Alguien me relató, no sé si desde su experiencia o de la de otro, que, visitando una iglesia de pueblo, se encontró allí a un niño de unos 9 años sentado en un banco de la iglesia. Después de hacer un recorrido visual por la iglesia se sentó también en un banco no lejos del niño. Allí estuvo un rato envuelto en el silencio. Tras unos minutos, entró el cura y viendo al niño, a quien debía de conocer, se dirige a él y le pregunta: “¿Qué haces aquí?”. El niño sin inmutarse le responde: “Nada”. Entonces el cura le dice: “Reza un avemaría”. El niño, obediente, reza el avemaría y se marcha. El relato tiene un corolario inmediato: el cura (la religión) con su avemaría vocalizado interrumpe el sosiego espiritual de ese niño que, arropado por la penumbra y el silencio de la iglesia, está y vive la presencia del Misterio. Y que una vez rezado el avemaría considera que ha cumplido con su deber de orar a Dios y se marcha.
R. Panikkar nos dice que las “religiones son caminos, o mejor, proyectos de caminos para la plenitud humana”; o lo que es lo mismo, potenciar en el creyente, desde su libertad, la espiritualidad, es decir, la experiencia personal de sentir a Dios dentro de sí, para que se realice lo que bellamente escribía S. Bernardo: “A mayor interioridad, mayor dulzura”.
Pero las religiones, al menos la cristiana y las otras del Libro (la judía y el islam), a mi modo de ver, están lejos de ser proyectos de caminos para la plenitud humana, no porque en ellas se dé aquel dicho universitario, “quod natura non dat, Salmantica non praestat”; todo lo contrario, las enseñanzas y la vida de Jesús de Nazaret son factores vivenciales extraordinarios y vigorosos para alimentar una espiritualidad en plenitud. Pero nuestra religión cristiana se ha estructurado en torno a tres ejes cartesianos: el sacerdote, la norma y el rito. Y a lo largo de la historia más que ser creadores y potenciadores de espiritualidad en plenitud se han caracterizado por todo lo contrario: asfixiar la vida espiritual de los creyentes. Valga como ejemplo, aquel movimiento eclesial de espiritualidad intensa protagonizado por las beguinas, que se frustró desde la institución clerical y terminó llevando a la hoguera a algunas de sus protagonistas. A estas mujeres no se les permitió personalizar su fe con libertad y así poder experimentar el Misterio.
Una religión que se nucleariza en torno a la norma y al rito, teniendo como centinela escrupuloso al sacerdote, no puede ser “proyecto de caminos para la plenitud humana”. La norma lleva a la condena, a la prohibición, al anatema. Nuestros obispos en el concilio Vaticano II se quedaron con el pie traspuesto, pues no entendían que un concilio no condenara a alguien o a alguna doctrina. En este sentido es lamentable la actuación, en sesión conciliar, del entonces obispo de Canarias quien apostrofando sobre los presentes en el hemiciclo conciliar les espetó: “¡Ojalá se derrumbe sobre nosotros la cúpula de S. Pedro, si se llega a aprobar el Decreto sobre Libertad religiosa”. No es de extrañar que Nietzsche considerara al cristianismo y a los cristianos como “agobiados de convicciones”.
Cuando Max Weber nos habla de dos tipos de religión: la profética y la mística, la religión cristina se sitúa históricamente más en el territorio profético que en el místico; pero es preciso señalar que con más frecuencia de la deseada se escora al lado más perverso, como es el de concretar en normas y ritos el anuncio de la promesa y del kairós de la plenitud humana. De ahí hay un paso a presentarnos a Dios como un Ser omnipotente y todopoderoso (judaísmo y cristianismo) o Alá es grande (el islam). Y entonces el fundamentalismo está a la vuelta de la esquina. La experiencia histórica de ello es dolorosa, como la recientemente vivida en Francia con el semanario de humor Charlie Hebdo. Llama poderosamente la atención que aún en nuestros días se rece o cante en la liturgia de las horas (1ª semana) el salmo 149, donde el poeta bíblico invita a que se alabe el nombre de Yavé con danzas y que los piadosos se regocijen con “vítores a Dios en sus gargantas”, teniendo en “sus manos la espada de dos filos, para tomar venganza de las gentes y castigar a los pueblos”.
La religión cristiana lleva en sus entrañas lo verdaderamente profético y lo verdaderamente místico, como para que el creyente (cualquier ser humano), despojado de todas las connotaciones del templo, que nos lleva al sacerdote, a la norma y al rito, desarrolle en su interior el deseo óntico de sentir a Dios en su interior, de vivir en su presencia, ya que, como dice J.P. Sartre, “ser hombre significa ser Dios”; o la experiencia profundamente espiritual del poeta bíblico (Salm. 27,8): “Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro”.
La vivencia de la presencia del Misterio, que es el núcleo de la espiritualidad, tiene su origen, como he referido antes, en el anhelo óntico de cualquier hombre y mujer, que, como bien escribió Platón, el deseo es hijo de la indigencia, de la penuria. De ahí ese hambre de espiritualidad, que nos remite a la nostalgia de nuestro origen contingente y, por ende, al deseo de plenitud.
Ahora bien, si, como nos indica J. Habermas, “el pensamiento que no se decapita a sí mismo acaba desembocando en la Trascendencia”, la vivencia en nuestro interior de la presencia del Misterio, de la Deidad, que es lo que constituye la espiritualidad, ha de llevar a cabo una profunda y vigorosa transformación en el interior del ser humano. Es lo que JL Aranguren llama el para qué de la mística. La verdadera espiritualidad radica en estos dos rasgos inseparables: sentir, de una parte, el silencio del Misterio en lo profundo de uno mismo, hasta el punto de que, como nos trasmite Unamuno, “sólo perdido en Ti, es como me encuentro/… pues eres Tú más yo que soy yo mismo”; y, de otra, mirar alrededor, a la realidad circundante; hacerse “cargo misericordiosamente de la realidad”, como nos aconseja I. Ellacuría, mediante el compromiso personal, que conlleva una transformación liberadora de esa realidad histórica.
La espiritualidad, sea dentro o fuera de una religión, ha de vivenciar al unísono el Tú trascendente y el tú del otro. El Tú trascendente, como “huella de una ausencia, que sólo a través de ella se hace presencia”, según J. Martín Velasco, ha de vivenciarse desde el silencio, desde el mirar hacia dentro. El silencio de lo trascendente sólo se puede captar desde el silencio. Verdaderamente uno vive esta espiritualidad si experimenta un profundo cambio tanto en su ser como en su obrar, pues lo “importante, advierte Ibn Hazim, no es lo que una persona dice de su fe, sino lo que esa fe hace en esa persona”
Febrero 2015
Sigo la reflexión una vez incorporados más elementos
La vivencia ( de la cual hablamos)no surge a partir de un acto de vitalidad nuestro sino que es vivencia por llevar consigo un momento de realidad que lo hacemos nuestro (momento de intelección y de opción) y que en virtud de esta apropiación de realidad sentida en la experiencia es cuando penetramos en la nuestra propia. El sujeto de la experiencia no es el yo sino el Yo de mi realidad que me hace ser. Es decir, en virtud de la experiencia nos descubrimos conscientemente a lo que realmente somos. Lo cual esto explicaría de algún modo lo que Pepe quiere decir cuando, con lo del paso siguiente, dice. se alcanzaría la mismidad. Aunque si bien estaría de acuerdo con él, pienso que no se puede hablar aquí de existencia ya que en este caso se requeriría explicación de contenido y de nuevo estaríamos otra vez a las andadas. Es una experiencia, a mi modo de ver, no de contenido sino de forma.
· Vaya por delante mi agradecimiento supercariñoso a los que habéis participado hasta ahora en vuestros comentarios y que, sin duda, lo habéis enriquecido con creces. Quisiera añadir unas líneas al de Pepe Blanco: “Quizás el paso siguiente consista en atreverse a aceptar que no existe tal misterio ni tal deidad, sino que ” eso” es, simplemente, uno mismo”. El Misterio, la Deidad, nos inunda profundamente, pero no por eso deja de ser un Tú diferente al mío, que da consistencia a mi yo y con el que yo entro en diálogo, a quien rezo como lo hace bellamente Blas de Otero: “Mira, Señor, si puedes comprendernos,/ esta angustia de ser y de sabernos/ a un tiempo sombra, soledad y fuego”
A partir de la escena con la que Antonio da comienzo su exposición, a mí me vino también el recuerdo de otra escena muy parecida que me contó una amiga. En ella, se me hizo evidente aquello que, para quien no me entienda lo suficiente cuando, haciendo crítica epistemológica, digo que no es el ser lo primero sino la realidad siendo, verá ahí, ahora, el alcance de lo que esto significa.
Me contaba mi amiga, pues, que cuando viaja, sea en tren o en automóvil, disfruta en silencio viendo pasar el paisaje y el colorido de la naturaleza. Parece como que en ese punto guarda relación estrecha con lo que le sucede al niño del cual nos habla Antonio.
Sin embargo, continuaba diciéndo mi amiga que cuando viaja con su piadosa hija en el volante, aquel momento de experiencia trascendental si coincidiera por ejemplo con las doce del mediodía de repente se escinde abruptamente porque lo que hay que hacer en ese momento es, sobre todo rezar el ángelus. Con semejante cumplimiento, a la pobre mujer, todo se le viene abajo, y lo peor es que de regreso ni crepúsculos naturales ni nada de nada, habrá que rezar el rosario.
Bien, pues esto es, a mi modo de ver, para lo que han servido las religiones. Con estas ilustraciones podemos darnos perfecta cuenta de que la religión en su empeño de explicar el Misterio se ha llevado por delante este sosiego espiritual y vivencial que precisamente lo manifiesta. Es el momento manifestativo. ¿De qué? De la realidad en la cual estamos. Si no estuviéramos previamente en ella no se nos podría manifestar. En esta experiencia se hace presente lo enigmático. Esto nos ha de hacer pensar en lo que, con respecto al conocimiento, tiene de negativo hablar de limitación. La limitación es la mera distracción que en los contextos relatados es suplida por los rezos
El misterio nos está dado en esta primigenia experiencia precisamente en vistas al alcance de nuestra propia espiritualidad personal. Nos sitúa en la línea no de la limitación sino la de la capacitación. La Espiritualidad es término, el Misterio es el medio. Esta primera experiencia, por lo que concierne al conocimiento, es fundamental porque en ella al ir implícita la inmediatez de la verdad es por lo que ofrece luego la posibilidad de una búsqueda retrospectiva posterior al desencanto sufrido por la religión.
Sí, Pepe, de acuerdo con eso que dices: Es el ser humano que se vivencia a sí mismo, y de esa vivencia surge algo especial.
Y añadiría: que le conecta con todo sintiéndose nada, llenándole de asombro y plenitud.
Pero, ahí va una pregunta ¿Eso ya está ahí y es, antes de experimentarlo y hacerse en nosotros consciente? Difícil respuesta ¿No? Pues dice el sabio, que “el que habla, no sabe, y el que sabe, no habla” o algo así viene a decir.
Me gustan tus matices personales. Gracias.
Este artículo me gusta.
Me gustaría, no obstante, añadir un matiz personal. El autor dice que “la vivencia en nuestro interior de la presencia del Misterio, de la Deidad, que es lo que constituye la espiritualidad…”. Quizás el paso siguiente consista en encontrar la palabra que exprese adecuadamente el contenido, el significado de ese ” Misterio”, de esa “Deidad”. Quizás el paso siguiente consista en atreverse a aceptar que no existe tal misterio ni tal deidad, sino que ” eso” es, simplemente, uno mismo.
Es el ser humano que se vivencia a sí mismo, y de esa vivencia surge algo especial. A grandes rasgos, esa es la construcción que hizo Agustín de Hipona de la Trinidad. Otra vez, un dios hecho a imagen y semejanza nuestra.
Antonio, me encanta tu post. Hago míos los elogios y razonamientos de los anteriores comentatristas. Hace ya muchos años que me desteté de la institución que encarna la religiosidad, no la espiritualidad. Distintos conceptos. Con frecuencia, como tú explicitas, contrarios.
El relato del niño sentado en un banco de la iglesia explica sobradamente lo que yo entiendo que es la idea argumental del artículo. “Una vez rezado el avemaría considera que ha cumplido con su deber de orar a Dios y se marcha”. Lamentablemente esto sucede con demasiada frecuencia en los creyentes adultos, en general, porque la Iglesia ha puesto siempre el énfasis en una praxis religiosa basada en el precepto y en los actos de culto establecidos normativamente.
Casi exclusivamente solo las personas dedicadas por vocación a la vida religiosa conocen la oración mental, aunque también practiquen la oración vocalizada en sus ritos comunitarios o individuales. Al pueblo llano se le ha enseñado prioritariamente a vocalizar determinadas oraciones en la asistencia a los actos de culto impuestos.
La diferencia que yo encuentro entre espiritualidad y religiosidad es que este último concepto tiene el riesgo de que las palabras pronunciadas no lleguen a la mente y se queden solo en el recitado de una oración no personal sin “la vivencia en nuestro interior de la presencia del Misterio, de la Deidad, que es lo que constituye la espiritualidad”, quedando satisfecho por haber cumplido con la obligación de rezar, pero sin hacer una reflexión sobre la también obligación de influir de alguna manera, conforme al leal saber y entender de cada persona, en su entorno.
La espiritualidad profundiza más que una mera religiosidad en la oración personal realizada con la mente, que no tiene que ser exclusiva de las personas dedicadas a la contemplación, porque hoy también éstas están haciendo compatible su espiritualidad con actividades y funciones puestas al servicio de los necesitados y con la denuncia profética de lo que ocurre en la sociedad de la que no han huido , como en tiempos pasados, sino que se involucran profundamente en la misma mediante el compromiso personal o colectivo de una comunidad para “hacerse cargo misericordiosamente de la realidad”. Esta es la espiritualidad a la que se refiere el teólogo Darío Mollá cuando habla de “una espiritualidad muy afectada y muy urgida por tanto sufrimiento como estamos viendo y padeciendo. Una espiritualidad de solidaridad y justicia”.
Qué interesante tema y que magnífica reflexión con la sintonizo al cien por cien. Efectivamente es un tema recurrente y no por ello menos importante y necesario. Precisamente ayer en la Eucaristía de nuestras comunidades, y a raíz de la oración de Jesús, se suscitó esta misma reflexión y, por mi parte, casi fue idéntica a lo que Antonio dice sobre el Misterio y el “corazón” de nuestra intimidad más profunda, allí donde sólo podemos acceder nosotros y nosotras, donde, en el más absoluto silencio interior, es posible encontrarnos con ese Misterio que está latente en cada ser humano, olvidado en muchas ocasiones, rechazado en otras, tapado por tanto ruido mental en la mayoría de las ocasiones, pero siempre esperándonos, siempre sugerente, siempre acogedor y enriquecedor de nuestra persona, donde podemos encontrar algunas atisbos de luz en nuestro caminar por el vivir, eso que los místicos llamarían la contemplación de lo inefable.
Respecto a las religiones, al ser creación humana, aunque con “buenas intenciones”, no dejan de ser una herramienta más, que, dependiendo del uso que se haga de ellas pueden llevar a lo peor, a lo mejor o a lo anodino. La historia de la humanidad, la historia de las religiones y nuestra historia personal nos evidencian los múltiples usos y consecuencias a las que en nombre de la religión pueden conducir.
Gracias, querido Antonio, por compartir con nosotros/as esta importante y bien formulada y estructurada reflexión.
La religión es como una prótesis que puede ayudar a iniciarse en la espiritualidad, como el andador, como las ruedas supletorias de una bicicleta infantil, como las muletas; pero un adulto con ruedas supletorias no llegará muy lejos. Este artículo nos anima a miras más alto y más adentro. Lo importante no es que vivamos más la religión o la espiritualidad, lo importante es que una u otra nos transformen para hacernos cargo misericordiosamente de la realidad.