal de un matemático anarquista y ateo hacia Dios (2)

Esta segunda entrega del relato aubiográfico de Alexander Grothendieck, a sus 59 años, contiene un texto especialmente importante que en su familia se consideraba como una joya, un regalo que su padre ofreció a su madre cuando se enamoraron, antes de nacer Alexander. Como ambos tenían pretensión de escritores, redactaron este “pasaje álgido” de un futuro libro que nunca llegaron a escribir. Alexander conoció el texto hacia los 17 años, revolviendo papeles de su padre ya muerto en Auschwitz, pero hasta en este capítulo que hoy presentamos no lo transcribe. Aunque él no lo hace, nosotros lo resaltamos en esta publicación de Atrio, pues él afirma que no es un relato suyo sino de su padre. AD.

28          Esplendor de Dios – o el pan y el aderezo

Heme aquí de nuevo al lado del “hilo” que había perdido de vista un poco al hablar de mis padres: la relación con Dios. De nuevo lo retomo en orden cronológico.

En el transcurso de estos últimos meses, tan densos por la acción de Dios en mí, a veces he pensado en cierto suceso de la vida de mi padre que tuvo lugar mucho antes de mi nacimiento, y en el que raramente había tenido ocasión de pensar. Por otra parte jamás me habló de él, ni a ningún alma viviente, salvo a mi madre en las semanas de pasión tumultuosa que siguieron a su encuentro en 1924. Es ella la que me habló de él, unos años después de la muerte de mi padre. Se trata de una experiencia que tuvo en prisión, en el octavo año de su cautiverio (hacia el año 1914).

Era al final de un año de reclusión solitaria, que le había valido un intento de evasión durante el traslado de una prisión a otra. Seguramente fue el año más duro de su vida, y hubiera destruido o quebrado o aniquilado a más de uno: soledad total, nada para leer ni escribir ni en qué ocuparse, en una celda aislada en medio de una planta desierta, separado incluso de los ruidos de los vivos, salvo el inmutable y obsesivo escenario cotidiano: tres veces al día la breve aparición del guardián llevando la pitanza, y por la tarde una aparición relámpago del director, inspeccionando en persona al “cabeza dura” de la prisión. Cada día se estiraba como un purgatorio sin final. Y tenían que pasar 365, antes de que fuera devuelto al mundo de los vivos, con libros, un lápiz… Los contó, esos días, ¡esas eternidades que debía salvar! Pero al final del 365 ésimo (apenas podía darse cuenta de que era el final de su calvario sin fin…), y aún durante los tres días siguientes, nada.

Al final del tercero, a su pregunta “El año ya ha pasado – ¿cuándo tendré libros?”, un lacónico “¡Espera!” del director. Tres días después, aún lo mismo. Jugaban con él, que estaba a su merced, pero la rebelión se incubaba, ulcerada, en el hombre acorralado. Al día siguiente, apenas pronunciada la misma respuesta lacónica “¡Espera!”, la pesada escupidera de cobre con bordes afilados casi le rompe la cabeza al imprudente torturador – que se echó a un lado justo a tiempo. Sintió el aire en la sien, antes de que el proyectil se estrellara en la otra pared del corredor, y de que cerrara con un portazo la pesada puerta…

Para mí es un milagro que mi padre no fuera colgado allí mismo. ¿Quizás algún escrúpulo de conciencia del director, que “temía a Dios” y que confusamente sentía, por la muerte que le había rozado tan de cerca, que había ido demasiado lejos? El caso es que el joven rebelde fue molido a palos (¡eso era lo de menos!), luego encarcelado con grilletes en un calabozo apestoso, en la oscuridad total, por tiempo indefinido. Un día de cada tres se abren los postigos, y el día sustituye a la sofocante noche. Sin embargo, la revuelta no está quebrada: huelga de hambre total, sin comer ni beber – a pesar del joven cuerpo que obstinadamente quiere vivir; el alma ulcerada, roída por la rebelión imposible y la humillación de la impotencia, y las carnes hinchadas que se desbordan en vidriosas roscas alrededor de las argollas de hierro en las muñecas y los tobillos. Eran los días en que tocó a fondo la miseria humana consciente de sí misma – la del cuerpo y la del alma.

Al final del sexto día de encierro, día de “postigos abiertos”, es cuando ocurrió lo inaudito – que fue el secreto más preciado y mejor guardado de su vida, durante los diez años siguientes. Fue una repentina ola de luz de una intensidad indecible, en dos movimientos sucesivos, que llenó su celda y le penetró y le llenó, como aguas profundas que mitigan y borran todo dolor, y como un fuego abrasador que arde en amor – un amor sin límites hacia todos los vivos, barrida y borrada toda distinción de “amigo” y de “enemigo”…

No recuerdo que mi madre tuviera un nombre para designar esta experiencia de otro, que ella me contaba[1] 61. Ahora yo lo llamaría una “iluminación”, estado excepcional y efímero cercano al que refieren los testimonios de ciertos textos sagrados y de numerosos místicos. Pero aquí esta experiencia se sitúa fuera de todo contexto comúnmente llamado “religioso”. Seguramente hacía más de diez años que mi padre se había desligado del dominio de una religión, para no volver jamás.

Estoy seguro, incluso sin tener datos precisos, de que este suceso debió transformar profundamente su percepción de las cosas y toda su actitud interior, al menos durante los días y semanas siguientes – días de pruebas durísimas seguramente. Pero tengo buenas razones para creer que ni entonces, ni más tarde, hizo tentativa alguna para situar lo que le advino en su visión del mundo y de sí mismo. Para él no fue el principio de un trabajo interior en profundidad y duradero, que hubiera hecho fructificar y multiplicarse el don extraordinario que le había sido hecho y confiado. Debió reservarle un compartimiento bien separado, como una joya que se guarda en un estuche cerrado, cuidándose mucho de ponerla en contacto con el resto de su vida. Sin embargo, no tengo ninguna duda de que esa gracia inaudita, que en un instante había cambiado el exceso de miseria en indecible esplendor, no estaba destinada a ser guardada así bajo llave, sino a irrigar y fecundar toda su vida posterior. Era una posibilidad extraordinaria que se le ofrecía, y que no aprovechó, un pan que no comió más que una vez con la boca llena, y que nunca más probó.

Diez años más tarde, por el modo en que se lo confió a mi madre, en la embriaguez de sus primeros amores con una mujer que iba a atarlo de pies y manos, parecía una joya insólita y muy preciada que le hubiera dado en primicia; y cuando mi madre me habló de ella, después de más de veinte años, supe que había apreciado sobremanera, y aún apreciaba, ese homenaje arrojado entonces a sus pies, acogido con solicitud y como un testimonio patente de una comunión total con el hombre adorado, y de una intimidad que ya no tiene nada que ocultar. Y yo mismo al escucharlo, un joven de diecisiete o dieciocho años, lo recibí con una emocionada atención muy parecida: vi, también yo, la joya que realzaba aún más para mí el brillo de ese padre prestigioso y héroe inigualable, a la vez que el de mi madre, la única entre todos los mortales que había sido juzgada digna de tener parte. Así, el pan dado por Dios como alimento inagotable de un alma (que tal vez crecería y alimentaría otras almas…) terminó por convertirse en un aderezo familiar, que realzaba el esplendor de un mito muy querido y alimentaba una común vanidad(15).

NOTAS

[1] 61Mi madre no me habló de la forma tan detallada en que lo relato aquí, e incluso si lo hubiera hecho, no me habría acordado de forma tan precisa. Pero dispongo de un relato manuscrito de una decena de páginas sobre este episodio, que acabo de releer. Fue escrito en 1927, entre mi padre (que no tenía un dominio perfecto del alemán, como lo tenía del ruso) y mi madre. Véase también al respecto la nota “La firma de Dios”, no 15.

Esta nota es muy importante para conocer  la importancia que para AG tuvo la vida excepcional pero inconclusa de su padre. A ese relato que, él conocía desde sus diecisiete años, hace también referencia en otra nota posterior del libro, que yo considero útil conocer y por eso transcribo para los lectores de ATRIO en esta página complementaria. La firma de Dios. En esa nota, la 15 de la segunda parte del libro, analiza, hasta con excesiva dureza, la actitud de sus padres que siendo conscientes de lo extraordinario que era esa señal que había recibido, no afrontaron el analizarlo a fondo y acabaron sus vidas derrotados junto al ideal de la Gran Revolución Mundial que fracasó con la derrota española de 1939. AG ,mantiene la esperanza de que el alma grande de su padre vuelva a tener otra oportunista de reencarnase ahora o dentro de mil años en otra vida plenamente consumada hasta la totalidad de su ser. Entretanto, con su vida, dará el sentido el hijo dará sentido a la vida de los padres. Otra creencia posible, junto a la Gloria de la teología cristina que pueden ayudar hoy lo que es necesario: Fe, Esperanza y Amor. Hasta la consumación de la propia vida en la que solo quedará el amor, el amor sin límites con que acaba el relato de la joya encerrada por sus padres.  

6 comentarios

  • M. Luisa

    Son  muy interesante  las reflexiones que aporta  Isidoro en este hilo y  no es la primera vez que así lo expreso. Lo he reconocido en varias ocasiones, pero además  no es que le lea  y me vaya enseguida a otro asunto, muchas veces sigo pensando en ello durante todo el día, dándole vueltas y preguntándome  dónde estará el punto aquel en donde nuestros pensamientos se separan.
    Un indicio lo obtuve  hace poco   al leer en un comentario suyo una referencia  al concepto de “elevación”. El cual, remitiendo a todas luces  a la esfera de lo teológico,  encontré que no tenía mucho sentido sacarlo a colación cuando últimamente es el tema de la secularidad la que guía gran parte de nuestra atención.
     
    Esto me dio mucho que pensar  y me preguntaba a ¿qué podría  deberse? Supuse que deteniéndome ahí,  tal vez encontrase  el punto aquel donde decía  nos distanciamos.  Y en efecto,  creo  que si  me extendiera en explicaciones cosa que no haré, quizá   se lograra  desenredar uno de los nudos que tan atascados nos tiene en lo que avances y logros se refiere. 

    Solamente dejaré dos pinceladas. Una:  Para  Isidoro, en el marco neurológico donde nos movemos temáticamente, al hablar de estos asuntos, lo fundamental  es ese   “arquetipo” de significación  que considera universal. Pues bien, creo que al depender   de este arquetipo  es lo que luego hace  imprescindible  echar mano de ese salto cualitativo  que supone  la “elevación”.

    Segunda pincelada:     En cambio, para mí esa añadidura se hace del todo  superflua, pues lo relevante es ese surgir, ese brotar que emerge de las propias estructuras humanas que en forma de experiencia nos conmueve e impresiona.     

    • Isidoro García

      Amiga M.Luisa, lo de la “elevación”, yo no lo remití a la esfera de lo teológico, sino por el contrario a la de lo psicológico-antropológico.

      Ya señalé que lo ví en Jonathan Haidt, “La Elevación, ¿una nueva emoción?”, de Pablo Malo, https://evolucionyneurociencias.blogspot.com/search?q=elevaci%C3%B3n, y la importancia del concepto es justo que al fin encontramos una idea que sitúa la “trascendencia” humana, (los instintos del conocer, por el bien, y por la armonía-felicidad), en el plano universal de las emociones humanas.

      La teología, (y que me disculpen los teólogos), es mal camino para llegar al conocimiento. Es como si para saber que pasó en un accidente de tráfico, hiciéramos excesivo caso a la alegación del abogado defensor del conductor.

      Son abogados de parte, que “cobran” si ganan el caso. Una labor muy comprensible y humana, pero poco de fiar.

      • M. Luisa

        Bien, Isidoro, daba por hecho, ciertamente, que el tal concepto, el de “elevación” provenía en efecto de  Jonathan Haidt, pues algo he leído de este autor, aunque no concretamente deteniéndome en  este concepto. Sin embargo, yo diría que tras haber leído, ya me corregirás,  el enlace que has insertado,  considero que el enfoque de este autor  es de carácter moralista-sustancialista. ¿Qué quiero decir con ello?
         
        Según he entendido, sus fundamentos morales,  vienen determinados por  una teoría de base representativa de aquello que es bueno, que es  bello, etc. Contrariamente,  mi modo de ver es distinto porque  que  algo sea bueno, bello o que nos haga felices emocionalmente no tendría que venir  determinado por  ninguna  teoría  sino por el sentido experiencial que le otorguemos nosotros.      Es al invertir estos dos polos,  de lo físico a lo teórico, cuando   podemos hablar  de  trascendencia. Pero esta  no puede surgir de una mera emoción. Las emociones como estados afectivos son solo momentos estructurales  de la realidad humana considerada  suficientemente capacitada. Reten este concepto de capacitación para lo que ahora diré brevemente.
         
        Si queremos involucrar la ciencia, no podemos pasar por alto un mínimo de explicación de los conceptos que vamos incorporando.  Sobre todo si, como en el caso del de “elevación”  nos damos la satisfacción  de haber logrado con él al fin una idea  de la trascendencia.
         
        ¿Pero basta únicamente con tener de ella una idea? Yo no sé de cierto la fuente en que hace basar Haidt  su  concepto de elevación,     pero sospecho que le viene  de la herencia sustancialista en donde los premocionistas consideraban que el mero acto potencial estaba  requiriendo  del concurso divino. Por tanto,   situándolo en este contexto, naturalmente  que hay que pensar en resabios teológicos. El sentido de trascendencia  nos lleva más allá de la mera idea que de ella nos podamos formar. Y por supuesto, naturalmente,  que en una emoción puede estar el  origen físico de la trascendencia; sin embargo,  toda emoción como tensión potencial necesita estar capacitada, pero capacitada  estructuralmente, y, por lo tanto,  es en la estructura misma  de la realidad humana  en donde se da este salto cualitativo. En la capacitación  queda subsumido lo potencial…
        En fin, gracias amigo, un saludo!

  • Isidoro García

    En este tema, como siempre, hay que distinguir lo fundamental de lo accesorio. Parece fácil, pero no lo es, porque siempre hay toda una serie de elementos claramente culturales y biográficos, que nos confunden los significados.

    Y para mí, lo fundamental, es que todos tendríamos unos programas neuronales, (heredados genéticamente, y por tanto universales), “señalándote el sentido y la misión de tu vida”, como dices tú, que nos marcan el camino que el Universo, (o Dios), han querido que sea por donde discurra la naturaleza del humano, en su proceso de maduración y despliegue de su naturaleza, inicialmente latente y sin acabar de madurar.

    Y lo accesorio, es el nombre con el que denominemos, esa fuerza que actúa en nuestro interior. Eso es cuestión de nominalismo. ¿Qué más da como se llame, o la naturaleza exacta de esa fuerza?

    Cuando la Telefónica quiere comunicarnos algo, hoy en día, lo puede hacer de varias maneras:

    – Un empleado puede mandarte una carta o llamarte por teléfono. O lo puede hacer un bot informático de I.A.

    – Puede hacer que desde el terminal-router que nos han colocado en casa, salga un mensaje en el televisor, con el mensaje. Y este mensaje puede venir por escrito o con un gif, o un pequeño video que se puede confundir con una comunicación humana real.

    – Y puede llamarte en persona el Sr. Pallete, Consejero delegado de la empresa, comunicándotelo personalmente.

    ¿Qué más da, cual sea el método elegido? Hoy día la tecnología existente permite, múltiples soluciones para la comunicación. Lo importante es el mensaje, y su naturaleza real, que es lo importante para nosotros.

    Es verdad que McLuhan decía que “el medio es el mensaje”, pero eso fué en un momento histórico, de gran novedad en los sistemas tecnológicos, en los que la tecnología creaba cada día nuevas “categorías” de elementos, hasta entonces no solo inexistentes, sino impensables e inimaginables.

    Hoy día en que los bots inteligentes, los asistentes personales, etc. hablan contigo como si fueran humanos de verdad, (y cada vez lo harán mucho más “humanamente”), el pensar que si un Ser superinteligente quiere comunicarte algo, lo hará en persona, me parece un poco exagerado. Pero eso es cuestión secundaria.

    Al contrario que McLuhan, hoy día, el medio, es algo secundario, y no puede quitarle protagonismo al mensaje.

    Y si nuestras cosmovisiones personales, nos dificultan mucho creer en “campos de fuerzas cósmicas”, que actúan en nosotros, y por ello, corremos el peligro de perder el mensaje, pues lo personalizamos en una figura añorada como el Gran Padre ausente, (que todo huérfano tenemos interiorizado dentro de sí), y le llamamos “Dios”. ¿Qué más da?.

    Si tenemos dentro de nuestra caja fuerte una joya valiosísima, (tesoro escondido, perla carísima, de los evangelios), ¿qué más da, cómo ha llegado allí, y quien la ha puesto allí?.

    Y además con el añadido, de que como en realidad todo son hipótesis indemostrables por ahora, todo puede ser.

     

    (Un saludo afectuoso al “resucitado” Román: nos has tenido muy abandonados).

  • Antonio Duato

    Gracias, Isidoro, por este comentario en el que tomas muy en serio lo que Grothendieck descubrió y analizó sobre experiencias especiales que vivió su padre. Además incluyes un documento con más experiencia similares, muy interesante, que no quieres copiar por respeto a los demás en el comentario pero que recomiendo leer aquí: Sensaciones oceánicas.

    En nuestro caso: el padre solo lo comunicó a su mujer, madre de Alexander, pero esa experiencia no le hizo dudar de su bien cimentado ateísmo. El hijo, a partir de su acto de fe bien consciente de noviembre de 1987 (“He aquí esa ‘locura’, de la que he tenido una revelación: el Soñador no es otro más que Dios”. Lee atentamente cuanto antes las páginas 51-53 del libro La llave…), lo consideró una comunicación especial de un Dios que habla a veces con esos signos a las personas concretas. AG nunca reprochó que su padre no lo aceptara como argumento para rechazar su ateísmo, sino que no le impulsará a emprender una búsqueda mayor del sentido de su vida.

    Que ese tipo de fenómenos pueden explicarse como fenómenos psíquicos, normales o patológicos, sin que puedan presentarse como pruebas de santidad es evidente. No hay cosa que me sulfure más que el uso de milagros en apologética, en devociones o en canonizaciones. Y se sigue haciendo. Incluso con Francisco. Es un escándalo, casi siempre una gran blasfemia por la profanación del nombre de Dios.

    No me han llamado la atención los estigmas del Padre Pío ni de Marta Rubin a quien AG cita en nota de la pg. 352 y a quien visité en vida. En noviembre de 1986 cuando AG tuvo la revelación de que Dios no era una hipótesis sino presencial real en sus sueños, y en mayo siguiente, cuando empieza a escribir “La llave…” aún no había leído a Légaut. En junio le llegaron sus libros y en las páginas 351-356 habla extensamente de cómo en él y en su propuesta de profundizar en las experiencias humanas fundantes (amor, paternidad, muerte) para llegar a la “fe en uno mismo”, encontró el camino que necesitaba. Ni en la vida de Légaut ni en la mía ha habido fogonazos, experiencias cósmicas y cosas así. Ni sueños mensajeros extraordinarios.

    Pero sí un “no se qué” que te hace razonable la fe en que Él ha estado y está presente en tu interior más consciente y libre, con ligerísimas luces y mociones, señalándote el sentido y la misión de tu vida

  • Isidoro García

    Las experiencias “numinosas”, como la del padre de A. G. yo considero que siendo excepcionales, son al tiempo bastante normales, y sobre todo si se saben entender no tiene por qué ser traumáticas.

    Un “Trauma” según Francisco Traver es una impresión sensorial, que no puede tramitarse en el momento en que se recibe, bien por su intensidad, su falta de sentido o por incapacidad cognitiva de la víctima para gestionarla”).  

    Y sigue Traver: “el trauma es un agujero en la red de significados que tejen las neuronas a través del recuerdo, de la identidad, de la personalidad y de la conducta, una discontinuidad en esa narración que llamamos vida”.

    Y ese agujero traumático en nuestra cosmovisión, genera un estrés postraumático, con mucha ansiedad, y esta genera o el aceptar una explicación delirante tranquilizadora, o a directamente la represión del recuerdo y el olvido.

    Por eso no es justo Alexander con su padre, pues este tuvo una postura normal: hacer como si no existe la experiencia y proseguir su vida “normal”.

    Pero cuando uno está equipado con una teoría de la mente, que “normaliza” esas experiencias, la experiencia no es traumática, sino que se digiere y se le saca todo el provecho cognitivo y de sabiduría.

    La Psicología transpersonal y humanista iniciada por Maslow, contempla, ese fenómeno como “normal”, y fruto de las dinámicas psicológicas y psicoides, (semi-paranormales), del inconsciente colectivo sabio de los instintos hacia la Verdad, la Belleza y la Bondad. El los llamó “experiencias cumbre”, y secularizó el concepto plenamente, desacralizándolo.

    Estas experiencias son bastante normales en personas con alto grado de maduración personal, y especialmente cuando se da una fuerte conexión con los Arquetipos sabios, (los “mutantes de Grothendieck, los centauros de Wilber, o los auto realizados de Maslow).

    El problema es que es difícil separar esas experiencias, de los procesos psicóticos patológicos. (Un proceso psicótico es todo proceso de afluencia inconsciente e incontrolable de contenidos subconscientes).

    Y por eso hay mucho “místico” que en realidad es un psicótico grave, (por ejemplo el Padre Pío –opinión personal), y muchos que se autoconsideran locos, o son considerados así por los demás, cuando “solo” han tenido un “volcado” masivo de su I. C. Sabio, en su mente consciente.

    Lo del padre de A. G. dados su fuerte aislamiento y sus precarias condiciones de vida, (prisión agravada), es relativamente normal, (por eso muchos anacoretas buscaban esas experiencias reproduciendo esas situaciones ascéticas).

    En el fondo lo que caracteriza a todos los “místicos” de libro, todos religiosos, es la forma personal como han interiorizado sus respectivas experiencias, pues aunque todos los católicos, lo hacen en el contexto tradicional, como cada uno tiene un bagaje cultural y un grado de equilibrio personal distintos, no todos lo hacen de la misma forma y así hay gente que aprenden mucho con ellas, y otros por el contrario quedan deslumbrados y atónitos.

    Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, y muchos más, cada uno lo hacen de diferente forma y “remiendan” su agujero en su cosmovisión, (red de significados), con ciertas diferencias de razonabilidad o delirio.

    Aquí se da claramente, el pasaje evangélico, de que al que tiene se le dará, y al que no tiene hasta lo poco que tiene se le quitará.