Litúrgicamente seguimos en el tiempo pascual. Hasta políticamente se puede decir que en España se vive momentos pascuales por la victoria progresista en las pasadas elecciones generales y, según las encuestas, esta victoria se va a repetir en las autonómicas y municipales del próximo día 26. Todo ello muy a su pesar de determinados sectores católicos y clericales, que hubieran preferido que ganara las llamadas derecha y ultraderecha políticas en cuanto defensoras de la vida, así lo verbalizan una y otra vez, pero su praxis política es muy diferente, en detrimento del bienestar social y de la justicia.
Pero el acontecimiento de la Resurrección para los creyentes es un hecho de consecuencias extraordinarias; así lo vivió la comunidad primitiva de Jerusalén y así lo debemos vivir los creyentes. El encuentro con el Resucitado de los discípulos y discípulas de Jesús de Nazaret realiza en ellos un profundo cambio interior, sellado posteriormente con la experiencia pentecostal, que da un nuevo sentido a sus vidas y se traduce en una praxis ética llamativa y desconcertante para el resto de ciudadanos.
Relatan los Hechos de los Apóstoles que aquellos hombres y mujeres permanecían juntos en la oración y en la fracción del pan. Se constituyeron en un nosotros; ya no estaban dispersos, cada uno por su lado, como ocurrió a la muerte del Nazareno. Era una comunidad que por su fe en el Resucitado afianzó su confianza radical en sus vidas hasta el punto que su comportamiento y actuación de cara a los demás era sorprendente. Si hacemos caso al psicólogo, especialista en la adolescencia, germano-estadounidense E. Erikson, cuando dice que “la confianza radical es la piedra angular de una personalidad sana”, los primeros cristianos viven “la infancia de su fe” de manera sólida y vigorosa, sin zozobras ni miedos internos, ni externos, por más que F. Nietzsche enfatice su “sospecha” y su desconfianza a todo aquello que debe ser verdadero y bueno. Desde esta confianza radical la comunidad de Jerusalén aborda, por una parte, la verdad de su fe, que no es otra que la Resurrección del Nazareno y ellos se proclaman sin ambages testigos de ese acontecimiento tan especial e inesperado, y, por otra, la bondad de su comportamiento, sin temor alguno a las represalias institucionales, bien de cárcel o hasta de muerte.
Desde esta verdad luminosa la primitiva comunidad cristiana considera que su fe en el Resucitado viene a ser la sangre que hermana a todos y cada uno de los creyentes, haciendo realidad aquel mandamiento nuevo que Jesús de Nazaret les dio en sus últimos días antes de la muerte: que se amaran unos a otros, como Él los había amado. Esta comunidad vivía el hermanamiento, la fraternidad, de manera utópica, pues ponían todos sus bienes en común, vendiendo hasta sus propiedades, de manera que entre ellos no había indigentes (remito a de mi libro Tenían un solo corazón. La fraternidad cristiana, Sal Terrae, 2019). Viven el encuentro con el Resucitado no como algo individual e intransferible, sino descubriendo al otro en su realidad biográfica e histórica; no desde el pietismo personal, como les ocurría a los de Tesalónica, a la espera inminente del más allá escatológico, sino todo lo contrario, asumen su responsabilidad del otro. El encuentro, pues, con el Resucitado les impulsa al encuentro con el otro, ya que, como bien poetizaba Blas de Otero: “El yo, por su misma configuración, deviene en hoyo, en vacío, al extrañarse del tú y quedar desterrado del nosotros”, distanciándose considerablemente de la propuesta ética (¿?) antifraterna, basada en el amor propio, de F. Savater: “Yo hago cosas con los otros, pero no por los otros”.
Ahora bien, esta vivencia fraternal y comunitaria desarrolla otros valores éticos de gran calado como es la denuncia profética de la injusticia y la búsqueda de valores comunitarios. Sin duda es llamativa la actitud de aquellos hombres y mujeres que sin miedo a las posibles represalias del poder político denuncian sin tapujos la injusticia que se cometió con Jesús de Nazaret, un inocente condenado a muerte y trágicamente crucificado, porque con su vida y su palabra ponía en evidencia los comportamientos perversos de saduceos y fariseos y de la clase política. No hay mayor injusticia que la muerte de un inocente. Pedro, ya desde su primera intervención pública, contrasta el comportamiento intachable y justo del Nazareno, “varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales” y a quien, “después de fijarlo en la cruz por medio de hombres sin ley, le disteis muerte. Al cual Dios le resucitó después de soltar las ataduras de la muerte” (Hch 2,22-24), con el comportamiento despiadado de unos “hombres sin ley” y sin ética. No es fácil la denuncia de la injusticia, sea del tipo que sea. Este valor ético de denunciar públicamente lo injusto y de resaltar a su vez lo que es justo, como se formula en las Bienaventuranzas, tiene sus riesgos. Tanto el testimonio de la comunidad primitiva cristiana como el de tantos y tantas a lo largo de la historia (también hombres y mujeres no creyentes) evidencia esos riesgos.
Vivir la fraternidad implica el diálogo desde la igualdad. Un valor ético que con frecuencia se margina en la sociedad civil y también en la eclesial. Escandaliza a creyentes y no creyentes que muchos de nuestros políticos, que se consideran católicos, apostólicos y romanos y que juran sus cargos públicos en nombre de Dios, rechazan olímpicamente el diálogo con sus adversarios políticos, sobre todo cuando está en juego el bien común de la sociedad española. Otro tanto habría que decir de la comunidad eclesial dominada por los clérigos quienes toman las decisiones eclesiales de espalda a los laicos, sin tener en cuenta que la fe en el Resucitado y el bautismo hacen iguales a todos los creyentes y sin tener en cuenta asimismo lo que propone J. Habermas, gran defensor de la acción comunicativa, y es que mediante la comunicación se busca el entendimiento con el otro, con el oyente, pues hay un presupuesto pragmático, que da pleno sentido a la acción comunicativa y es que hay un reconocimiento mutuo de igualdad entre los interlocutores. La Iglesia primitiva de Jerusalén ante el problema planteado de la vigencia de la ley de Moisés, sobre todo en lo que respecta a la circuncisión de los varones convertidos al cristianismo, se reúnen, dialogan y deciden todas las partes implicadas.
Desde la igualdad y el diálogo se potencia el bien común y se pone de relieve la corresponsabilidad como valor ético imprescindible para ese bien común, si se tiene en cuenta la propuesta de Aristóteles: “que ninguno de los ciudadanos se pertenece a sí mismo, sino todos a la ciudad, pues cada uno es una parte de ella”. De esta manera se resalta lo comunitario y la tarea inaplazable y diaria que tiene el creyente de transformar para bien todo lo que impide el desarrollo en valores éticos de hombres y mujeres. Algunas sociedades civiles tienen mecanismo democráticos de corresponsabilidad en el bien común; en la comunidad eclesial el atisbo de la corresponsabilidad está aún lejos. Para los clérigos no parece que la pluralidad en la unidad sea un valor ético consecuente con la fe en el Resucitado y que resalta Pablo en su Carta a los efesios (Ef 4, 4-12). Hay un solo espíritu y un solo cuerpo, una sola fe, pero esto no es óbice para que exista una pluralidad de responsabilidades (apóstoles, profetas, pastores…) y funciones dentro de la Iglesia y cuyo objetivo es “la edificación del cuerpo de Cristo”. El papa Francisco, en su carta al cardenal Ouellet, no lo puede decir más claro: “El clericalismo se olvida que la visibilidad y la sacramentalidad de la Iglesia pertenecen a todo el Pueblo de Dios”.
La fe en el Resucitado no puede aplazar la tarea del creyente de vivir la utopía de la fraternidad y de cuantos valores éticos que contribuyen al desarrollo de la comunidad eclesial y de la sociedad civil.
El significado pascual de la resurrección no está cerrado sólo a una comprensión de carácter religioso, tiene, y además en un primer sentido, una secular acepción en el mundo de la facticidad o, si se quiere, en el terreno de los hechos y es en ese primer posicionamiento desde el cual, si acaso, con posterioridad puede entendérsele en términos religiosos.
Hago precisamente esta entradilla para aprovechar la consideración analógica que hace Antonio Gil entre “momentos pascuales” y el hacer político, cosa que agradezco por poder así incidir en una distinción conceptual que tiempo atrás, en otro contexto, quedó algo confusa.
La distinción conceptual a la que me refiero se encuentra entre lo que tradicionalmente se ha venido en llamar “metafísica” punto de abstracción desde donde se ha explicado la resurrección y su versión contemporánea que pone el acento no en la “metafísica” (en el más allá) sino en “lo” metafísico mismo, en lo emergente que surge de cada paso dado “paso a paso” (pleno sentido pascual) a partir de un horizonte que es trascendentalmente factual y desde el cual los seres humanos nos movemos y existimos.
Los pasos humanos proyectados en el camino no son saltos en el vacío a los que se le tuviera que añadir un contenido, ahora político, ahora social, ahora religioso, sino formas de pisar humanamente la realidad en la que en ella cobran concreción y contenido las cosas. En este sentido repensarlas es resucitar en ellas, es “lo” propiamente metafísico.
Me parece acertada tu reflexión, Antonio, sobre todo la última línea: “La finalidad de la denuncia profética es doble: defender al inocente, pero también convertir al culpable”. Tal vez, Ana, tu “cuadratura del círculo tenga una posibilidad de explicación desde aquí, desde la doble tarea de la denuncia profética.
Antonio, en ello estamos y debemos estar sin tregua, pues por algo se proclamó el mandamiento de no usar el nombre de Dios en vano; se ve que este problema es muy antiguo, los dioses siempre han sido un buen comodín para los intereses propios. Lo que ocurre es que ahora tenemos más medios y una institución oficial, la Iglesia, para que aclaren públicamente todo aquello que atenta contra este mandamiento. Pero. claro, si hay obispos que se ponen a la cabeza de estos atentados contra la ética cristiana, aún a conciencia de que son valores y derechos humanos, pues nos queda al pueblo el seguir denunciando lo denunciable.
Un abrazo.
El punto de partida de la Iglesia es la Resurrección. Resurrección, Ascensión y Pentecostés constituyen el nacimiento de la Iglesia fundada en Cristo, no por Cristo. Jesús resucitado infundió fuerza a sus discípulos para que pudieran hacer vida su mensaje.
Hechos de los apóstoles asocia el encuentro del Resucitado con sus discípulos con Pentecostés, aunque el evangelio de Juan lo sitúa en el mismo día de Pascua, pero son diferencias que no afectan a la esencia del mensaje de Jesús.
“El encuentro del Resucitado con los discípulos y discípulas de Jesús realiza en ellos un profundo cambio interior, sellado posteriormente con la experiencia pentecostal”, dice el artículo. Por ello, partir de este momento empieza a hacerse realidad lo dicho en Hechos puesto en boca de Jesús:“Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra”.
Vivir la fraternidad es un deber fundamental de nuestra fe. Los paganos, viendo la unidad de los primeros cristianos, comentaban: mirad cómo se aman. Vivir la fraternidad exige diálogo, pero con “un reconocimiento mutuo de igualdad entre los interlocutores”, algo inexistente en la Iglesia, por ello Francisco lo denuncia claramente en las palabras que se citan al final del penúltimo párrafo.
La denuncia profética es una tarea que incumbe a toda la comunidad cristiana siempre y en todo lugar, asumiendo un compromiso activo de denuncia contra situaciones de pobreza y marginación, contra el fraude y la corrupción, pero también los riesgos que ello pueda comportar. La finalidad de la denuncia profética es doble: defender al inocente, pero también convertir al culpable.
Creo que, si bien, el mandamiento de amarnos unos a otros, así como el ejemplo de las primeras comunidades cristianas, podrían muy bien ser afirmaciones que no admiten discusión, resulta que no es así, porque cuando, cuestiones aparentemente objetivables, se someten a debate o a interpretaciones, aparece la subjetividad capaz de darle la vuelta a cualquier pensamiento para hacerlo coincidir con el propio. Y es aquí donde la complejidad del ser humano obstaculiza, cuando no, imposibilita el diálogo con la actitud de escucha y, si es necesario, de corrección.
Un ejemplo, si un político o una política en sus mítines dice que en las escuelas se le enseña a que los niños a que sean niñas y viceversa, o se les habla de zoofilia, ¿qué tipo de diálogo puede haber ante afirmaciones tan absurdas y tan alejadas de la verdad, por muy buena voluntad que tenga una de las partes? ¿Qué posibilidad de diálogo hay con políticos que juran por Dios, y, por otro lado, van contra la ley de violencia de género falseando datos, que, por otro lado, los datos o los números siempre son objetivos.? ¿Cómo puedo yo demostrar a nadie que no quiere convencerse que este año 2109, han asesinado a 20 mujeres y lo han intentado con otras más? Es la cuadratura del círculo, imposible.
Si bien la fraternidad y el amor a los demás no son exclusivos del cristianismo, quienes hemos optado por seguir el mensaje de Jesús y su ejemplo, aceptamos un plus añadido de compromiso, aunque no toda la persona que se dice cristiana crea que ese plus debe aproximarse lo más posible a estos valores universales-cristianos. El otro día leí que la mayor parte de votantes de VOX son cristianos. De hecho, algún obispo así se ha manifestado y el perfil de otros coincide con el programa de VOX.
Así que el vivir los valores éticos universales-cristianos y el compromiso de luchar por una sociedad justa, se quedará, primero, en una praxis individual, en segundo lugar, en comunidades que optan por conseguirlo y, ojalá fuese así, en una Iglesia cuyos cargos públicos representen el testimonio de su referente teórico, el Galileo.
Los partidos políticos que toman el cristianismo por bandera, podrían ahorrárselo y dedicarse a la política exclusivamente, que ya tienen bastante.