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Mambrú volvió a la guerra

 Carlos Díaz es un filósofo y escritor incasillable en la historia del pensamiento español durante los últimos cincuenta años. Una vez más recomiendo sus Memorias de un escritor transfronterizo, escritas con una rara sinceridad que lleva hasta el extremo. Sigue publicando libros y artículos sin parar. Hoy le publicamos el último texto enviado a Atrio que nos hará pensar y sonreír también. AD.

      Después de mi último artículo, y ya pasada mi cuarentena como columnista, aquí está Mambrú de nuevo como quintacolumnista. Ha obedecido las admoniciones de quienes le instaban a esconderse en la trinchera, pero regresa al campo de batalla de papel, porque ya no sirve para el frente de Aragón, primera línea de fuego. Agradecido a unos pocos amigos que le impelían para volver por los fueros de las barricadas sin esconderse, aquí cabalga de nuevo porque el día en que no dispara algún tirito muere sin ser matado, colmo de la vida inútil. Además, el enemigo sigue ahí, en sus propias narices, así que al ataque con la escopetita de feria y cuatro perdigones.

      La pan/demia, con su obligado enmascaramiento protector, define al pan/ántropo. Las cosas no van a cambiar mucho después del Covid 19; a partir de ahora todo va a ser lo mismo, pues la pandemia ha puesto de relieve al ántropo, su eidos. Si pandemia quiere decir todo el pueblo, su contrario ademia es lo sin pueblo: muertos todos, a la pandemia le seguiría la ademia, la nada sin ningún “vuelva usted mañana”. El punto máximo de implosión genera el silencio absoluto, y al máximo de vida seguiría el máximo de muerte. Si tras la pandemia sólo quedase la ademia, ni siquiera el ateo quedaría para contarlo, aunque llevase razón; tampoco el esperanzado podría imaginar luz alguna titilando al fondo del oscuro túnel.

      El nuevo tipo de hombre, el hombrecovid, se fabrica sus métodos autoprofilácticos para que, a modo de cinturón de seguridad, le protejan de la sintaxis del contagio. En realidad este animismo palurdo huye de la muerte, pero la disfruta tratando de hacerla compatible con el hedonismo escondido en sus fiestas clandestinas, como si burlar la autoridad para evitar la multa engañase también al virus. De semejante pandemia adémica se salvará quien pueda, pero la vuelta a la normalidad será el regreso de la puerca lavada a su propio vómito, a menos que caiga algún milagro del cielo durante la travesía del desierto. ¿Dónde están las profetisas y los profetas? ¿Qué palabras clave destacarían de estas pobres palabras mías?

      Si de estos términos generales bajamos a las luces del semáforo de la calle, nos encontraremos el rojo, el verde, y el ámbar. Los ciudadanos de color rojo, el Pöbel, el populacho amigo del botellón, tienen permiso para seguir cacareando y galleando en manada, aunque terminen como el pollo decapitado, que sigue corriendo unos metros sin cabeza hasta que se desploma como un sinsorgo. Los ciudadanos de color verde son Volk, pueblo sano, porque se ponen la máscara no solamente para no ser infectados, sino también para no infectar. Queda el ambiguo e intermitente color ámbar para activar la marcha según las circunstancias del marmolillo en cuestión, pues los hay de muchas tonalidades. Un zoquete sin sensibilidad iba a salir con una chica a la que no conocía y pidió consejo a su mejor amigo. Éste le contestó: –Te voy a decir un secreto: a las chicas judías les encantan tres temas de conversación: comida, familia y filosofía. Es lo único que tienes que recordar. Preguntarle a una chica por sus gustos en comida es hacerla sentirse importante. Preguntarle por su familia pone de manifiesto que tus intenciones son honradas. Y hablar de filosofía con ella demuestra que respetas su inteligencia. El zoquete parece que se sintió satisfecho con el consejo, e inmediatamente repitió para sus adentros: ¡Comida, familia y filosofía! Así que, nada más encontrar a la chica, le espetó: –Hola ¿te gustan los macarrones? –Pues no, dijo la chica sobresaltada. –¿Tienes un hermano? –No. El zoquete vaciló un momento: –Bueno ¿y si tuvieras un hermano, le gustarían los macarrones?

      Mientras tanto, para capear el diluvio, debemos encerrarnos en el Arca de la Cuarentena con el rosario personalista enroscado a las manos, salmodiando cuenta a cuenta que “la fe es al mismo tiempo el coraje de creer en un significado profundo de la historia más trágica, una actitud de confianza y de abandono en el corazón mismo de la lucha y un cierto rechazo del sistema y del fanatismo, un sentido de apertura. Pero, a su vez, es esencial que la esperanza siga enfrentándose siempre con el aspecto dramático, inquietante, de la historia. Cuando la esperanza deja de ser el sentido oculto de un sentido aparente, es precisamente cuando cae de nuevo en el progreso racional y tranquilizante, cuando apunta a una abstracción muerta; por eso es preciso estar atento a ese plano existencial de la ambigüedad histórica, entre el plano racional y el plano supra–racional de la esperanza”[1].

      Desde luego, la esperanza no está al alcance de todos los de color ámbar. Aquel ateo cayó por un precipicio y, mientras rodaba hacia abajo, pudo agarrarse a una rama de un pequeño árbol, quedando suspendido sobre la oscuridad del abismo que se abría a sus pies. Entonces tuvo una idea: ‘¡Dios!’, gritó con todas sus fuerzas, pero sólo le respondió el silencio. ‘¡Dios!’, volvió a gritar: ¡Si existes sálvame y te prometo que creeré en ti y enseñaré a los otros a creer!’. Más silencio. Pero de pronto una poderosa Voz, que hizo retumbar todo el cañón y que casi le hizo soltar la rama por el susto, le respondió: ‘Eso es lo que dicen todos cuando están en apuros’ –‘¡No, Dios, no!, gritó el hombre. ¡Yo no soy como los demás!, ¿por qué habría de serlo, si ya he empezado a creer al haber oído por mí mismo tu Voz?¡Ahora todo lo que tienes que hacer es salvarme, y yo proclamaré tu nombre hasta los confines de la tierra!’. –‘De acuerdo, dijo la Voz. Te salvaré. Suelta esa rama’. –‘¿Soltar la rama?, gimió el pobre hombre, ¿crees que estoy loco?’ A la mañana siguiente, unos excursionistas se encontraron muy sorprendidos al ateo que había muerto congelado, agarrado con dos manos al arbusto situado a poco más de un metro del suelo. A poco más de un metro de la cepa del coronavirus.

[1] Ricoeur, P: Historia  y verdad. Ediciones Encuentro, Madrid, 1990, p. 87.

Un comentario

  • mª pilar

    ¡Genial el ejemplo de… aquel… ateo!

    Comparto su pensar sobre el tema que nos presenta; y cierto, aunque triste…no saldremos mejor… las personas que queden después de esta… Covi19…quizá alguna, sí, ha caído en la cuenta, de que, o nos comportamos de manera responsable…cueste lo que cueste… o será otra historia, que quedará registrada para el futuro.

    Siento que mi esperanza en que el ser humano…en general…mejore, no es muy positiva.

    Gracias por seguir adelante.