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La oración y el problema de Dios, y 6

Se concluye con esta entrada la propuesta de discusión sobre este texto de Hans Küng, de 1991. La verdad es que cuando yo lo leí, recién muerto Hans tras un largo silencio y sin abandonar a la Iglesia católica que lo había descalificado como teólogo, yo intuí que esa práctica de la oración muy libre y personal que describe en este último capítulo, le debió acompañar en sus últimos años y que estas páginas eran como un testamento. Dejo todo a la opinión de cada cual. Alguien pensará que tanto Schillebeek como Küng son teólogos que indigestan. Pero para otros tal vez expresan lo que por nosotros mismos pensamos. AD. 

Hans Küng: La oración y el problema de Dios.

Editorial San Pablo, 2019, [Original en Morcelliana, 1991,2018], 96 pp. 9,95 €.

6. ¿Por qué orar?

No, como un hombre ilustrado del siglo XX no necesito avergonzarme de orar. Por supuesto, rechazo la oración egoísta, que me pone en primer lugar a mí mismo y mis deseos, mis necesidades y mis solicitudes, e identifica mi causa con la causa de Dios. Ni siquiera tengo pensamientos ingenuos sobre una «intervención» sobrenatural de Dios en el mundo. Sin embargo, Dios está por encima o junto al mundo y a mí mismo. Él no rompe milagrosamente las leyes de la naturaleza desde fuera porque yo se lo pida, Él no juega a los dados fuera de sus propias reglas.

Dios está en el mundo y el mundo está en Él[1]. Como fundamento, apoyo y fin originario que hace que todo sea posible, domina y rodea, trabaja desde dentro: y precisamente no como un tapagujeros frente a las indeterminaciones y la accidentalidad, sino como la libertad absoluta en todo y a través de todo. Y así como la libertad absoluta, Él es cualquier cosa menos mi propia competencia, que con su poder y sabiduría debería imponerme a mi costa. En virtud de mi libertad relativa, Él no pierde nada de su libertad absoluta, no se limita, sino que solo gana, se confirma. De hecho, Él es el que hace posible y continuamente libera mi libertad. En este sentido creo, con los hombres de la Biblia, en un creador, en un guía, en un perfeccionador del mundo y en un partner del hombre que apoya, domina y rodea todo evento mundano y humano.

Y si acepto todo esto con confianza y con fe, ¿ni siquiera puedo expresar esta fe? De cualquier modo lo máximo para el hombre es que él pueda hablar, ser un ser lingüístico. Y si propiamente en virtud del lenguaje soy un hombre, ¿no negaría que soy un hombre si no expresara también mi fe? Ahora mi oración no es más que fe aplicada, es una «fe que habla»[2]. No puedo permanecer en silencio, debo dar una respuesta (Ant-Wort) a la Palabra (Wort) que, en cuanto cristiano encuentro en la vanguardia de la predicación cristiana, pero no solo en eso.

Podría expresar y reconocer lo que para mí en mi fe es simplemente realidad: que este Dios es el fundamento, el apoyo y el fin originario de mí mismo y del mundo, el creador, el guía y el perfeccionador de mí mismo y del mundo, que este mismo Dios viene a mi encuentro en Jesús como el padre del hijo pródigo, me capacita, en un compromiso sin tregua a favor del prójimo, a vivir, actuar e incluso morir de una manera verdaderamente humana.

Todo esto es obviamente una realidad cotidiana. Consiguientemente, estoy, vivo y trabajo continuamente «en la presencia de Dios», puedo vivir y organizar mi vida a la luz de esta fe confiada. En este sentido, continuamente se implementa un comportamiento creyente, «orante »: un «rezar siempre»[3] como un acto vital. Sin embargo, para mí esto no excluye los actos particulares de oración, sino que los involucra.

De hecho, como el amor necesita afirmaciones de amor si quiere seguir vivo, así también la fe necesita de testimonios de fe si no quiere perecer. Ya cuando le digo a Dios simplemente «creo en ti», entonces oro. Al igual que el amor, ni siquiera la fe parlante quiere simplemente satisfacer sus propias necesidades, imponer sus propios deseos, manipular a Dios o incluso forzarlo de una forma mágica. Si esto se expresa así, la fe más bien quiere hacerse sentir en el acto en el que reconoce, acepta, dice Amén, se abandona. Naturalmente, aquí no pienso solo en Dios, sino que pienso en mí mismo y en todo lo que me conmueve.

Muchas cosas no se piensan de nuevo con agrado. Pero muchas otras ni siquiera se pueden pensar, sin agradecer. Pensar y agradecer (Denken und Danken) son en su origen la misma palabra. ¿Por qué cosa, con respecto al pasado, tengo razones para agradecer? ¿Ni siquiera por tantas cosas obvias, que para muchas personas no son tan obvias, como la salud, el comer y el beber, los vestidos, las vacaciones, la música, los amigos? Pero también, ante la sombría situación en el mundo, por toda la evolución en el mejoramiento de la sociedad humana, por todos los avances de la ciencia y de la tecnología, por los progresos sociales, por la mejora de las relaciones internacionales …

Pero, naturalmente, también por las cosas más personales, de las que hablo solamente para mí, y finalmente están los pequeños milagros: los amigos que nunca hacen nada malo; la reconciliación después de un conflicto serio; una amistad que se ha conservado; una ayuda, allí donde parecía imposible; una salida frente a una situación desesperada.

¿Y a quién debo dar las gracias? Por supuesto, a todos aquellos a quienes debo tantas cosas y a quienes también puedo expresar mi gratitud. Después de todo, es algo profundamente humano poder ser agradecidos.

A veces solamente se trata de un acontecimiento en el que realmente todo salió bien: en la circulación, en la profesión, en el deporte … Pero en el momento no siempre se puede agradecer el hecho, pues no puedo dirigirme a Él. Como creyente, me gustaría agradecer a quienes están detrás del hecho y también detrás de todas y cada una de las necesidades, a todos los que están trabajando en cada una de las cosas. Y si ya lo agradezco y expreso mi gratitud a todos aquellos a quienes debo tantas cosas, ¿no es igualmente humano agradecer también a quien se lo debo todo, incluso a mí mismo?

¿No tendría todas las razones para agradecerle, incluso cuando vivo una decepción tras otra, cuando del prójimo solo reconozco la ingratitud y descubro que la ingratitud es la recompensa del mundo: porque desde la fe sé que Él me apoya incluso en medio de todas las desilusiones y ante toda forma de ingratitud? Y sé –naturalmente mirando a Jesús y su destino– que Él nunca me gritará, no me abandonará ni en el sufrir ni en la culpa, ni en la vida ni en la muerte.

Y si elogio ya a los hombres que me rodean, sus grandes hazañas y sus pequeños éxitos, si elogio también las cosas y su valor, ¿cómo no podría elogiar a quien reconozco como el principio y el origen de todo, del micro y del macrocosmos, del universo y del átomo?; ¿cómo no celebrar a aquel cuyo pensamiento investiga la ciencia y en cuyas leyes confía la técnica, cuya guía puedo reconocer en los vericuetos y en las adversidades de mi propia vida?; ¿cómo no podría adorar al que solo es el Señor y el Santo?

Y si le pido alguna cosa a mi prójimo, ayuda o apoyo, cumplimiento de mis deseos o alivio, comprensión o confianza, porque debo confesar que estoy desesperado o débil, necesitado y oprimido, incomprendido e indigno de fe si consiguientemente ante mi prójimo confieso mis deseos y preocupaciones, ¿por qué no debería poder pedir algo para mí mismo y para los demás a quien conoce nuestros deseos y nuestras preocupaciones, incluso antes de que se los expongamos, a quien desde hace tiempo sabe lo que necesitamos y a quien nos ha prometido su ayuda mucho antes de que se la pidamos?

Ahora el hombre es un ser imperfecto. ¿Por qué debería esconder, callar, remover todo esto ante Dios? ¿Por qué mi oración de petición no puede ser realmente la expresión incondicional de esta fa de mi propia indigencia, de la de mi prójimo, de la de la sociedad en general? ¿Por qué la oración de petición no puede ser una dolorosa articulación de esta indigencia, de esta ruptura entre lo que soy y lo que podría ser? No para transfigurarla ni para oprimir a los hombres, sino para eliminar el impulso crítico-emancipatorio que me permita trabajar para eliminar las deficiencias del ser humano. ¿Por qué la oración de petición no puede ser una expresión de la miseria humana y al mismo tiempo una protesta contra ella, sin por eso bloquear mi actuar? Al contrario, su libertad libera mi libertad.

Quien, caminando rectamente, sin hipocresías, ha presentado su propia oración de petición a Dios, que ciertamente es un Dios de la liberación y el Padre de los hijos pródigos, quizás también ha experimentado que de la oración se sale de un modo distinto del que se entra; que sus deseos y sus preocupaciones tal vez son transformados; que ellos adquieren una importancia y un valor nuevo, que los puede hacer más libres y, al mismo tiempo, más decididos en sus encuentros. Aquí no es importante que Dios satisfaga en la oración. Aquellos que simplemente especulan sobre esto han bajado a Dios al nivel de un santo protector. Es importante que Dios escuche mi oración de petición, es decir, que pueda confiar en que no hablo por nada, que no me dirijo al vacío. Entonces, lo que son las «satisfacciones», solo puede saberlo la fe, la cual no puede contar aquí con un conocimiento seguro, sino que en la interpretación de mi realidad solo puede atreverse a hacer pruebas de comprensión a tientas.

Sin embargo, a menudo, las respuestas se presentan de una manera totalmente diferente a como las esperábamos. No debemos querer transformar a Dios de acuerdo con nuestros deseos. Que se haga su voluntad, esta debe ser la gran petición, que abrace todas nuestras pequeñas peticiones relativizándolas. De hecho, su voluntad es el bien, el verdadero bien de los hombres: es bueno lo que Dios quiere.

Y si ya pido perdón a los hombres, a los que he fallado tanto en el ámbito privado como en el social, haciéndome tan culpable, ¿cómo no debería pedirle perdón a aquel de cuya bondad y sabiduría vivo, del que tan a menudo no soy digno, y que sin embargo puede perdonar incluso cuando nadie perdona, siendo un tribunal supremo al que el condenado siempre puede apelar: al tribunal de la gracia?

Algunas personas, cuando oran, ni siquiera se dan cuenta de que están orando, incluso cuando acusan a Dios. Esto también es humano. Si el hombre –tal como atestigua Job y muchos otros en la Biblia– puede acusar, entonces también puede quejarse. Puede decirle todo a Dios, incluso manifestar su protesta, su ira, todas sus preocupaciones, su desesperación, su inminente incredulidad: cuando las cosas no van bien en el mundo, en la Iglesia y en la propia vida; cuando todo parece tan injusto, odioso, absurdo; cuando las falsedades pierden y cuando ganan.

Ciertamente, con su Dios, el hombre debe protestar orando, pero no para usar, pleno de sí mismo, la oración como un arma, enmascarada por la devoción, contra el prójimo («los pecadores»). También debe orar a Dios por su prójimo, jamás con arrogancia contra los demás. No hay nada más farisaico que lo que puede llegar a escribir o proclamar un clérigo santurrón, o también muy a menudo un laico: «Pero rezaré por ti».

Sí, con Dios se puede hablar, de manera autocrítica, franca y modesta, con todas las tonalidades y en todos los estados de ánimo, contentos y descontentos, riendo y llorando, exultantes y aburridos, con serenidad y con impaciencia. No hay necesidad de un lenguaje elevado, de un estilo sublime, de expresiones sagradas, de formalidades ni de cortesías. Ninguna labra es demasiado simple y ninguna proposición es demasiado torpe para ser pronunciada, si yo me dirijo personalmente con ella. Incluso en la oración comunitaria las cosas no deben ser diferentes, no hay necesidad de un lenguaje especial. Únicamente no tengo necesidad de exponerme a la vista de todos, sino tener respeto por los demás.

En el servicio religioso, no se debe evitar solamente el lenguaje sagrado rígido y altisonante, sino también la jerga de la calle, los remilgos intelectuales y la altanería modernista. Aquí el lenguaje debe ser sobrio y al mismo tiempo conmovedor, capaz de expresar la experiencia de la comunidad orante en la presencia de Dios. Esto puede suceder, según el momento, el lugar y la situación, sobre la base de un adecuado formulario preestablecido o bien mediante la oración espontánea. Ambas fo pueden ser útiles.

Millones de personas dicen el Padrenuestro, y cada uno puede poner en él la intención más apropiada. El Kyrie, el Gloria, el Sanctus de la misa romana posibilitan estados de ánimo comunes y pueden alcanzar una actualidad y resonancia, que faltan en ciertos textos espontáneos. Una persona concreta, en algunos momentos, puede ser feliz utilizando algunas oraciones ya formuladas; del mismo modo, en otros momentos, la comunidad puede servirse de las oraciones espontáneas. En todo caso, en el servicio religioso de la comunidad no debe prohibirse la oración espontánea, libre, y esto está completamente de acuerdo con el sentido de lo escrito por Pablo, cuando a la comunidad griega de Tesalónica escribía:

«No apaguéis el Espíritu. No despreciéis las profecías. Examinadlo todo, y quedaos con lo bueno»[4].

Las oraciones espontáneas y las tradicionales pueden, por lo tanto, beneficiarse mutuamente, y en un buen servicio religioso, sin duda ambas tendrán una adecuada interrelación.

En todas las tonalidades, pero también en todas las actitudes, se puede hablar con Dios:

  • En todas las actitudes corporales: no solo estando de pie (como hacían los protestantes en un tiempo), ni solo estando de rodillas (como hacían los católicos), sino también estando sentados (durante un tiempo esta actitud de oración típicamente asiática estaba prohibida para los cristianos), y, finalmente incluso acostados (una actitud permitida hasta en los Ejercicios Espirituales del severo Ignacio de Loyola).
  • En todas las actitudes espirituales: a menudo un agradecimiento, una alabanza, una petición explícita o una libre, una invocación espontánea de agradecimiento o de perdón; también simplemente estando en silencio en la presencia de Dios, como habitualmente hacen muchas personas que, solas, se sientan silenciosas en la iglesia buscando distensión y paz, poniéndose delante de Dios, que hace posible volver a la propia intimidad y abrir la dimensión de lo profundo; pero a veces también solamente basta el silencioso perseverar de una persona cansada, agotada, oprimida, que ya no encuentra más palabras.

En todas las tonalidades, en todas las actitudes, pero también en todos los momentos del día se puede hablar con Dios. En cada momento del día: una palabra de petición antes de una entrevista delicada, de un trabajo difícil, de un viaje peligroso; una palabra de agradecimiento por un resultado particular, por un regalo inesperado, una reconciliación lograda, una operación superada; una petición de perdón, en cualquier momento …

Sin embargo, la oración no debe limitarse a las situaciones extraordinarias, en las cuales uno puede dirigirse rápidamente a Dios. Por esta razón son importantes –como ya hemos visto con respecto a la oración de Jesús– ciertos momentos fijos de oración. Aquellos que no oran en determinados momentos, normalmente no suelen orar ni siquiera en los indeterminados: ya los Padres de la Iglesia compartieron esta visión más bien pedagógica-psicológica.

Al menos una vez al día debería ser posible hacer una breve pausa, tener un breve pensamiento. Actualmente, para la mayoría de las personas, ciertamente es muy difícil encontrar el tiempo necesario para hacer una oración en medio de los mañaneros ajetreos cotidianos (radio, periódico, tareas domésticas); lo mismo sucede en las últimas horas de la tarde, cuando ya estamos un poco cansados y nos hacemos un poco perezosos, con la televisión a todo volumen.

Ciertamente sería bueno, por la mañana, agradecer por la tranquilidad de la noche, presentar las actividades del día, pedir una bendición para uno mismo y para los seres queridos. Algunos programas religiosos de la radio matinal podrían –en unos pocos minutos– presentar o conducir a un habitual minuto de silencio y de oración. También sería ciertamente bueno, por la noche, agradecer el día transcurrido, hacer una breve evaluación de lo que se ha hecho u omitido, orar por todas las personas, por las que más apreciamos y por las que nos resultan menos gratas, por las necesidades del mundo y, fi una oración para pasar una buena noche.

Pero insisto una vez más: las dificultades son reales y, a menudo, no falta la buena voluntad. Por lo tanto, deberíamos tomar un poco más en serio una antigua costumbre, practicada por el mismo Jesús, es decir, la oración en la mesa, que permite una breve pausa, un breve pensamiento: no para pedir la comida, que ya está sobre la mesa, ni siquiera para un simple agradecimiento formal por la comida y las bebidas, sino –pensemos en aquellos que están solos o en los que no pueden comer en una mesa predispuesta– para dar gracias con palabras propias por el nuevo día, por la mañana, por lo que por la noche queda atrás y consiguientemente invocar, dependiendo de las situaciones, la bendición para el cumplimiento de las tareas concretas que tenemos encomendadas o para ciertas personas que conocemos.

Lo principal, sin embargo, en todos los casos, es que la oración provenga del corazón y no sea simplemente el resultado de las costumbres adquiridas. La inteligencia, la voluntad y los sentimientos, la experiencia y la reflexión, lo externo y lo interno, lo individual y lo comunitario: todas las dimensiones humanas pueden estar implicadas. Alexander Solzhenitsyn, quien ya en su madurez llegó a la fe en Dios y la oración, en su novela Agosto 1914 habló tanto de la oración de costumbres o hábitos como de la oración concentrada y apasionada, que transforma y da fuerza:

«Samsonov nunca había imaginado que cosas tan serias pudieran pasar todas de una vez, como sucedía ahora. Al igual que el aceite de girasol, oscurecido por la agitación de la botella, debe asentarse si quiere volverse transparente, el fondo se queda abajo y las burbujas vacías arriba. De este modo, todas estas cosas empujaron el alma de Samsonov a purificarse. Él necesitaba, y lo sabía, de la oración. La oración cotidiana, por la mañana o por la tarde, susurrada por costumbre y deprisa, en medio de pensamientos que circundan las tareas cotidianas, es como el lavarse la ropa y con el hueco de la mano: uno se limpia sin darse cuenta. Pero una oración concentrada y apasionada es como la sed, que uno absolutamente necesita y que no puede ser reemplazada por nada. Tal oración, recordó Samsonov, transforma y da fuerza»[5].

La oración puede, consiguientemente, transformar al hombre, pero el hombre también debe transformarse en su oración. La oración es algo vivo, que puede crecer, madurar, perfeccionarse. Cuando un adulto continúa orando como un niño, da la impresión de ser menor de edad durante toda la vida. La oración también debe volverse adulta, ella debe ser el espejo, la expresión de toda la personalidad. De acuerdo a cómo se reza, se comprende cómo es el hombre.

 

NOTAS

[1] H. KUNG, ¿Existe Dios?, Trotta, Madrid 2010, G II, 2: ¿Intervención de Dios? Al respecto cf G. GRES-HAKE, Theologische Grundlagen des Bittgebets, en Theologische Quartalschrift ,57 (1977) 27-40 (especialmente I Bittgebet und Gottesfrage) y G. LUHFINK, Das Bittgebet und die Bibel, en Theologische Quartalschrift ,57 (1977) ,7-22.

[2] Cf O. H. PESCH, Sprechender Glaube. Entwurf einer Theologie das Gebetes, Maguncia 1970.

[3] 1Tes 5, 17s.; Ef 5,20.

[4] 1 Tes 5, 19-21,.

[5] A. SOLZHENITSYN, Agosto 1914, Barral Editores, Barcelona 1971.

 

4 comentarios

  • Antonio Duato

    Juan José Tamayo, en dos recientes artículos de Religión DigtalHans Küng (I): Teólogo en la frontera con lealtad crítica y Hans Küng (II): Interrogantes en torno a Jesús de Nazaret, Dios y la vida eterna y proyecto de ética mundial – presenta la trascendencia y la actualidad de toda la obra teológica y ética de Han Küng para la actual sociedad global. En esa amplitud de su obra en favor de la justicia y paz en la actual sociedad humana globalizada hay que entender esta posición suya sobre la oración y la fe en Dios que hemos podido leer en estas seis entradas. No es un simple fervorín de padre espiritual.

  • Isabel

    Yo te agradezco mucho, Antonio, estas entradas sobre la oración. Soy una de las que se identifica con la forma de pensar y sentir la fe de Küng, él me sirve de guía y apoyo en los vaivenes que se experimentan y ante otras formas de pensamiento. Así como también la autoridad de que está investido es de gran valor para poder confiar en su saber sobre qué es eso del cristianismo.

  • Carmen

    Es un texto precioso.

    Fíjate , Antonio, que a este señor le quitaron la denominación de Origen Católico. Y no se la devolvieron.

    Es abracadabrante.

    La iglesia católica es lo que es, tiene sus reglas. Y si no las aceptas, sencillamente no eres católico. No cabe reforma posible. Lo único que cabe es fundar una nueva, lo que se viene llamando cisma. Y esa nueva iglesia, en caso de que se formase, también tendría las suyas. Y más de lo mismo.

    Es todo tan descorazonador…cuanto más leo y algo aprendo, más me convenzo de que el futuro pasará por el fin de las religiones para muchas personas. Para otras no, claro.

    Solamente sé que no puedo rezar. Y eso no es únicamente responsabilidad mía. Me han arrebatado a mi propio Dios. Por esa cerrazón mental que tienen los responsables de todo esto de la pureza de la fe o como se llame. Ratzinger puede estar tranquilo, ganó la partida. Pero el gran Papa Francisco también dejó a este señor, cristiano y católico hasta la médula, lo dejó morir sin reconocerle su autoridad para enseñar en nombre de la iglesia católica. A ver cómo se entiende eso.

    En fin

     

    • Carmen

      Porque claro, si le devuelves su categoría de teølogo católico, automáticamente el contenido de sus libros estarían dentro de la ortodoxia católica. Y no estaban dispuestos ninguno de los dos papas.
      Quién espere una reforma por parte del grupo de poder de los jesuitas, es que no conoce la historia de esta compañía. O esta orden, o lo que sea. No digo que no haya personas dentro de ella que no la deseen, que no hayan luchando y sigan luchando por reformar todo. No digo eso. Digo que los de arriba, arriba de este grupo, jamás lo permitirán. Aunque después de que hayan muerto lo suban a los altares. Eso es sencillamente marketing.

      Seguramente no tengo razón, pero es lo que pienso.