El joven filósofo L.Wittgenstein instó a callar sobre lo indecible porque es lo que no se puede decir, so pena de vacuidad. Pero después, ya maduro, incitó a hablar de lo indecible mostrándolo al trasluz o indirectamente (yo diría simbólicamente). Quisiera aquí hablar de lo indecible en el sentido de lo que no se suele hablar, sea por rubor o por temor. En realidad hay cosas que no se pueden decir porque nos sobrepasan, y hay otras que están sujetas a censura propia o ajena. Se trataría de atreverse a decir con respeto lo que no suele decirse por estar mal visto, prohibido o tabuizado.
Mas resulta que lo indecible o inefable es lo más interesante e importante, lo decisivo. Por ejemplo, me siento junto al Ebro en un banco ocupado por un desocupado, pero al mirar de cerca es un abandonado. A ratos dormita, otros bebe y luego habla consigo mismo ininteligible, para finalmente quedar un momento pensativo, triste y serio, solo y desolado. Esto es lo indecible, lo que no suele contarse o relatarse, pero que refleja al hombre en su desnudez, al tiempo que enseña una antropología de campo al aire libre, asomados al submundo o realidad de fondo, realidad indecible de la pobreza, la exclusión y la miseria. La escena relata simplemente los límites de nuestro mundo, la frontera entre vivir y desvivir, la visión de la peligrosidad de este mundo al que nos han traído sin permiso alguno.
Lo indecible del mundo y de la vida es gozo y sufrimiento, sentido y sinsentido, vivencia y moriencia. La mundología callejera nos enseña que nuestra existencia es fluctuante, pero que la otra vida o trasvida no está nada clara para la gente oscura. La vida es evolución en zig-zag, ascendiendo a base de accidentes y a trompicones, con una involución que nos amenaza y una revolución que es una quimera, una utopía pía con medios impíos. Para colmo, nos queda una política ideologizada, la cual comparece a menudo como despolítica o desgobierno; pero hay de todo.
La vieja religión que parecía un refugio frente a la intemperie del mundo reaparece hoy como el eco de una creencia cruenta. Porque las religiones salvan y condenan, vivifican y matan, emancipan y someten. La propia Iglesia parece tener secuestrado al fundador rebelde del cristianismo ecuménico, amoroso y abierto. Así que la religión religa y desliga, ama y odia, libera y encadena, en fin, como todo lo demás. El propio Dios tradicional ha sido traicionado por unos fieles que se sienten previamente traicionados por su presunta divinidad y omnipotencia impotente. Ahora bien, lo que se ha presentado como alternativa a la religión, el saber, no sabe suficientemente que no sabe.
Los nuevos saberes con la tecnociencia al frente se presentan cual nuevas religiones, que nos quieren salvar demostrativamente de nuestras contingencias, incluso de nuestra finitud. Pero a pesar de sus avances y positividades, el nuevo saber olvida que es técnico e instrumental, funcional y cuantitativo, por eso puede retrasar por ejemplo la muerte, pero no evitarla, pueden paliar el dolor pero no el sufrimiento, pueden alargar la vida aunque a menudo alargando la muerte. Nos posibilita más larga vida, pero a qué precio, y no solo económico.
Nuestro mundo ha tabuizado la muerte tratando de exorcizarla científicamente, cuando lo que necesitamos es asumir la muerte como compartición de la vida, proyectándola como apertura final y no como cerrazón ocluidora. Solo el que asume la muerte consuma la vida, pero nuestra sociedad prefiere consumir a consumar. Tenemos que reconciliarnos con la muerte como nuestra trascendencia y liberación final. En nuestra mejor tradición cultural se ofrece un único cauterio o medicina frente a la muerte: el amor que nos abre al infinito y que por lo mismo resulta indecible. Pero claro, el amor tampoco está nada claro, ya que es un niño (Cupido) travieso e ingenuo, un niño oscuro sobre todo en nuestra sociedad aún patriarcal, mercantilista y egocentrista.
El ecofeminismo aparece, junto al movimiento homosensual, como una cambio de actitud abierta y positiva, cuando no se ideologizan; porque la mujer y el varón nacen, pero la fémina y el hombre se hacen. Siempre he propugnado un femEnismo capaz de introyectar y proyectar la feminidad y lo femenino como crítica y compensación del masculinismo aún vigente. Me parece que cierta diferencia simbólica entre el hombre y la mujer radica en que el varón no suele dudar, mientras que la mujer duda hasta de sí misma, encarnando el signo curvilíneo de interrogación frente al signo enhiesto de interjección, así como cierta ductilidad y flexibilidad. Esta duda femenina frente a lo masculino representa la nueva apertura de nuestro mundo a la búsqueda de un sentido existencial, el cual se nos ha esfumado estrepitosamente. Lo que puede aportar la mujer hoy es precisamente sentido común o comunitario, como decía Unamuno, así pues, socialidad, comunalidad y cuidado de la coexistencia. Nada ni nadie nos va a ayudar para salvarnos del destino final de la muerte, pero aquí se trata de la salvaguarda de la vida humana hasta su decesión digna. Finalmente diré lo indecible: la muerte es el destino del hombre, pero el destino de su humanidad trasciende la muerte.
II
La censura que automáticamente ejercemos sobre nuestra mejor sabiduría, sobre nuestro saber del prójimo, le impide llegar a su perfección. La imposibilidad de comunicarlo hace que al recibir una «impresión» del prójimo no nos esforcemos en formularla. Queda así tosca e impoluta. La expresión verbal, aunque sólo sea la endofasia, o hablar interno, precisa y purifica todo saber primario e inexpreso. Sobre todo, es condición para que pueda ser luego sometido a las grandes elaboraciones, sin las cuales no alcanza ningún saber su plenitud. La principal entre estas elaboraciones es la sistematización. Calcúlese a qué punto llegaría nuestro conocimiento del prójimo si no nos contentásemos con esas «impresiones» que de él recibimos, sino que, reobrando sobre ellas, las investigásemos con orden, continuidad y método. Toda esta perfección de nuestra sabiduría «humana» queda fallida por la censura que sobre ella practicamos.
Pero más todavía. Imagínese lo que sería aún la física si cada físico, desde siempre, hubiese callado sus observaciones, de suerte que no tuviese cada cual más ciencia que la obtenida por su propio y solitario esfuerzo. Esta física de Robinsón no habría nunca pasado de lo elemental. La ciencia necesita la colaboración, en que lo sabido por uno se acumula a lo descubierto por otro. La vista de cada investigador es limitada: cada cual posee un ángulo visual diferente, que excluye otros modos de ver, y, por tanto, le ciega para ciertas facetas de los hechos. Sólo la integración de muchos puntos de vista enfocados sobre un mismo tema arrancan a éste su plena fecundidad. Si nuestro conocimiento del prójimo fuese comunicado y sobre él pudiesen operar otras inteligencias —en suma: si cupiese hacer de él un cultivo colectivo, una cultura—, y no viviese reducido a una producción espontánea y balbuciente, ¿cuál sería nuestra .ciencia del hombre a estas fechas? En vez de representar la palabra «antropología» la disciplina tosca y ridícula que hoy significa, sería a estas alturas el nombre del saber más plenario y maduro de todos. Como Galileo pudo en su hora anunciar la «nuova scienza» que era la física —típica de la Edad Moderna—, cabría anunciar la antropología como la «nuova scienza», el ejemplar y más rigoroso saber del tiempo futuro.
No es esto desconocer que el silencio hasta ahora observado tenga su justificación. Recuérdese que se trata de un conocimiento de los individuos como tales. En las épocas durante las cuales el hombre iba conquistando su individuación, en que nace la individualidad, no era conveniente perturbar su delicada fermentación. Todo nace en la oscuridad y en el misterio. Es ilusorio pensar que la génesis comienza con la luz sobre ella. Lo último que sobre algo se hace es la luz. Es la obra del sábado. Tan cierto resulta que todo nacimiento es misterioso y mudo, que el saber mismo, mientras nace, no habla. De aquí que en la etapa inicial de las ciencias parezcan éstas un tesoro secreto que es forzoso callar. Todo conocimiento vive una primera época de esoterismo: es un misterio. Es tabú. En la misma Grecia, tan genialmente indiscreta y decidora, que en el Lagos ha divinizado el Decir, la matemática y la filosofía pitagóricos, Platón, Aristóteles— comienzan como sabidurías herméticas. Hacia el fin de su vida toma Platón el estilete y escribe la famosa «Carta séptima» para protestar contra el rumor según el cual hubiera él años antes revelado al tirano Dionisio sus ideas sobre los máximos principios de la Naturaleza. Y la prueba de que esto no era cierto consiste en mostrar que sabidurías tales no pueden ser dichas por uno a otro, sino que permanecen en el secreto de cada cual. Lo más que cabe es disponerse juntos, por medio de rigorosas discusiones, a recibir la definitiva iluminación. El verdadero saber es el arcano que guarda en su seno una minoría de hombres selectos. (341 E.) «Al menos, de mi mano no existe ni existirá jamás una obra sobre asuntos tales».
El saber germinante se reviste siempre de misterio, hasta el punto de que, viceversa, donde topamos gestos y signos misteriosos sospechamos generosamente la ocultación de algún gran saber. De aquí que durante veintiséis siglos se haya atribuido a Egipto la mayor sapiencia, no más que por ser su escritura la más misteriosa.
Pero si el saber recién nacido exige este abrigo de la hermetización y este amparo del silencio, no pasa lo mismo cuando se hace adulto. Al contrario: hay una hora en la evolución de un conocimiento en que éste tiende al grito, necesita la expansión y la comunicación. Es que ha llegado a ser «ciencia». La ciencia se pasa la vida voceando su incesante «¡Eureka!». No puede, no sabe, no quiere contenerse.
Parejamente, cabe pensar que los hombres se han habituado ya lo bastante a ser individuos para que la comunicación del saber sobre el prójimo pueda sin daño comenzar.
Da pena evaluar la cuantía inmensa de conocimientos sobre sus próximos y contemporáneos que las generaciones últimas se han llevado inexpresos a la tumba. Sobre todo, los hombres que han mostrado en las ciencias un talento tan agudo, ¡qué admirables noticias podrían habernos dejado sobre su alrededor humano, sobre las personas con quienes vivieron, las mujeres a quienes amaron, los contrincantes con quienes combatieron! Cuando uno sopesa el volumen de saber que posee sobre las gentes que han intervenido en su vida, aterra la pérdida del que debieron atesorar esas egregias figuras. Pues una vez reconocido que, más o menos, todos nos sabemos los unos a los otros, claro es que conviene reconocer en este orden, como en los demás, la jerarquía entre los mejores y los peor dotados. Es más: sorprende, antes que otra cosa, la torpeza, la imprecisión que la mayor parte de la gente revela en su visión del prójimo. Sobre todo en los países españoles —de raza o de habla— esta tosquedad es superlativa.
(Podría aventurarse el porqué de esta relativa ineptitud y ceguera). La penetración del prójimo es, como la inteligencia, una facultad que en rudimento poseen todos los hombres, pero que en grado excelente constituye un talento específico sólo a algunos otorgado.
Pero sea una u otra la porción de este saber que nos haya sido concedida, da pena llevársela muda a la sepultura, da pena no dejarla para los demás y para siempre «dicha». Al fin y al cabo, es el conocimiento sobre lo que nos fue más próximo, es nuestra sabiduría sobre la vida concreta, la ciencia vital por excelencia. Año tras año hemos ido atesorando ese botín en que espumábamos la riqueza de la vida pasajera. Escribíamos libros sobre unas u otras cosas, sobre los astros o sobre los aztecas. Y, en cambio, silenciamos esa donación cognoscitiva que la vida, al irla viviendo, nos ha hecho. Yo encuentro que es poco generoso no devolver esa vida a la vida. Por eso pienso que todo hombre capaz de meditación debiera añadir a sus libros profesionales otro que comunicase su saber vital.
Esta liberación de nuestra sabiduría reprimida traería grandes ventajas. He aquí una de ellas. El conocimiento que tenemos del prójimo incluye el conocimiento que tenemos de la idea que él se ha formado de nosotros. Sí, amigo mío; yo puedo decirle a usted, no sólo cómo es usted por dentro, sino también cómo me ve usted a mí, cuál es la proyección o refracción que en el medio de su alma da mi persona. Sabemos según qué leyes nuestra figura se deforma en los demás. Mi definición de usted, difícilmente le parecerá a usted acertada; pero si le descubro la idea que de mí tiene se sorprenderá usted como tomado in flagranti. Entonces caerá usted en la cuenta de que, en efecto, somos transparentes los irnos a los otros. Y ésta es una averiguación de que yo espero mucho como medio educativo del hombre. Porque la mayor parte de nuestros defectos se nutre de que la persona se cree inasequible en el secreto de su intimidad, se presume opaca y usa de su cuerpo como de un disfraz para ocultar su interior, su auténtico ser. ¡Como si esto fuera posible! ¡Cuántas veces diríamos al prójimo!: «¿Por qué hace usted este vano gesto de vanidad, si yo estoy viendo que es de vanidad, que usted no está convencido de ser un genio, sino, al revés, me hace usted un gesto de genio para que yo me convenza de que lo es usted y luego yo transmita a usted mi convencimiento?» ¡Por ejemplo, el autor de cualquier «contribución científica» me asegura que su obra ha causado profunda emoción en el extranjero! ¿Por qué el pobre hombre no advierte cómo yo veo perfectamente que él no cree lo que dice, y que me lo dice para que yo lo crea y, al creerlo yo, se lo diga a él, e intentar de este modo creerse lo que yo le digo?
Todas las estulticias y torpezas que casi todas las gentes padecen, y que se alimentan de la supuesta intransparencia de la persona, acabarían de una vez para siempre. La mayor parte de los errores que cometemos se originan en la ignorancia de cuál es nuestro puesto en la estimación pública. De hecho sabemos siempre muy bien cuál nos corresponde: la conciencia no falla nunca con su voz subterránea. Pero creemos que los demás no lo saben y que podemos engañarles fingiendo tener un puesto más elevado que el oportuno. Y como los demás no nos dicen nada, juzgamos que aceptan la valoración que de nosotros mismos hemos decretado.
Es grave este silencio que guardamos. Yo pienso que es la causa del hecho, no por ser normal menos extraño, de que conforme avanzamos en la vida nos hallamos más lejos unos de otros, más abismáticamente distantes, hasta un doloroso aislamiento. Nos va aislando del prójimo lo que de él sabemos y callamos. Cuanto más sabemos, más callamos y más nos aislamos. Se acumulan entre nosotros cordilleras de silencio. En cambio, los jóvenes viven más próximos los unos a los otros, porque aún no tienen opinión los unos sobre los otros. Un acercamiento al viejo amigo de la mocedad sólo es posible si entre nosotros tiene lugar una «explicación». Y la explicación se reduce a aventar una mínima parte de lo que cada cual sabe del otro.
O ¿sería un mal, un daño grave e irreparable para la humanidad proclamar la transparencia de los demás y probársela? No sé, no sé; el futuro dirá. Pero, de todas suertes, es para mí evidente que se vale en la medida del peso de saber concreto que se tenga, en proporción de lo que tenemos que callar. Debe hacernos meditar el hecho de que Dios sea tan silencioso. ¡Qué bien guarda su secreto! Tal vez es tan dramáticamente mudo porque sabe demasiado sobre nuestro interior y una sola palabra reveladora de lo que piensa de nosotros nos aniquilaría. Certísimo es, por otra parte, que no hay otra manera de acercarse a él sino como al amigo —mediante una «explicación». Esta consiste en decirse cada cual a sí mismo algo de lo que Dios le diría, pero correcto, calla; confesándonos la verdad sobre nosotros mismos. Símbolo de esto es la confesión, y no sorprende que las «Confesiones» de San Agustín no sean otra cosa que la guía de su itinerario hasta Dios.
Por el pronto, tendrá que proseguir el gran brahmán en el silencio. Cuando hoy lo dejamos vagamente entrever —nuestra opinión sobre el amigo o la amiga— parece tan insólito, que se entiende como hostilidad y se malentiende.
Mas, poco a poco, lentamente, ¿por qué no iniciar esta nueva cultura, esta novísima «scienza»? Lo primero sería meditar sobre qué forma de expresión fuera la más adecuada: ¿El diálogo? ¿Las Memorias ? O, por ventura, ¿la novela? ¿Existirá acaso en el mundo la novela como lenguaje que necesitaba madurar en la escuela del arte para poder ser un día la primera forma expresiva del gran brahmán?
(FIN)
EL SILENCIO, GRAN BRAHMÁN (OCT2)
I
Los discípulos preguntaron una vez al sabio maestro de la India cuál era el gran brahmán; es decir, la mayor sabiduría. El maestro no respondió. Creyendo los discípulos que estaba distraído, reiteraron la pregunta. Pero el maestro calló también. Otra vez y otra insistieron los discípulos, sin obtener mejor respuesta. Cuando se hubieron cansado de preguntar, el maestro abrió la boca y dijo’: «¿Por qué habéis repetido tantas veces vuestra pregunta, si a la primera os respondí? Sabed que la mayor sabiduría es el silencio».
En sánscrito, la arista de la paradoja es más afilada, porque brahmán significa, al mismo tiempo que sabiduría, fórmula, enunciado, expresión, algo parejo al Logos de la gente griega. Y, como siempre acontece, esto, que en labios del indio fue enorme paradoja, honda punzada en la mente, que la hace estremecerse de súbita claridad, es hoy un tópico. «El más sabio hablar es el callar», dice la vieja del pueblo, sin saber bien lo que dice. Por inevitable necesidad dialéctica todo gran descubrimiento acaba convirtiéndose en lugar común, y entonces pierde su verdad. La mera repetición lo invalida. El pensamiento vivo, consciente de su propio sentido, se hace giro mecánico, por el cual la mente se desliza inerte y sin intuición. El desdén al tópico no proviene de un injustificado culto a la originalidad, ni implica por fuerza snobismo, sino que está bien fundado en la advertencia de que es la negación del pensamiento; mejor aún: su suplantación.
Pero no vamos a hablar ahora de esto. Ni siquiera vamos a enfrontarnos con la sentencia del indio para averiguar si, en efecto, el conocimiento supremo es inefable. Eternamente se dividirán los hombres en dos grupos: los que ven en la inefabilidad un mal síntoma y hasta una objeción contra la verdad de un pensamiento —se llamarán a sí mismos «clásicos»—, y los que reconocerán en la mudez el cariz de todo lo sublime —y se llamarán «románticos». Lo más probable es que ni unos ni otros tengan razón. Ser o no inefable es indiferente a la calidad de un conocimiento, puesto que comparte la suerte de indecible lo más elevado con lo más humilde. Ni Dios ni el color de este papel pueden ser descritos con palabras. La inefabilidad es una línea fortuita que marca los límites de la coincidencia entre el pensamiento y el lenguaje. Esta línea deja fuera tal vez los grandes picachos de la intelección; pero también elimina trozos mentales de ínfimo valor.
Más interesante que este género de inefabilidad es otro. Cuando el indio calla, porque su saber no puede expresarse con palabras, no calla en rigor. Callar es dejar de decir lo que se puede decir. Este es el silencio fecundo —no mera ausencia de vocablos, sino acallamiento de ellos, el retenerlos, silenciarlos. Muchas veces en la vida ejercitamos según el propio albedrío este activo silencio. Por tal o cual motivo empírico o caprichoso dejamos de decir lo que podíamos muy bien decir. Tampoco en tales casos tiene gran interés teórico nuestra taciturnidad.
Pero hay una sabiduría, sobremanera importante, que por su misma condición está condenada al silenciamiento. La existencia de esa sabiduría y de su forzosa mudez es una averiguación que propiamente se hace sólo en cierta altura de la vida. Claro está: se trata de un saber sobre la vida humana, la de nuestros prójimos y la nuestra. No es un conocimiento puramente genérico, como lo son, en uno u otro sentido, todos los científicos (incluso los históricos), sino un concreto saber de éste y el otro y el otro individuo, que puede enriquecerse con reflexiones generales, pero que en su base es individualísimo. Sí; es de usted, amigo mío, de quien yo sé muchas cosas —no hechos de su vida, sino de lo que usted es, de su ser individual. Y de usted también, amiga mía, señora gentil, sé tanto, que podríamos hablar mucho, mucho tiempo sin agotarlo. Y conste que en todo esto que yo sé de usted no hay nada que me haya sido contado por nadie. El que sabe de los demás sólo o principalmente lo que le cuentan —en el mejor caso, los actos externos de la persona—, no sabe nada de ellos. Amiga mía, yo sé de usted incomparablemente más. Sé precisamente casi todo lo que no se puede contar. Esta es la cuestión a que me refiero. Para definir mi sabiduría de usted no encuentro otra calificación que la necesidad de silenciarla. Es una cantidad de saber que se mide por la cantidad de mutismo a que obliga. Y si yo fuese más perspicaz y supiese todavía más de usted, más hermético tendría que ser mi silencio.
Repito que sería trivializar el tema suponer que esa sabiduría tácita versa sobre acciones del prójimo que vulgarmente se consideran vituperables, y, por tanto, propagarlas implicaría perjuicio social para él. No, señora mía, no; si usted y yo sobreviviésemos al resto de la sociedad y en soledad dual conversásemos sobre el planeta desierto, yo tendría que callar mi conocimiento de usted, so pena de causarle grave daño, y de retroceso hacérmelo a mí, porque nuestra amistad se rompería. No es dado a nadie quebrantar el esoterismo de este género de sabiduría, porque el silencio hecho sobre ella es viejo de todos los siglos humanos, y no estamos preparados para su ácido relente. Sería menester educar poco a poco las generaciones siguientes si se quiere llegar —y yo creo que se ha de llegar— a aventar esta hermética ciencia que los unos tenemos de los otros y todos ocultamos.
Este conocimiento del prójimo se produce muy lentamente, día a día. Va precipitándose en finísimas capas, como un polvo impalpable, sobre nuestro fondo. La lentitud de esta adquisición hace que no reparemos en él conforme lo vamos adquiriendo. Es preciso que se haya acumulado en gran cantidad, que las finas capas superpuestas formen un estrato de grueso espesor, para que un día, muy adelante en la vida, sintamos de pronto su peso. Entonces volvemos la vista a ese tesoro subterráneo, tan imprevisto, y su propia y súbita riqueza nos angustia más bien que nos complace. Porque ¿cómo expresarlo? Se trata de conocimientos individualísimos cuyo enunciado implicaría innúmeras palabras. Aunque sólo fuese por esta razón, nos aniquila el simple proyecto de comunicarlo. Nos sobrecoge una fatiga anticipada…, y preferimos callar. De cuando en cuando, ahogados por la propia abundancia de saber humano, comenzaríamos a comunicarlo —hablando con el mejor amigo, de quien menos malas inteligencias y confusiones tememos; pero en seguida vuelve a dominarnos la fatiga, y reingresamos en nuestro silencio.
Entre tanto ha seguido amontonándose nuevo saber, sin que el antiguo fuese ventilado; aumenta la riqueza, y con ella la razón del silencio. Además, la falta de exteriorización hace que esté la mayor parte de él informulado; por tanto, sin las claras aristas que la palabra impone a la idea. No trabajamos sobre su materia, espontáneamente recibida; no la ordenamos y sistematizamos. Sólo ilr cuando en cuando, indeliberadamente, espumamos” alguna genera- dación —sobre el modo de ser de ciertos hombres, de ciertas mujeres. La psicología práctica que existe en la sociedad procede toda ella de estos mínimos y vagos escapes, sobrevenidos al azar.
Pero hay otra causa más grave y esencial que produce el silencia- miento automático de esta sabiduría. Es evidente que para que este conocimiento de lo individual humano se inicie es preciso que los prójimos posean cierto grado de individualización y que la inteligencia se haya refinado hasta el punto de percibir lo individual. Ni lo uno ni lo otro acontece en los pueblos salvajes, donde el ser humano apenas ha comenzado a diferenciarse; antes bien, vive de una personalidad mostrenca, «standardizado». Las condiciones para que este saber comience sólo se dan con la civilización. Pero ésta, precisamente por serlo, va impidiendo la ingenua emisión de nuestros juicios sobre el prójimo; nos enseña e induce a no herirnos los unos a los otros, a tabuizar nuestras impresiones, a reprimir, en suma, la opinión minuciosa que de los demás tenemos. De esta suerte, el mismo clima social que la hace posible la condena automáticamente a represión, a lo que un freudiano llamaría «censura».
Y, en efecto, nuestro saber de lo humano hinche y perhinche una enorme porción de nuestro espíritu, que mantenemos bajo censura tácita, sin ventilación, que arrastramos melancólicamente, tesoro secreto sobre el cual una y otra vez inclinamos resignados la cabeza, renunciando a ostentarlo. «¡Más vale no hablar!», solemos decir cuando nos ahoga la garganta el borbotón de cosas difíciles de decir, imposibles de decir, que tendríamos ahora, ahora mismo, que decir al amigo, a la amiga.
(sigue en II)
Me gusta lo que escribe. Pero déjeme que discrepe en algo. La muerte no es el destino del hombre, ni de la mujer, claro, nuestro destino es vivir. Y la última acción o como le quiera llamar ,de un ser vivo, y el ser humano lo es, el acto final es morir. Porque la muerte forma parte de nuestro ciclo vital, lo mismo que nacer.
No entiendo el porqué hemos hecho de la muerte un tema tabú. No logro entenderlo. Si naces, pues mueres, esa es una regla del juego de la vida. Sin más.
Me gusta el título de su artículo. Hay quien cree que todo se puede verbalizar, que todas y cada una de las ideas, sentimientos, percepciones…pueden expresarse con un lenguaje oral o escrito , mediante palabras contenidas en el diccionario y con un significado muy preciso. Pienso que eso no es cierto, al menos de momento. Tendrían que acuñarse palabras nuevas
Un abrazo, si es que lee esto. Y si no, también.