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El proceso sinodal de la comunidad de San Pablo en Roma

Roma, San Pablo fuera e los muros.

La mejor manera de entender el sentido de lo que está pasando en el cristianismo es revivir la historia de lo que “empezó en Galilea”. Y, para entender el sentido de los hoy se está viviendo en la Iglesia católica, es revivir la historia de lo que “empezó en el Vaticano II”. Algunos tenemos esa historia grabada en nuestra vida, otros la han recogido de su comunidad cristiana de base (CDB), para algunas es una historia desconocida. Una de las CDB más significativas que surgieron tras el Concilio fue la de San Pablo en Roma. Nació en los años 60 en una de las 4 Basílicas Mayores de Roma y liderada por su abad mitrado, Giovanni Franzoni (1928-2017), que había participado en las dos últimas sesiones del Concilio.  Muchos le pudimos oír hablar de su vida y su comunidad en una ponencia que después publicó ATRIO: Concilio traicionado – Concilio perdido. Y hoy ofrecemos el mismo relato contado en relación con los documentos del proceso sinodal, en este artículo que acaba de publicarse en Adista. AD.

UNA COMUNIDAD SINODAL

Antonio Guagliumi

Los documentos preparatorios del Sínodo muestran que, especialmente para nosotros, la comunidad cristiana de base de San Pablo, pero también de diversas maneras para muchas otras comunidades similares, el camino sinodal que preveían comenzó hace más de 50 años, y luego fue violentamente reprimido por la jerarquía.

El inicio del actual proceso sinodal (2021-2023) está en Vaticano II

Por ejemplo, tanto el “Documento Preparatorio” (DP) (DP) y el “Vademecum” (V) subrayan repetidamente que el punto de partida y de referencia del camino sinodal debe ser el Concilio Vaticano II (DP., pp. y 215; V. pp. y 314). También se percibe en estos escritos una voluntad generalizada de soplar sobre las cenizas de aquel famoso y casi olvidado acontecimiento para que el fuego vuelva a arder.

Más numerosos aún son los pasajes en los que se afirma que ese soplo debe ser el del Espíritu Santo, entendido como una fuerza dinámica que sopla donde quiere (DP pp. 2 y 3) y que, según el conocido pasaje de Juan (16,13), debe conducirnos “a la verdad completa”. Se trata de una evocación muy exigente: si se cree en ella, en efecto, habría que excluir la posibilidad de que haya en la historia de la Iglesia verdades, y sobre todo estructuras, adquiridas de una vez por todas (DP: pp. 2, 3, 15, 19; V. 14, 15). En la página 21 del “Vademécum” se especifica entonces que este Espíritu actúa también en la interpretación de las Escrituras: “El Espíritu enviado por Cristo no sólo confirma la continuidad del Evangelio de Jesús, sino que ilumina la profundidad siempre nueva de la Palabra de Dios e inspira las decisiones necesarias para sostener el camino de la Iglesia y dar nuevo vigor a su misión” (por tanto, primero las Escrituras y luego la estructura). También en la p. 12 de la DP se afirma que “la sinodalidad representa el camino principal para la Iglesia, llamada a renovarse bajo la acción del Espíritu y gracias a la escucha de la Palabra”, y luego: “Para caminar juntos es necesario que nos dejemos educar por el Espíritu a una mentalidad verdaderamente sinodal, entrando con franqueza (parresìa) y libertad de corazón en un proceso de conversión sin el cual no será posible llevar a cabo esa reforma continua de la que ella [la Iglesia] como institución humana y terrenal [la cursiva es mía] tiene siempre necesidad”. Esta visión de la Iglesia como institución humana y, por tanto, consignada al flujo cambiante de la historia, tomada del decreto conciliar “Unitatis redintegratio”, es sumamente importante. Un mínimo de coherencia debería, de hecho, convencer a la jerarquía de desbloquear muchas situaciones de cierre que hasta ahora han impedido el progreso de personas y comunidades enteras con el pretexto de que en determinadas situaciones la Iglesia “no tendría poder” para innovar su estructura. En cambio, estoy convencido de que la Iglesia tal como es hoy, bien descrita por ejemplo en el libro de Andrea Riccardi La Chiesa brucia (Tempi Nuovi), puede y debe ser “salida”. El Sínodo parece querer emprender este camino. Si las prometedoras palabras que encontramos en los documentos preparatorios se transforman en hechos, estaremos ante un acontecimiento que bien puede definirse no sólo como “sinodal”, sino como “sin-exodal”.

Por ello, en la página 2 del “Apéndice B” del “Vademécum”, se invita a las comunidades locales a revisar y presentar sus experiencias, con sus aspectos positivos y negativos, y con vistas al futuro.

Reflexionando sobre estas invitaciones, cada comunidad decidirá si quiere aportar su propia contribución al camino sinodal y cómo hacerlo.

La comunidad de San Pablo se inició con el Concilio

En cuanto a la Comunidad de San Pablo, me gustaría decir algo a nivel personal sobre el camino que he recorrido con ella. En primer lugar, me parece que este camino, sobre todo en sus inicios y a menudo debido a contingencias externas, está perfectamente en consonancia con el Espíritu dinámico que evocan ahora los documentos presinodales. No pretendo decir que sea mejor que otras o que deba ser imitada, sino sólo que los acontecimientos que la han acompañado presentan algunas características particulares que es interesante conocer en esta ocasión.

Como tengo que recordar, aunque sea brevemente, la trayectoria del BOD de San Pablo, diré algunas cosas que son bien conocidas por muchos, y pido paciencia a los que ya las conocen, esperando que sean nuevas para muchos otros.

Por ejemplo, muchos saben que Giovanni Franzoni, en torno al cual se fundó la Comunidad, participó como abad de San Pablo Extramuros en Roma en las dos últimas sesiones del Concilio Vaticano II.

En 1965, a su regreso de esta gran asamblea –bajo cuya égida, recordemos, se sitúa hoy el camino sinodal– Giovanni, profundamente convencido de la fecundidad de ciertas innovaciones introducidas por el Concilio, comenzó a ponerlas en práctica en su actividad pastoral. Esto fue particularmente visible en la celebración de la concurrida misa dominical de las 11 de la mañana en la basílica, durante la cual el abad compartía con sus oyentes las innovaciones del Concilio, en particular las derivadas de la nueva concepción de la Iglesia como “Pueblo de Dios” comprometido con la sociedad y de la Palabra de Dios como fundamento del camino de la Iglesia (constituciones dogmáticas Lumen Gentium, Gaudium et Spes y Dei Verbum). A partir de entonces, para concretar estas innovaciones tan esperadas por todos los que esperaban una renovación de la Iglesia, comenzó a implicar a los laicos en la preparación de la homilía dominical, los acogió en el presbiterio (gesto de gran significado simbólico), los inició de diversas maneras en un conocimiento más profundo de las Escrituras, permitió la libre expresión de las oraciones personales inmediatamente después de la homilía y se dedicó, personalmente y con todas las personas de buena voluntad que se reunían a su alrededor, a un renovado compromiso social.

Todas estas innovaciones abrieron una relación nueva y mutuamente fructífera entre el sacerdote y los fieles, de modo que a partir de ese momento ya no había una Iglesia que era sólo maestra y una Iglesia que era sólo aprendiz, sino que el maestro a su vez aprendía del aprendiz y viceversa, como el propio Giovanni reconoció varias veces. ¿Cómo puede uno predicar a los pobres si no se sumerge en su condición? ¿Cómo puede uno profundizar en el conocimiento de las Escrituras si no se “reapropia” de las herramientas necesarias?

Recuerdo de paso que la práctica de ser ayudado por los laicos en la preparación de la homilía es ahora recomendada a los párrocos por el Papa Francisco (EG pp. 145 y 154). Sin embargo, todas estas innovaciones eran inéditas en la época y, al afectar a un tejido que había permanecido demasiado tiempo inmóvil, protegiendo muchos privilegios antiguos, pronto hicieron saltar la alarma de las autoridades eclesiásticas. Entre ellos, de hecho, volvieron a surgir aquellos “agoreros” a los que el Papa Juan silenció o, al menos, frenó en parte. El “Vademécum” parece perfectamente consciente de ello cuando en la página 14 (sin numerar) dice: “Estamos llamados a ser faros de esperanza y no profetas de la fatalidad”. Esperemos que esta vez sea así.

Las reformas y compromisos sociales del Abad provocan reacción vaticana

Sería demasiado largo enumerar aquí la calidad y la cantidad de las iniciativas que el abad puso en marcha o llevó a cabo bajo su impulso, siempre con vistas a compartir el espíritu del Evangelio en el ámbito social y en favor de las personas y situaciones colectivas más comprometidas. Para ello, es necesario remitirse a las páginas de su “Autobiografía” publicada por Rubbettino. Estas iniciativas, que pronto acabaron en las portadas de los periódicos, despertaron no sólo la atención inquisitorial del Vaticano, sino también las reacciones de grupos y movimientos tradicionalistas que llamaron a Giovanni “el cura rojo” e intervinieron varias veces con violencia en la Basílica y luego en la gran sala de la Via Ostiense para perturbar la celebración. Las reacciones en defensa de Giovanni fueron débiles por parte de la jerarquía, que no compartía e incluso temía su espíritu reformista.

Queda claro, pues, a partir de estos pocos indicios, que las razones por las que el abad de San Pablo y el Vaticano entraron en conflicto nunca fueron doctrinales o disciplinarias: ninguno de nosotros cuestionó que Giovanni fuera nuestro presbítero y que debiera presidir la Eucaristía como tal. Lo que nos molestó fue que Giovanni fuera a mostrar su solidaridad con los trabajadores en huelga u ocupando fábricas para evitar su cierre; que denunciara (como hicieron algunos de los presentes en la misa durante el periodo de oración) la unión antinatural de la Iglesia con los poderes políticos y financieros (democristianos y el IOR), que invocara la libertad de conciencia en las opciones de voto de los católicos, especialmente durante los referendos sobre el divorcio y el aborto. Giovanni se negó a someterse a la lógica antievangélica que la jerarquía quería imponerle. Las autoridades vaticanas consideraron este comportamiento insoportable y peligroso, y después de varias inspecciones en el monasterio, que no encontraron nada censurable desde el punto de vista doctrinal o disciplinario, mientras que no tuvieron el valor de confesar las verdaderas razones de la hostilidad, Giovanni, como todo el mundo sabe, fue obligado a dimitir y, después de un corto tiempo, suspendido a divinis y luego reducido al estado laico.

La dimisión se hizo efectiva el 12 de julio de 1973, pero no antes de que Giovanni publicara la carta pastoral La Tierra es de Dios con la autoridad magisterial de la que aún estaba investido. Cualquiera puede comparar esto con la encíclica Laudato si’ del Papa Francisco y encontrar el mismo espíritu rector y muchas similitudes textuales. Pero hay más: si nos fijamos bien, hoy todas las innovaciones introducidas en el ámbito pastoral y en el testimonio evangélico por Giovanni están refrendadas por la doctrina social del Papa Francisco. De hecho, el nuevo frente que se ha abierto y del que se ocupa hoy el Sínodo ya no se refiere a la cuestión social, sino a la eclesiológica. Para nosotros, este problema ya surgió hace cincuenta años.

La comunidad persiste sin abad mitrado en su camino sinodal

En efecto, la Comunidad, privada de su sacerdote, se encontró en graves dificultades y en riesgo de dispersión. Aquí comenzó su andadura sinodal. Y esto no sólo nos ocurrió a nosotros: el hacha represiva del componente tradicionalista de la Iglesia, que había recuperado el mando después del Concilio, cayó sobre decenas y decenas de comunidades, grupos y asociaciones de toda Italia, en grandes ciudades o en países remotos, que intentaban mantener vivo el espíritu del Concilio: Fueron reprimidos y dispersados; los pastores fueron censurados o trasladados; el pueblo de Dios fue expulsado, incluso con el uso de la fuerza pública, de sus iglesias, como ocurrió en Isolotto en Florencia y en Lavello en Lucania. Recordemos algunos de los muchos obispos, sacerdotes, biblistas y teólogos, y profesores de las universidades católicas que fueron silenciados en Italia y en el extranjero y sus iniciativas reprimidas: el cardenal Alfrink con su teólogo Schillebeeckx y el Catecismo holandés, Hans Küng, Raimon Panikkar, el obispo Gaillot, sólo por nombrar algunos y omitiendo en aras de la brevedad muchos otros. Todo un tejido, desgarrado y desechado, que hoy sería tan útil. Sólo podemos imaginar cómo sería la Iglesia hoy si esas experiencias, en lugar de ser reprimidas, hubieran sido acogidas y fomentadas. En algunas regiones de Italia, el tejido religioso y social quizás habría cambiado. No habría tantas iglesias vacías y parroquias desoladas y procesiones en honor a los jefes de la mafia. En cambio, movimientos “obedientes” como Comunión y Liberación se vieron favorecidos o inclinados a derivas carismáticas o, en el mejor de los casos, inmersos en una preciosa labor de asistencia humana y social que, sin embargo, no molestó al “maniobrero”.

Mientras tanto, para no ahondar en el surco que la Iglesia había cavado, Giovanni no pensaba volver a “celebrar” la nueva vida. Los sacerdotes amigos presidían la Eucaristía, pero a regañadientes, porque con esta “sustitución” parecían interferir en decisiones que eran responsabilidad exclusiva de la comunidad. En las numerosas y a veces agitadas asambleas de nuestra comunidad, se presentaron y examinaron diversas opciones: la hipótesis planteada por la abadía de sustituir a Giovanni por otro sacerdote fue inmediatamente descartada, como si una comunidad fuera realmente un grupo de ovejas a las que el pastor es indiferente.

Algunos sugirieron unirse a una de las comunidades “moderadamente” conciliares que aún operan en Roma. También estaba la idea de unirse a una iglesia reformada. La mayoría, sin embargo, insistió en continuar el camino iniciado por Giovanni con nuestros propios medios: había que “reapropiarse” de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, que empezábamos a sentir como un don de Jesús para todos y todas, y no como un privilegio concedido a algunos, y compartido por ellos con los que consideraban dignos. Todos sabemos que la concelebración fue el camino elegido, con el doloroso abandono de un cierto número de hermanos que consideraron esta decisión incompatible con la permanencia en la Iglesia católica. Tampoco ayudó a superar estas preocupaciones la convicción de muchos otros, resumida en una fórmula aún válida hoy, de que nuestros esfuerzos no pretendían crear “otra Iglesia, sino una Iglesia diferente”.

Al final, del miedo a la disolución nació una nueva realidad, no perfecta por supuesto, no exenta de incertidumbres y contradicciones, pero al menos compartida por todos. Parecía que se actualizaba la exhortación de Pablo, dirigida a los tesalonicenses, pero válida para todas las iglesias, para toda la Iglesia de todos los tiempos: “No apaguen el Espíritu, no desprecien los dones de profecía, examinen todo y consideren lo que es bueno”. La casualidad ha querido que este pasaje se cite también en la página 17 de la DP, unas líneas después de otra cita en la que se sostiene que el proceso sinodal es un proceso “que no puede tener lugar sino en el seno de una comunidad jerárquicamente organizada”. Pero la comunidad de Tesalónica, por ejemplo, no estaba “organizada jerárquicamente”; nuestra comunidad de San Pablo no está “organizada jerárquicamente”.

La tensión entre estos dos polos (estructura jerárquica y responsabilidad compartida) no dejará de manifestarse y podrá bloquear todo de nuevo o abrir el camino que, aunque con la necesaria gradualidad, vaya hacia una transformación de la actual estructura jerárquica y sacerdotal de la Iglesia en una estructura igualitaria y ministerial en la línea de las comunidades paulinas. No es que queramos abolir al Papa y a los obispos, pero ciertamente es urgente una revisión profunda de sus relaciones con la base. No olvidemos que el Papa y los obispos existen si hay Iglesia, y no al revés. Sólo así podremos esperar “derrotar la plaga del clericalismo”, como ha pedido reiteradamente el Papa Francisco y ha repetido en las páginas del 13″Vademecum”.

La comunidad hoy, reavivada por la perspectiva feminista, sigue en el proceso sinodal.

En estos esfuerzos por sobrevivir, la comunidad –los hombres y mujeres– se movieron juntos. Pero aunque el micrófono era para todos, en realidad fueron principalmente hombres –sacerdotes, ex sacerdotes, laicos– los que tomaron la palabra. Si algunas mujeres hablaron, sus pensamientos se expresaron de forma “neutral”: su “diferencia” aún no había surgido y, por tanto, los hombres también hablaron en su nombre y no según su propia “parcialidad”. Fue el movimiento feminista “laico”, al que pertenecían muchas mujeres de la comunidad, el que introdujo en ésta una nueva conciencia sobre la posición de la mujer en la sociedad y, en particular, en la Iglesia. Así, gracias a las mujeres, se estableció entre nosotros una nueva sinodalidad, de la que la Iglesia actual, a pesar de algunos loables intentos del Papa Francisco, está todavía muy lejos.

Las actividades de la Comunidad son hoy un hecho cotidiano: considerablemente reducidas en cuanto al número de personas presentes en comparación con la época de su formación, pero llenas de compromiso y pasión en el ámbito social y en la defensa de los marginados, en la acogida del mundo LGBT sin reservas, conscientes de la lucha inacabada por salir de la marginalidad en la que se han visto obligados hasta ahora.

Una última observación. En este deseo de renovación, la Iglesia cuenta hoy con un poderoso aliado: la exégesis histórico-crítica, que le ofrece en bandeja de plata las motivaciones bíblicas útiles para apoyar opciones valientes, especialmente en el ámbito de la eclesiología. Si fuera coherente con el deseo, tantas veces afirmado, de ser dóciles al Espíritu dinámico que sopla donde quiere, nos permite profundizar en los contenidos de los Evangelios y nos empuja hacia la verdad completa, no debería haber obstáculos. Pero esta importante forma de interpretación ni siquiera se menciona en los documentos preparatorios, y el capítulo tercero del “Documento Preparatorio”, pomposamente titulado “La escucha de las Escrituras”, tras un comienzo prometedor acaba por ensombrecer el concepto, ya superado, de que Jesús eligió a los doce “apóstoles” (en realidad, “los doce” son otra cosa, los apóstoles son otra cosa) como prefiguración de la autoridad episcopal. A este ritmo no vamos a ninguna parte.

Sin embargo, incluso un ilustre exponente de la jerarquía católica como el cardenal Ravasi en algunos artículos de la revista Rocca del pasado junio-julio y más recientemente en su libro Biografia Gesù (Cortina editore) ilustra y comparte los criterios y contenidos de esta exégesis y elogia a su principal representante John P. Ravasi. Sin embargo, incluso un ilustre exponente de la jerarquía católica como el cardenal Ravasi en algunos artículos de la revista Rocca del pasado junio-julio y más recientemente en su libro Biografia di Gesù (Cortina editore) ilustra y comparte los criterios y contenidos de esta exégesis y elogia a su principal representante John P. Meier. Mientras leamos en el Catecismo que dentro del Pueblo de Dios los sacerdotes se distinguen de todos los demás bautizados no por la calidad de sus funciones, sino por el quad substantiam, es decir, por una esencia diferente, siempre nos preguntaremos cómo este muro que divide internamente a los católicos es compatible con la Palabra de Pablo que derriba muros entonces aparentemente inamovibles (Gal 3,28): “En Cristo ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer”.

6 comentarios

  • Santiago

    Sin ninguna duda el Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad, guía a la Iglesia y la guiará con certeza hasta la consumación de los siglos….porque TODAS las promesas de Cristo se han cumplido y ésta también será así aunque pensemos erróneamente que de la Iglesia Católica no quedará vestigio alguno…Así pensarían muchos de los discípulos de Cristo que vieron el aparente fracaso de Cristo muerto en la Cruz..Todavía no podían creer en el triunfo PERMANENTE de la Resurrección…

    Sin embargo, tenemos que “discernir” la actuación del ES sin separarlo de la Iglesia a través de la cual EL ESPÍRITU se manifiesta..puesto que NO toda inspiración, oración, deseo y acción proviene del Espíritu Santo..

    Existía ya el ES antes de Cristo y “hablaba” por medio de la luz profética..Pero Cristo prometió a los Once antes de morir que enviaría el Paráclito a ellos primero, para “que esté con vosotros perpetuamente el Espíritu de la Verdad que el mundo no puede recibir porque no le ve ni conoce; vosotros le conocéis pues a vuestro lado permanece y en vosotros está” (Juan 14:15-17) 

    Es por eso que el ES obra EN y por medio de la Iglesia y si nos inspira ES para estar con la Iglesia Apostólica y dirigirnos a la Verdad que la Iglesia de Cristo conserva y “nos transmite” “desde el principio” siguiendo el magisterio de Cristo y las verdades que Jesús predicó y Su Iglesia ha preservado a través de los siglos.

    El Concilio Vaticano II nos dice  de la misión del ES y que “el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre (Jn 14:16)…comenzó la difusión del Evangelio por la predicación…Fue en Pentecostés cuando empezaron “los hechos de los apóstoles.. El ES “unifica en la comunión y en el ministerio y provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos” a toda la Iglesia..vivificando..las instituciones eclesiásticas e infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo”…El Señor Jesús ya desde el principio llamô a Si a los que El quiso y designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar (Mc 3,13 y Mt 10, 1-42) (Concilio Vaticano II, Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, Números 4 y 5)

    Un saludo cordial

    Santiago Hernández

     

  • Gonzalo Haya

    De este documento tan extenso, quiero destacar este párrafo que cambia radicalmente nuestra visión de la Iglesia: “Más numerosos aún son los pasajes en los que se afirma que ese soplo debe ser el del Espíritu Santo, entendido como una fuerza dinámica que sopla donde quiere (DP pp. 2 y 3) y que, según el conocido pasaje de Juan (16,13), debe conducirnos “a la verdad completa”. Se trata de una evocación muy exigente: si se cree en ella, en efecto, habría que excluir la posibilidad de que haya en la historia de la Iglesia verdades, y sobre todo estructuras, adquiridas de una vez por todas (DP: pp. 2, 3, 15, 19; V. 14, 15). En la página 21 del “Vademécum” se especifica entonces que este Espíritu actúa también en la interpretación de las Escrituras: “El Espíritu enviado por Cristo no sólo confirma la continuidad del Evangelio de Jesús, sino que ilumina la profundidad siempre nueva de la Palabra de Dios e inspira las decisiones necesarias para sostener el camino de la Iglesia y dar nuevo vigor a su misión” (por tanto, primero las Escrituras y luego la estructura)”.

    • Román Díaz Ayala

      Creo que acabas  de proponer una pieza clave para que avancemos en una dirección  correcta en el camino del diálogo  intraeclesial.

      Yo estoy trabajando con ahínco en el papel del Espíritu  Santo y la base escrituristica que explican lo narrado en Hechos.

      • Gonzalo Haya

        Quizás pueda interesarte mi tesis de doctorado sobre “El espíritu Santo en los Hechos de los apóstoles” de hace ya unos cincuenta años, pero editada en el 2011 por el Secretariado Trinitario, colección koinonia nº 47, con el título Impulsados por el Espíritu.

  • ana rodrigo

    Todo lo que narra este capítulo me suena muy familiar a mí y, supongo, que a much@s. Yo llevo casi cuarenta años en comunidades de base, como relaté ayer, fuimos evolucionando en cambios estructurales en cuestión de clericalismo, de participación comunitaria, de conocimiento de la nueva exégesis, de compromiso social, etc. Y, como dije, todo ello al margen de la Iglesia-Institución.
     
    El Vaticano II supuso una gran esperanza y bastante entusiasmo de cambio, pero sólo se cambiaron cuestiones de forma en los ritos y poca cosa más. Cuando se quiso profundizar, los primeros en impedirlo fueron los propios Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, que se olvidaron del Concilio. ¿Qué le pasó a Juan Pablo I?. Hasta se publicó un Catecismo justificando la pena de muerte (después lo quitaron)
     
    Por otro lado, veo que esos, entonces importantes cambios, se tuvieron que practicar al margen de la Institución, pero hoy están sobrepasados. El pueblo creyente de hoy cuestiona aspectos de la teología y los dogmas. El Concilio Vaticano II les queda muy lejos. 60 años para Iglesia no es nada, para la sociedad son siglos. Creo que la Iglesia, como siempre, llega tarde a los cambios.
     
    Mientras la sociedad ha abandonado la religión en general y el catolicismo en particular, y eso es irreversible. Sálvese lo que se pueda.

  • mª pilar

    Ahí estuve…junto a mi comunidad…en una parroquia joven, con un cura que vestía de calle y algunas religiosas muy especiales, que venían de tierras de misión. Fue una época muy gozosa, y en nuestro caso muy comprometida; era una parroquia humilde, rodeada de trabajadores y personas sencillas que iban abandonando sus pueblos, para encontrar una vida “mejor”. No fue una tarea sencilla, pero si llena de Vida.

    Muchas de las actuaciones que se citan en este art. era lo que llevábamos a cabo, y la mujer, era el centro de los proyectos, eso si, más que “aclamar” llevábamos la primera fila de trabajo, como acompañamiento, visitas a matrimonios, compartir espacios, impulsar cualquier proyecto que entre tod@s presentábamos.

    Fue una época muy rica, pero si, alejad@s de las autoridades religiosas que nada de aquello lo asumían. Al menos, nos dejaron trabajar que no es poco en aquellos años.

    Sigo pensando que el “lenguaje” que usa la iglesia en general…está muy alejado…de la Palabra que Jesús proclamó.

    No tiene fácil arreglo con tanto príncipe, obispo, reliji@, que vive en la mayor gloria…del pasado nefasto…de esta iglesia “poder”.

    No confío mucho en que desde ahí, se encuentre el camino ha seguir:

    ¡Hay tanto que cambiar, tanto a lo que renunciar!

    Les deseo todo lo mejor, pero no veo que se pueda romper con todo aquello, que nos ha tenido “presos” de pensar, decidir,  y vivir, de manera más acorde con lo que Jesús dejó en nuestras manos.