En ese paisaje, al borde del Cantábrico, convivimos varias generaciones de niños y jóvenes en los años de la posguerra. Tal vez fue la naturaleza aún no contaminada y la libertad que gozábamos en ese escenario lo que más nos marcó. Había un claustro con los retratos de los obispos que nos habían precedido, encabezados por el Cardenal Segura. Pero, tal vez por contraste, de allí salió otro tipo de grandes sacerdotes y laicos, cuyos retratos me gustaría ir colgando en este ATRIO virtual. Últimamente hemos presentado a Antonio Albarrán y José Bailo. Hoy, al querer presentar a Julián Sanabrias, un humilde sacerdote santo, no hemos encontrado ni siquiera una foto. Pero sí un magnífico In memoriam que nos han enviado dos condiscípulos suyos: Carlos Muñoz y Gregorio Goicoechea. Y continuarán publicándose semblanzas y recuerdos: Paco Pérez, Schola Cantorum… AD.
JULIÁN SANABRIAS RUÍZ, LA PRESENCIA DE UN HOMBRE HUMILDE QUE SIGUE INFLUYENDO EN EL MUNDO.
El pasado viernes, 17 de enero de 2020, la Parroquia de la Fe de Madrid celebró una Eucaristía, ‘in memoriam’ de Julián Sanabrias Ruíz, que fue párroco, durante casi toda su vida, en esa barriada. Presidía la celebración el Vicario Pastoral, acompañado del Párroco y cuatro sacerdotes. Y participaban en ella un número de unos trecientos fieles, entre los que nos encontrábamos dos compañeros de estudios y amigos de infancia y juventud de Julián.
Fue una celebración impresionante. Por la sinceridad y la actitud de los celebrantes; y el sentido evangélico de las palabras que dirigieron a los fieles. Y por la participación fervorosa y activa con que los asistían a ella intervinieron durante la celebración. Se percibía claramente, que los que estaban allí formaban una comunidad viva, que se había reunido y estaba celebrando algo que sentía como muy suyo y muy presente. El Vicario Pastoral, en su homilía definió cual era la presencia que todos sentían: por una parte –dijo señalando la gran imagen del Crucifijo–: ‘Él, el Señor’, que nos mandó “haced esto en memoria mía”; y por otra parte, ‘Julián’, cuya memoria todos querían conmemorar.
Nosotros dos sentimos también vivamente esa doble presencia. Y nos habría gustado tomar la palabra para expresarlo. Pero creíamos que era el momento de los que habían tenido a Julián como su ‘pastor’ y preferimos unirnos, con emoción, pero en silencio, a su expresión de fe y a sus plegarias.
Ahora, deseamos tomar la palabra para unirla a la de quienes recordabais ese día a Julián, compartiendo con vosotros algunos recuerdos vividos con Julián cuando éramos niños y jóvenes estudiantes en Comillas.
Julián ingresó en el Seminario-Universidad Pontificias de Comillas (Santander) en septiembre del 1942-1943, con otros 64 niños de su edad, entre los que estábamos nosotros dos. Así figuraba él en el Catálogo de alumnos: JULIÁN SANABRIAS RUIZ. Hijo de Julián e Inocenta. Natural de Quero. Nacido el 2 octubre 1930. Alumno de 1º de Humanidades. Cursó todos los estudios eclesiásticos: seis años de Humanidades (Bachillerato) y siete cursos universitarios, tres de Filosofía y cuatro de Teología. Al final de los cuales, recibió el Orden Sacerdotal el 8 de diciembre de 1954, con dieciocho alumnos condiscípulos suyos.
A lo largo de todos esos años, Julián nunca nos contó nada de su familia ni de su infancia. Era así, callado, humilde hasta querer pasar desapercibido. Fue cincuenta años después, en la celebración de nuestras Bodas de Oro de nuestros estudios en Comillas, cuando nos refirió estos detalles de su familia:
Su familia, –el padre carpintero y la madre ama de casa–, se distinguía en el pueblo por su fe y piedad cristiana. Habían tenido dos hijos: Julián y una hermana algún año mayor que él. Una noche del mes de julio/agosto de 1936, se presentó en su casa un grupo de ‘milicianos’ que exigieron al padre, que los acompañara con el fin de hacer una declaración. Desde ese momento, su esposa dejó de tener noticias de él. Cuando al día siguiente intentó averiguar dónde podría estar su marido, le dijeron en el pueblo, que se lo habían llevado a Madrid. Y la aconsejaron, que fuera a preguntar por él a Alcázar de San Juan: allí podría averiguar si alguien lo había visto o tenía noticias de que se lo hubieran llevado en tren a Madrid. Ella decidió ir desde Quero a Alcázar de San Juan a pie y con sus dos hijos, siguiendo las vías del ferrocarril. Julián nos relató el recuerdo, que conservaba, a sus setenta y cinco años, de aquel viaje de vuelta desde Alcázar de San Juan a Quero. Un relato, conciso pero vivo y emocionado, que nos impresionó profundamente. Al terminar, le pedimos que escribiera lo que nos había contado… Y días después recibimos este escrito: Un secreto, que había guardado vivo durante toda su vida en el fondo de su memoria y de su alma, y nos entregaba en un precioso gesto de afecto y confianza. Y nosotros queremos compartir con vosotros con la misma emoción con la que lo recibimos de él.
[Un comentario nuestro a estos ‘Recuerdos. Caminando’. Lo tituló ‘caminando’. Un título que puso a sus palabras, sin duda, hacía referencia a su obra social ‘Jesús caminante’, que todos conocéis. Sin duda. Él era un hombre íntegro, consecuente, en todos sus detalles.]
RECUERDOS. CAMINANDO.
Al contaros estos recuerdos, me vienen a la memoria aquellos versos de la Eneida. “Infandum, Regina, jubes me renovare dolorem”. (Un doloroso recuerdo, Reina, me mandas renovar)
Los recuerdo con tanta fuerza, que los veo no en el tiempo que sucedieron hace muchos años, sino como si acabara de vivirlos.
1.- La Marcha. Nos acompañaron hasta la estación del ferrocarril. Juan, cuñado de mi madre nos dijo: “Seguid la vía del tren y llegaréis a Quero; hay quince kilómetros.” Mi madre, mi hermana, de ocho años y yo de seis, nos encontramos solos, ante tantas dificultades; el cansancio, el frío, la soledad, el miedo… ¿seríamos capaces de superarlo todo, a lo largo del camino?…
Ya era media tarde cuando salimos; la noche venía cargada de kilómetros… Estábamos en diciembre; no había luna, ni estrellas. Estaba nublado… Llevábamos unas dos horas caminando por la senda de la vía, cuando la noche nos abrazó completamente; fue llegando sin estridencias, suavemente, era oscura, tranquila.
2.-En orden. Caminábamos en orden. El primero, abriendo paso, iba yo; abrigado con la cazadora que me había hecho mi madre y unas botas ajustadas, que resonaban como un tambor, en el silencio negro del campo. Mi hermana iba en el centro; hablaba más; aceleraba el paso y se ponía junto a mí; me cogía la mano y caminábamos así un tiempo; marcábamos el paso y movíamos los brazos, como los soldados. Ella me animaba a mí, temiendo que me cansara y no pudiéramos continuar; me decía: ” Ya falta poco.” Escuchábamos los pasos: ella procuraba, que los míos se oyeran más, para animarme.
3.- ¿Aguantarán? Mi madre, en su interior, tenía una preocupación: ¿Aguantarán los niños esta caminata? ¿Tendrán fuerza para llegar hasta el final? Y mi hermana, ¡qué maravilla de niña! Su preocupación era, que su hermano siguiera adelante; a ella no le pesaba el camino, ni se le hacía largo; estaba pendiente de mí. Yo preguntaba. “¿Falta mucho?” Ella respondía enseguida:” Después de aquella montaña, está el Pueblo¨. Aquella respuesta me daba bríos y pensaba que ya estaba cerca el final; pero, mi hermana se había confundido: era detrás de la otra, donde estaba el Pueblo, o tal vez, de la de más allá. Mi madre venía detrás. Lloraba en silencio y estaba atenta a nuestra conversación.
4.-Colaborando. Yo, según mi capacidad, comprendía que allí había un problema serio, grave y que mi ayuda tendría que consistir, en no agravar la situación. Nunca dije: -“Estoy cansado, o tengo frío, o quiero comer…”. Yo caminaba. En otras ocasiones, era mi madre la que me cogía la mano; era entonces cuando me salían alas y volaba sin sentir el cansancio en mis piernas, ni la fatiga en los pulmones. Por sus manos me llegaban la fuerza y el cariño que necesitaba. –
5.- ¿Por qué? Ella pensaba en mi padre; tal vez, la necesitara… Le habían hablado de las “sacas” que hacían de las cárceles de Madrid y cómo en una de ellas le habían sacado a él y lo habían fusilado en Paracuellos. Nadie la supo dar noticias más concretas.
Es cierto que contaban, que algunos de los fusilados, no morían y que gente misericordiosa, los recogía heridos y los curaba, en su casa, hasta poder comunicarse con la familia. Ella pensaba en esta posibilidad, y fue lo que la decidió, a organizar el viaje a Madrid. Su cuñado Juan era Jefe de Estación, y para él no era difícil organizar un viaje, como el que mi madre quería; pero se negó en rotundo. En otras circunstancias, Juan, hubiera organizado este viaje; pero por aquellos días, la línea de ferrocarril era bombardeada, por lo que mi tío, no quiso hacernos correr ese riesgo.
Entonces fue, cuando mi madre, tomó la decisión de volverse al Pueblo, inmediatamente. Así terminó su proyecto: quince kilómetros caminando por la vía del tren. Miraba a los niños. Y lloraba en silencio, no quería entristecerlos; se recriminaba en su interior y se preguntaba: “¿Aguantarán, andando, hasta llegar al Pueblo? Y, si se cansan, ¿dónde guarecernos?”. Porque hacía frió, era noche cerrada, estábamos en diciembre.
Nos cogía de la mano a uno y a otro y caminábamos: unas veces íbamos los tres juntos, otras en fila, de uno en uno.
6.- Cantando. En la noche, oímos una canción: “Eres alta y delgada, – como tu madre, – morena salada…”. Era mi madre; fue un acierto. Cantamos todos; conocíamos la canción; la cantábamos en la escuela, en la calle, cuando jugábamos…
También cantamos. ” Ay, ay, ay, ¡Qué trabajo nos manda el Señor! Agacharse y volverse a agachar…”.
Cantamos con alegría, entonados; el aburrimiento, el cansancio, desaparecieron en la noche alegre. Fuimos recordando las canciones que conocíamos; eran entretenidas, bellísimas. Mi madre, entonó de nuevo:
“Vale más un labrador/ con fajones y alpargatas, /que toda la serranía/ vestida de terciopelo…”
La seguimos; después fue mi hermana la que entonó, con su voz de niña. “Las mocitas de mi Talavera son, / niñas de cara bonita, /y limpias de corazón”.
Continuamos cantando: ” Chiquitín, chiquitín,/ Nicolás, Nicolás, / se quería ir a vivir /a la orilla del mar, y quería gastar / pantalón y fusil, / chiquitín, chiquitín, /Nicolás, Nicolás…”
También nos hizo compañía: “Divino, Antonio, precioso, / suplicad, al Dios inmenso, /que con su gracia divina, / alumbre mi entendimiento…”.
Mi madre iba sacando las canciones que había ido aprendiendo desde niña. En la noche fría, en medio del campo, sus canciones ponían calor a nuestros pasos, y llenaban de fantasía nuestra imaginación.
7.- Las canciones que más me gustaban. De las canciones que cantamos aquella noche, había dos que llenaban mi imaginación, hasta hacerme soñar despierto. Me cautivaban y tenía yo mis razones. En las estrofas de “Divino Antonio, precioso…”, salían muchos nombres de pájaros, que yo había oído y visto; los pájaros me encantaban, conocía infinidad de nidos, en el tejado de mi casa, en el campo, en la torre de la Iglesia; los observaba, subía a los tejados para verlos, calculaba cuándo dejarían el nido y echarían a volar.
Cuando mi madre cantaba: “Salgan cigüeñas con orden, / águilas, grullas y garzas, / gavilanes y avutardas, / lechuzas, mochuelos, grajas, / salgan las urracas, tórtolas, / perdices, palomas, gorriones, /y las codornices…”.
Yo me transformaba. Habíamos andado un trecho y mi madre se había repuesto. Yo volvía a pedir:“Madre, cánteme ésa de los pájaros”. Mi madre cantaba una y otra vez: “Divino, Antonio, precioso…”. Llegué a aprenderme algunas estrofas y con su ayuda las cantaba. Los kilómetros, las horas, iban pasando-. Ella no se cansaba y siempre estaba dispuesta a cantar.
Había otra canción, que también me trasladaba a otro mundo, llenando mi imaginación: ” Chiquitín, chiquitín, / Nicolás, Nicolás, /se quería ir a vivir, /a la orilla del mar.”.
Sólo conocía el mar por algunas postales, que habían llegado al Pueblo y por lo que contaban los que lo habían visto. ¡Me imaginaba la inmensidad en movimiento, las olas encrespadas y cuando, sumisas besaban la playa y los pies de los que paseaban; veía el chapuzón de las gaviotas, cuando pescaban…! ¡Cómo llenaban mi imaginación los cantos de mi madre!
Ella pretendía y abrigaba la esperanza de que nosotros llegaríamos sin desfallecer; no nos quejábamos; hundíamos nuestros ojos en la oscuridad, esperando que detrás de la última colina aparecería el Pueblo.
- ¡Ojo! Peligro. Allá lejos, donde se juntan las vías del tren, se oía un estruendo, rompiendo el silencio: era un tren mercancías. El fogonero limpiaba la caldera y arrojaba la carbonilla encendida, a la senda de la vía, por donde veníamos nosotros. Fueron momentos de angustia; gritamos, alzamos los brazos… Todo fue inútil; ni nos veían ni nos oían. Dejando la senda de la vía, corrimos hacia el campo, saltando el terraplén; tropezamos, caímos, nos volvimos a levantar y a correr, …cuando el tren llegó a nuestra altura. Estábamos a distancia segura. En las ascuas de la carbonilla, nos calentamos las manos. Mi madre nos besó, mientras decía: “Gracias, Dios mío”. El tren se alejó alborotando. A nosotros nos parecía, que el silencio, el campo, la noche, aunque no hubiera estrellas, eran más bonitos sin el tren.
- Nevaba. Mi madre se fue llenando de esperanza; le parecía posible llegar al Pueblo sin más problemas. Para animarnos y entretener el tiempo cantábamos todos, rompíamos la monotonía y la noche silenciosa envolvía todo nuestro ser; nada nos interrumpía, ninguna voz, ningún ruido; no se agotaba el aliento, ni nos vencía el cansancio; ¡Cuánta armonía y equilibrio! Con nuestros guantes, las botas y la ropa de abrigo, íbamos venciendo el frío, cuando comenzó a nevar.
Se fue cubriendo la senda, las vías brillaban, como dientes en boca de lobo; la nieve amortiguaba los pasos.
- El Pueblo. Al superar la última colina, apareció el Pueblo. Estaba tendido en medio del campo, durmiendo. Era una paloma blanca que acababa de posarse. Solamente la luz del Ayuntamiento, nos daba la bienvenida. Por ella nos orientamos. Nos separamos de la amigable vía del tren y corrimos por el camino que lleva al Pueblo bordeando la laguna, que se quedó admirada, al ver a dos niños con su madre, que, durante la noche, habían venido andando desde Alcázar.
- En Casa. Cuando llegamos a casa, la abuela y la tía Juana, estaban en vela, preocupadas, sin noticias. No sabían si habíamos ido a Madrid o estábamos en el tren con el peligro de los bombardeos, o tal vez nos hubiéramos quedado en Alcázar para venir al día siguiente; ¡Qué preocupación! Cuando nos vieron entrar por nuestro propio pie y nos contemplaron sanos y salvos, dieron gracias a Dios. No se creían que habíamos venido andando; pensaban que habíamos llegado a la estación en algún tren mercancías y desde allí, habíamos llegado a casa; cuando se convencieron de la verdad de nuestra caminata, nos besaban una y otra vez. En los días siguientes utilizaban nuestra gesta, para dominar a los niños, nuestros primos, poniéndonos como ejemplo de colaboración, de no quejarse… Los primos y niños de nuestra edad, nos hacían preguntas y más preguntas.
- – Lo que nos quedó. A mi hermana y a mí, nos quedó la impresión de que habíamos dado la talla en momentos difíciles; no nos habíamos quejado, ni habíamos estorbado. A mi madre se le quedó roto el corazón desde entonces, no volvió a tener noticias de mi padre. Estaba contenta de nuestra colaboración, porque procurábamos que estuviera alegre y no disgustarla. Ella lloraba siempre a escondidas, para no preocuparnos. Cuando fallábamos, nos daba un beso, como diciendo: “Yo sé que tú eres capaz de hacerlo bien.“
Julián Sanabrias Ruíz.
Nos contó también, que, mucho tiempo después de aquellos sus años de infancia, se enteró de que el nombre de su padre figuraba en la Lista de los enterrados en las fosas comunes de Paracuellos del Jarama el año 1936. Y nos lo contaba …¡con la serenidad y grandeza de espíritu de un santo! Y, que, terminada la guerra civil, la organización de entonces, Auxilio Social, se hizo cargo de su madre, que pudo trasladarse a vivir Madrid con sus dos hijos. Y, cuando llegó el momento de sus estudios de Enseñanza Media, él pidió poder ir a estudiar un seminario, porque quería ser sacerdote, siguiendo el ejemplo del párroco de su pueblo, que había atendido a su familia cuando llegó la paz al pueblo. Auxilio Social le asignó una beca en Comillas.
Cuando empezó a vivir con nosotros, sus compañeros de estudios en Comillas, en septiembre de 1942, se dio cuenta de que todos teníamos un nivel de conocimientos muy superior al suyo: él no había podido estudiar en sus años de infancia, como nosotros. Esto le acobardó y le hizo sufrir mucho: se sentía como ‘el torpe de la clase’. Eran los recuerdos de sus once/doce años. Nunca lo había contado. Nos lo refería, setenta y cinco años después, con la ingenuidad y la fuerza de quien lo estaba volviendo a vivir…
Desde entonces, el curso 1942-1943, pasamos trece años compartiendo con él, el espacio y el tiempo, los estudios, juegos e ideales …y los sinsabores y éxitos, ilusiones y peripecias de cuerpo y alma, propios de la adolescencia y la juventud. En cursos académicos de diez meses, de septiembre a julio, sin vacaciones de Navidad ni Semana Santa. Trece años, desde los once/doce a los veinticinco de nuestras vidas, como si fuéramos una familia, viviendo como hermanos.
(Ésta es la despedida que os hacemos, nosotros dos, a todos los que el pasado viernes, 17 de enero de 2020, en la Parroquia de la Fe de Madrid celebrasteis una Eucaristía, ‘in memoriam’ de Julián Sanabrias Ruíz, que fue párroco, durante casi toda su vida, en esa barriada, y hayáis leído líneas JULIÁN SANABRIAS RUÍZ. LA PRESENCIA DE UN HOMBRE HUMILDE QUE SIGUE INFLUYENDO EN EL MUNDO.
Seguro que los que le conocisteis, habéis sentido la llamada de su voz, y, sobre todo, de su ejemplo. No os extrañe. Él, tan humilde, sigue influyendo en el mundo. Era un santo, de los de a pie y sin peana. Son legión. Y es seguro que ‘influyen’ en el mundo aún después de muertos. Es el milagro de ‘lo invisible`, que es aún más real que `lo visible´ que contemplan los ojos. La celebración ‘in memoriam’ de quien fue vuestro pastor y nuestro compañero y amigo ha sido una muestra de esa realidad.)
Carlos Muñoz Álvarez
Gregorio Goicoechea Beascoechea
Conmovedor relato que me hace reflexionar. Y eso es mucho. Gracias.
Lo mismo digo, Eloy. También me ha llevado a comentarlo con alguna persona. Es algo muy especial.
Amigo Julián, tu aprendizaje de 1936 te marcó, porque cuando yo te encontré, por los años 1950, en Comillas, andabas por el monte como los jabalíes, y me diste un a gran paliza para poder seguirte. Luego nso vimos en el barrio del Pilar, y supe de tu apoyo al movimiento obrero y del cariño de todos los que vivían en aquel barrio.
Eramos los niños de la República y de la guerra civil, frente al mar, bajo las capas y capisayos de obispos, arzobispos y nuncios apostólicos, bajo el fuego cruzado de unas doctrinas muy típicas de los años 40 y de una posguerra que superamos a base de anchoas del Cantábrico, pimientos de la Rioja con los que pagábamos la pensión los riojanitos, y pequeñas aventuras de la mano de Monseñor Cardijn, el fundador de la JOC. Y del gran músico sobrino de Indalecio Prieto, tan grande como músico como jesuíta ejemplar…
Esta Iglesia española, este país-trasero de Europa y balcón del Atlántico, con sus luces y sus sombras, hemos contribuído a hacerlo como es, y quizá somos un poco culpables de los defectos de esta iglesia y de este país. Lo bueno que tiene, desde luego, lo han hecho en gran parte los Julián Sanabrias y compañeros mártires que se nos están yendo al descanso merecido. Ha sido una gran suerte haber convivido con vosotros, Bailo, Sanabrias, Albarrán…