No temo repetirme en el recordar a Andrés Ortiz-Osés, con quien tuve la suerte de conectar, a través de ATRIO, los dos últimos años de su vida, tan sufridos y bien exprimidos. Luis Garagalza colaboró con él muchos años y siguió más de cerca su último combate. Su testimonio, publicado hoy en Religión Digital, lo reproducimos en ATRIO como un póstumo envío del mismo Andrés. AD.
Ya no volveremos a encontrarnos entre las páginas de El Correo con la peculiar escritura de Andrés Ortiz-Osés. Es una pena. Una enfermedad despiadada ha entorpecido los últimos años de su vida, pero no ha conseguido doblegar su pasión por la escritura, una pasión como la que siente por el agua su tierra natal aragonesa, en Tardienta, en medio de los Monegros.
Aforismos, poemas y artículos breves han seguido fluyendo entre sus dedos a pesar de la quimioterapia, que aunque abrasaba sus entrañas, no quitaba ni un ápice de agudeza a su ingenio lingüístico, siempre atento para perseguir y articular las vicisitudes del sentido que trascurren por los laberintos del sinsentido de la existencia.
Y es que el sentido ha sido un tema recurrente a lo largo de toda su obra: el hilo conductor de su filosofía, de su aforística y también de su poética. Con ese hilo, Andrés pretende coser el desgarrón entre los opuestos que caracteriza a nuestra cultura occidental. Se trata de un desgarrón que separa el cielo luminoso de las ideas y la tierra oscura (donde prolifera la existencia junto al abismo del absurdo y el sinsentido); el espíritu y el cuerpo; la forma y la materia; lo uno y lo múltiple; la razón y la emoción; la vida y la muerte. Nuestra cultura se ha aliado, clásicamente, solo con la razón más pura, formal y abstracta y, al no ser capaz, con su rigor, de pensar el desorden propio de la vida, su sinsentido, hace como si no existiera o como si pudiera imponerse sobre él, controlarlo.
El sentido necesita del suelo de la existencia, de la vida, para poder irse dando en el juego de la interpretación como un acontecimiento que no excluye el sinsentido, sino que pretende asumirlo, re-conocerlo y articularlo, mejor o peor, según los casos. Pues, como nos recuerda Andrés “el loco que reconoce su locura está cuerdo”, mientras que el cuerdo que no reconoce su (parte de) locura estaría loco.
En la filosofia ortiz-osesiana el símbolo del sentido es el corazón, que a su vez es símbolo del alma: ese corazón que late entre los opuestos, entre el arriba (de la razón y el espíritu) y el abajo (del cuerpo). Por eso, su hermenéutica es una filosofía con alma, que, al entrelazar o coimplicar los opuestos, abre la realidad (literal, histórica, física) a un horizonte simbólico. Podríamos decir, con ayuda de García Lorca, que es una filosofía que tiene duende, ya que se inspira poéticamente en la proximidad entre el amor y la muerte.
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