El tema de la fiesta es un fenómeno que ha desafiado a grandes nombres del pensamiento como R. Caillois, J. Pieper, H. Cox, J. Motmann y al propio F. Nietzsche. Y es que la fiesta revela lo que todavía hay de mítico en nosotros en medio de la fría racionalidad. Cuando se realizó la Copa del Mundo en Brasil en junio y julio del presente año, se hicieron grandes fiestas en todas las clases sociales, verdaderas celebraciones. Incluso después de la humillante derrota de Brasil frente a Alemania, las fiestas no decayeron. En Costa Rica, que no fue campeona del mundo, pero mostró excelente fútbol, hasta el presidente salió a la calle a celebrar. No fue diferente en Colombia. La fiesta hace olvidar los fracasos, suspende la terrible cotidianidad y el tiempo de los relojes. Es como si, por un momento, participásemos de la eternidad, pues en la fiesta no percibimos el tiempo que pasa.
La fiesta en sí está libre de intereses y finalidades, aunque haya fiestas de negocios donde la fiesta se transforma en beber, comer y negociar. Pero en la fiesta que es fiesta, todos están juntos no para aprender o enseñar algo unos a otros, sino para alegrarse, para estar ahí, uno para el otro comiendo y bebiendo en amistad y concordia. La fiesta reconcilia todas las cosas y nos devuelve la saudade del paraíso de las delicias, que nunca se perdió totalmente. Platón sentenciaba con razón: «los dioses hicieron las fiestas para que pudiésemos respirar un poco». La fiesta no es solo un día de los hombres sino también «un día que el Señor hizo» como dice el Salmo 117,24. Efectivamente, si la vida es un caminar trabajoso, necesitamos a veces parar para respirar y, renovados, seguir adelante.
La fiesta es como un regalo que no depende ya de nosotros y que no podemos manipular. Se puede preparar la fiesta, pero la festividad, es decir, el espíritu de la fiesta, surge gratuitamente. Nadie la puede prever ni simplemente producir. Solamente podemos prepararnos interior y exteriormente y acogerla.
A la fiesta más social (bodas, aniversario) pertenecen la ropa festiva, el adorno, la música y el baile. ¿De dónde brota la alegría de la fiesta? Tal vez Nietszche encontró la mejor manera de formularlo: «para alegrarse de alguna cosa, hay que dar la bienvenida a todas las cosas». Por tanto, para poder festejar de verdad necesitamos afirmar positivamente la totalidad de las cosas: «Si podemos decir sí a un único momento entonces habremos dicho sí no sólo a nosotros mismos sino a la totalidad de la existencia (Der Wille zur Macht, libro IV: Zucht und Züchtigung, n.102).
Ese sí subyace a nuestra decisiones cotidianas, en nuestro trabajo, en la preocupación por la familia, en la convivencia con los colegas. La fiesta es el tiempo fuerte en el cual el sentido secreto de la vida es vivido incluso inconscientemente. De la fiesta salimos más fuertes para enfrentarnos a las exigencias de la vida.
La grandeza de una religión, cristiana o no, reside en gran parte en su capacidad de celebrar y de festejar a sus santos y maestros, los tiempos sagrados, las fechas fundacionales. En las fiesta cesan los interrogantes del corazón y el practicante celebra la alegría de su fe en compañía de hermanos y hermanas que comparten sus mismas convicciones, oyen la misma palabra sagrada y se sienten próximos a Dios.
Viviendo de esta forma la fiesta religiosa, percibimos cuan equivocado es el discurso que sensacionalistamente anuncia la muerte de Dios. Se trata de un trágico síntoma de una sociedad saturada de bienes materiales, que asiste lentamente no a la muerte de Dios, sino a la muerte del hombre que perdió la capacidad de llorar, de alegrarse por la bondad de la vida, por el nacer do sol, por la caricia entre dos enamorados.
Nuevamente volvemos a Nietzsche que entendió mucho de la verdad esencial del Dios vivo, sepultado bajo tantos elementos envejecidos de nuestra cultura religiosa y de la rigidez de la ortodoxia de las iglesias: «la pérdida de la jovialidad, es decir, de la gracia divina (jovialidad viene de Jupter, Jovis) es la consecuencia fundamental de la muerte de Dios» (Fröhliche Wissenschaft III, aforismo 343 y 125).
Por haber perdido la jovialidad, gran parte de nuestra cultura no sabe festejar. Conoce la frivolidad, los excesos de comer y beber, las palabrotas groseras, y las fiestas montadas como comercio, en las cuales hay de todo menos alegría y jovialidad.
La fiesta tiene que ser preparada y solamente después celebrada. Sin esta disposición interior corre el riesgo de perder su sentido alimentador de la vida que llevamos. Hoy en día vivimos en fiestas. Pero por no saber prepararnos ni prepararlas, salimos de ellas vacíos o saturados cuando el valor de las mismas era llenarnos de un sentido mayor para llevar adelante la vida, siempre desafiante y para la mayoría, trabajosa.
Traducción de MJ Gavito Milano
Hola!
Viene llegando el Fin de Semana … las Vacaciones …
LA FIESTA es FIESTA cuando alcanza LA ORGÍA, EL DELIRIO;
¿lo aceptará Leonardo?
……………………….
DELIRIO Y RAZÓN – PROFETA E INTELECTUAL
(O y G: Sobre La Razón histórica –1944; págs.153-164)
1.- TÉCNICAS PRIMITIVAS – LA EMBRIAGUEZ
En una inmensa porción de pueblos primitivos actuales encontramos, en efecto, hombres cuyo menester u oficio es ponerse fuera de sí, tornarse frenéticos en ocasiones determinadas usando para ello las más variadas y, a veces, difíciles técnicas. Unas veces es la danza orgiástica que produce el vértigo y dementa al danzarín haciéndole caer en trance extático. Otras veces es la ingestión de bebidas alcohólicas o la masticación de sustancias estupefacientes. Otras es pasar la noche tendido sobre la piel de las victimas sacrifícales en los templos de los dioses, donde aromas y esencias provocan sueños vivaces, lo que los romanos llamaban la incubatio.
La finalidad de todas estas técnicas es apagar en el hombre los estados mentales que constituyen la normalidad cotidiana y suscitar estados anormales que van del ensueño hasta la alucinación. Se trata, pues, de dejar de ver las cosas que nos rodean y llegar a ver visiones. Ahora bien, estos hombres frenéticos o visionarios ocupan un lugar preeminente en la colectividad a que pertenecen, con frecuencia, e! más destacado de todos. Su exquisita faena de volverse dementes, de embriagarse o estupefacerse, no es un capricho o vicio privados sino que es una función pública, una magistratura de que la sociedad necesita.
La razón de que existieran estos personajes es que la mentalidad primitiva desconocía aún el método intelectual que solo surge hace 2.500 años, fecha o data en que fue descubierto por ciertos hombres, los cuales merecen por ello congruentemente el nombre de intelectuales. Este método intelectual, o pensamiento claro, racional o lógico, parece desde entonces a ciertas minorías de Occidente el único medio seguro para reconocer la efectiva realidad, orientarse en ella, descubrirla.
Pero la mentalidad primitiva que aún perdura en la mayoría de los habitantes de los pueblos civilizados, creía opuestamente que es el ensueño, la embriaguez, el delirio y el trance quienes nos hacen presente la verdadera realidad. Para nosotros en esas actividades mentales funciona la otra potencia humana que es la fantasía y lo que ella nos presente no es realidad sino fantasmas, fantasmagorías creadas por ella. El hombre primitivo ha preferido siempre al método intelectual este otro que podemos llamar fantástica! o visionario. Por eso desarrolló las técnicas delirantes para obtener el sueño vivaz, la embriaguez y el trance. Esto explica el sorprendente hecho de que entre los inventos más antiguos de la humanidad se halle el descubrimiento de los estupefacientes, más aún, que desde los más antiguos tiempos conoce el hombre ya casi todos y apenas si se ha podido luego añadir alguno. Lo que se ha hecho es extraer y depurar sus alcaloides, pero ahí estaban desde la hora auroral de la historia el opio, el cáñamo indico, la datura y et alcohol obtenido de diversas plantas.
2.- SIEMPRE EL VINO … Y OTRAS COSAS
El uso del vino y el cultivo de la vid, aunque son posteriores tienen el mismo origen entre mágico y religioso. La expresión in vino veritas que hoy tiene para nosotros un sentido pícaro y de pandilla es un viejo dicho latino que poseía pleno vigor religioso: en la exaltación de la embriaguez la verdad se hace presente. De aquí que hallemos la estricta correspondencia de esa expresión en Grecia donde se decía: oinos kaí aléthera -¡el vino, eso es la verdad!- antífona de la religión dionisíaca, por lo cual Platón, cuando contando ochenta años componía su Tratado de las leyes, Nómoi, se creyó obligado a dedicar uno de sus libros a discutir en qué medida el vino era benéfico para fines pedagógicos, religiosos y sociales. Pero más aún: antes de descubrirse los estupefacientes, en la edad paleolítica, primera de que tenemos noticia en cierto modo histórica -a saber, prehistórica-, ya el hombre había hallado modo para ponerse metódicamente fuera de sí o frenético. En efecto, datos convergentes de la prehistoria y la etnografía hacen sobremanera probable que la primera cueva o caverna que el hombre frecuentó deliberadamente y la primera cabaña que construyó, por tanto, su primera casa no fue como habitáculo, para guarecer en ella su vida cotidiana, sino que fue empleada para embriagarse y delirar. Cuevas y cabañas fueron inicialmente lo que los etnógrafos llaman “casas para transpirar”. En la cueva hacían arder ciertas plantas cuyo humo les hacia perder la razón y caer en delirio. Otras veces introducían piedras que habían sido calentadas hasta el rojo vivo y su calor, comprimido en el recinto, les hacÍa sudar hasta caer en trance. Es curioso que el hombre de quien se dice que es el animal racional, lo primero en que empleó su razón fue en procurar perderla; lo cual, como es excesivo, nos hace ya sospechar que el hombre no comenzó por ser racional y no está tan claro como se supone que lo sea todavía.
3.- MÉTODO VISIONARIO
Pero sería grande error, que envanecidos y satisfechos al sentirnos como nouveaux riches de la razón, nos detuviésemos en menospreciar ese método visionario de la mente primitiva que consideramos improcedente y pueril y no advirtiésemos otro lado mucho más importante que se nos revela en el hecho de que el hombre primigenio como el popular de hoy, anhela ver visiones. Porque esto presupone que no se contentaba con lo que veía, oía, tocaba, es decir, con todo aquello que se nos hace presente mediante las percepciones de los sentidos.
Basta oprimir no más que con la sombra de la atención ese hecho de que el hombre primitivo necesite ver visiones y se haga visionario para que rezume de él esta simplicísima pero importante averiguación: que ese hombre como el de luego y el de siempre al hallar ante sí las cosas inmediatas entre las cuales vive y encontrarse sumergido de por vida en el mundo que ellas integran, por tanto, en el mundo patente, que llamamos “este” mundo, lo juzga insuficiente -no por capricho sino porque ese mundo se compone de meros e infinitos hechos inconexos entre sí, consiste en acontecer esto y esto y esto en infinito y arrollador torrente, en medio del cual se siente perdido.
Esto quiere decir que lo que patentiza el mundo patente es un enigma, y por eso es insuficiente: es la presencia opresora de un infinito problema y omnímodo misterio. Lo que tiene de patente es lo que tiene de enigma como las figuras de un jeroglífico están a la vista precisamente para anunciar que ellas no tienen por sí sentido, sino que lo esconden, que tras ellas está el sentido y que es preciso averiguarlo, ponerlo al descubierto. De suerte que el mundo en que al vivir, sin más, estamos aparece ante nosotros como una inmensa y angustiosa máscara la cual, como toda máscara, a la vez denuncia y oculta otra realidad más allá de ella, que es la decisiva, que es la cara de esa más-cara -una realidad que es por esencia latente y no patente, que es de suyo secreta y arcana.
4.- ¿DELIRIO O RAZÓN?
De ordinario procuramos distraernos de la inquietud que esto nos produce y olvidar que mientras estamos -sin más- en este mundo patente e inmediato no estamos en la verdad, sino en el fraude, en el engaño, en el error -en una monstruosa mascarada, en un perpetuo e involuntario carnaval. Por eso el hombre primitivo como el de luego y el de siempre se afana en abrir boquetes en el telón falaz que es este mundo, en distender alguno de sus poros para intentar ver a su través lo que hay detrás -por tanto, para ver un mundo al que es esencial ser otro que éste. Y he aquí un tema que va a acompañarnos durante todo el curso: el hombre viviendo, a la vez, en dos mundos -el patente que no basta y el latente que se busca- el mundo y el trasmundo. La disputa multimilenaria versa sobre qué método es el más seguro para hacer el viaje del mundo al trasmundo. Los visionarios dicen que es el delirio –los intelectuales dicen que es la razón o inteligencia.
5.- LOS DELIRANTES ¿UN OFICIO LLAMADO “PROFETA”?
Antes del siglo VIII en que nació Amos había en Israel nebiîm -plural de nabi-, había visionarios, extáticos, frenéticos. Había de ellos gran número. Su ejercicio era popular porque administraban las creencias tradicionales o inveteradas y representaban la opinión pública. Practicaban rituales orgiásticos, se embriagaban, se intoxicaban; todo ello a cuenta del pueblo que les pagaba un salario. (Cuando el hombre ejercita una actividad de modo profesional no está dicho ni mucho menos que lo haga por inspiración vocacional. Profesión y vocación, coinciden a veces pero no tienen nada que ver entre sí. Como el asunto tiene más importancia de la que parece, habremos de investigarlo un día.) Profesionales del delirio, eran, con frecuencia, gente pícara y sobornable pero sumamente populares. Balaam con su burra profetisa es buen ejemplo de ello: es un personaje semiburlesco del folklore hebreo.
Ahora bien, la palabra griega profetes no significaba visionario, extático o delirante sino todo lo contrario. Profetes eran los hombres adscritos a los templos donde se emitían oráculos -Delfos, Dodona- y su misión consistía en interpretar, por tanto, en aclarar y declarar las palabras y rumores, por sí mismos casi ininteligibles, que pronunciaba la pitonisa o la sibila cuando entraba en trance.
Sabido es que la sibyla y la pytia para dar sus respuestas se colocaban sobre un trípode. La razón de esto era que había de estar la sibyla situada sobre un agujero o sima que se abría en la tierra -el de Delfos aun existe- bajo el cual corría una fuente subterránea, de agua mineral, cargada de gases mefíticos que la embriagaba. Ese agujero por donde llegaba la inspiración divina, la palabra del dios -era, pues, un boquete- y como en latín os, oris designa la boca, su diminutivo, boquita, será oraculum. El oráculo es, pues, propiamente la estrecha abertura o hendidura de la tierra por donde las primitivas divinidades subterráneas hablaban, oraban a los hombres.
6.- ¿CHARLATÁN, O AL REVÉS?
El profetes no era, pues, un delirante ni un visionario -al contrario, era el que con su mente clara, con su buen sentido daba sentido al ininteligible oráculo y, podríamos decir, lo racionalizaba. El profetes, ciertamente, no hablaba por su cuenta sino que trasmitía el mensaje divino -pero esto, interpretarlo y trasmitirlo lo hacía por su cuenta y con su mente clara y lúcida. Ahora bien, el tipo de profeta que empieza con Amós es enemigo irreconciliable de todos los visionarios, orgiásticos y delirantes. Esto explica lo que para el lector ingenuo de la biblia resulta incomprensible: que Amós y casi todos los demás profetas sensu stricto repiten una y otra vez, que ellos no son profetas, se entiende, nabi o nebiîm, no son gente que se gana la vida poniéndose en delirio y embriaguez, halagando las opiniones establecidas desde antiguo en Israel, la creencia politeísta en los dioses o baales y los desórdenes morales que ella traía consigo.
Y así Amós nos ofrece en resumen su biografía cuando en el versículo 14 del capítulo 7 dice: Yo no soy profeta ni hijo de profeta -yo soy pastor de cabras y de ovejas en tierras de Tekoa y me gano la vida además recogiendo los frutos del sicómoro.
“Hijo de profeta” era el nombre de asociaciones o grupos de nebiîm, de delirantes adscritos a tal o cual autoridad. No se olvide que la reina Jezabel, según el libro II de los Reyes, tenía en torno de sí 850 de estos pseudo-profetas, los cuales vivían de su cocina. Pero lo sorprendente de ese versículo es que en el siglo VIII antes de Cristo, alguien hable desde su individual persona y ostente su autobiografía -para que haya desde luego claridad sobre quién dice el decir y de qué vive el que lo dice. Exactamente lo mismo encontramos pocos años después en Hesiodo. ¡Las cuentas limpias!
7.- SE INAUGURA UN NUEVO “ESTILO” (un poco jodido): EN SOLEDAD
Y bien, si Amós no es profeta en ese tradicional y popular sentido ¿en qué nuevo sentido lo es? ¿Cómo se representa él su papel, su misión, su vocación? El mismo nos lo dice en el versículo siguiente con las más eficaz sobriedad, que iré comentando dividiéndolo en dos trozos: “Yahvé me ha tomado aparte cuando iba detrás de mi ganado” -es decir, Dios le ha retirado de sus ocupaciones habituales, del tráfico cotidiano con los demás hombres, del mundo, en suma, donde primaria e ingenuamente estaba. Pero esto quiere decir que le ha dejado sin los demás, que le ha dejado sin su mundo -por tanto, que Amós se ha quedado solo- y entonces, cuando el hombre se queda, en efecto y radicalmente solo consigo se encuentra con que en el fondo de su soledad brota la fuente de la verdad.
Para el israelita la verdad viene de Dios -es la palabra de Dios- para el griego la verdad es la razón de las cosas, es el ser mismo de las cosas. Tanto da para lo que ahora nos importa, a saber, que el hombre no descubre la verdad sino en la soledad consigo; lo cual no es nada vago, misterioso ni místico como puede comprobarse con la simplicísima observación de que nadie jamás ha podido pensar efectivamente, esto es, de verdad pensar y pensar con verdad cosa tan trivial como que dos y dos son cuatro si no es quedándose, aunque sea un instante, solo consigo, recogido dentro de sí, representándose con lucidez, con evidencia lo que es ser dos y ser “más dos” y ser cuatro. De ordinario usamos este pensamiento sin pensarlo en efecto, mecánicamente, ciegamente, no evidentemente, a cuenta y crédito de nuestro contorno social que nos lo garantiza porque según parece, hay unos hombres llamados matemáticos que aseguran ser eso verdad. Nuestro habitual pensar dos y dos son cuatro no es más que un cheque que giramos sobre el banco de los matemáticos.
8.- EN SOLEDAD
He aquí, pues, que cuando el hombre se queda solo consigo en radical soledad, en desolada soledad, por tanto, sin nada, ni siquiera sí mismo -porque lo extraño de esa auténtica soledad consigo es que el primero en desaparecer es ese yo, ese sí mismo, que uno creía ser-, entonces, digo, la soledad se convierte en lo que bellamente llama San Juan de la Cruz, la “soledad sonora”. En efecto, entonces es cuando las cosas comienzan a decir dentro del hombre su verdad -comienzan a revelarnos lo que en verdad son.
En la sociedad, en la compañía, en las ocupaciones habituales tenemos las cosas, usamos de ellas, abusamos de ellas o ellas de nosotros -pero no tenemos su ser, su verdad. Las cosas por si no pueden revelar su propio ser, éste se manifiesta en el decir, en la palabra; no tienen voz, son máscaras mudas o si se quiere tienen una voz silente, una voz taciturna que sólo puede oír el hombre que se retira del mundo y renuncia a sí mismo. Entonces ese mundo de las cosas pone su silente voz en el solitario -que es el profeta, el pensador, el filósofo, en suma, el intelectual-, pone en él su voz taciturna como el ventrílocuo la sitúa en la figura de cartón que muestra al público. No es propiamente el pensador quien piensa y quien dice -son las cosas quienes en él se piensan y dicen a sí mismas. La inteligencia, señores, es esta operación de esencial ventriloquia. Este es el sentido que en Grecia tenÍa la palabra lógos, legem, decir.
9.- Carácter primero: SER DEL PUEBLO
Pero volvamos al texto. “Yahvé me tomó aparte detrás de mi ganado y hablándome me dijo: Amós, anda y sé profeta contra mi pueblo Israel”.
Nótese que Israel de quien Jehová dice que es su pueblo, es, a la vez, el pueblo de Amós, si bien el posesivo, referido a uno y a otro, tiene signo inverso. Israel es el pueblo de Dios porque pertenece a Dios -pero Israel es el pueblo de Amós porque Amós pertenece al pueblo de Israel. Todo hombre, quiera o no, pertenece a un pueblo -no hay el hombre abstracto y en general- ser hombre es irremediablemente serlo según el modo modulo creado milenariamente por una colectividad. Amós está hecho de una materia que se llama Israel -por eso, en toda la fuerza del vocablo, es israelita. Israel es, en este sentido el pueblo de Amós.
No añadimos, por tanto, nada a las palabras de Amós, antes bien restamos, si modificando el texto decimos “Jehová hablándome me dijo: Amós, anda y sé profeta contra tu pueblo”.
10.- Carácter segundo: DECIR CONTRA o CONTRA-DECIR
¡Ah! esto es ya muy otra cosa que ser nabi, representante y vocero de las ideas establecidas en el pueblo, de la opinión pública. Por lo visto, esta nueva y más auténtica manera de ser profeta es inversa de la tradicional; el nuevo profeta será por esencia; profeta contra.
11.- EL INTELECTUAL: LA PARADOXA DE LO IMPOPULAR Y RIDÍCULO
Si ahora buscamos la manifestación paralela a ésta entre los primeros intelectuales de Grecia topamos inmediatamente con que el primer fragmento auténtico del primer pensador que ha llegado hasta nosotros, a saber, Mecateo de Mileto, posterior a Tales, pero anterior a todos los demás, dice así al comenzar su obra: “Las opiniones de los griegos son diversísimas y ridículas, pero yo, Hecateo, digo las siguientes razones.”
Aquí Dios ha desaparecido: en su lugar están las razones -pero la situación es, en lo esencial, idéntica. En todos estos casos un hombre desde su individualidad opone su opinión a la opinión pública. Con la energía y desnudez que, según antes dije, muestran las cosas humanas en la hora de su primera aparición se nos revela aquí que la inteligencia es una opinión contra la opinión pública. Y no es sino reconocer lo que esto significa, afirmar que el destino del intelectual es… la impopularidad.
El intelectual, no por gusto, albedrío o capricho, sino por la consistencia misma de su vocación y su tarea tiene que ser impopular, impopular en todo pueblo, sea él de arriba, sea él de abajo. Su misión es corregir la opinión pública y traer a los hombres del error en que están a la verdad que necesitan. Como la opinión establecida y pública en griego se llama dóxa -la opinión del intelectual que es siempre contra-opinión- será inevitablemente paradoxa. Y, en efecto, la historia de la filosofía es, como veremos, una serie ininterrumpida de paradojas.
Nada extraño parecerá que tanto los profetas, como los primeros pensadores de Grecia, lo mismo que casi todos los que siguieron y la inmensa mayoría de cuantos en el mundo han sido después padecieran persecución. Ni tendría sentido que se quejasen de ello -la impopularidad de la vocación trae consigo la persecución de quien la ejerce. La misión del efectivo intelectual no es adular ni halagar, es oponerse y rectificar; rectas facite in solitudine semitas Dei nostri -como decía Isaías [XL,3]. Su destino es, pues, áspero, bronco y terrible -como que es una de las formas más altas de la más auténtica virilidad.
12.- OPINIÓN PARTICULAR Y LA OPINIÓN PÚBLICA
Pero dos advertencias son necesarias sobre todo esto para que queden las cosas en su punto -una es esta: sería insensato, injustificable y nulo que un hombre quisiera oponer su individual opinión a la inmensa mole que es la opinión pública. No hay motivo para suponer que esa opinión privada de uno como tal valiese más que la de muchos o la de todos. Pero la validez que tiene la opinión del intelectual reside precisamente en que no es su opinión particular.
El teorema que descubre el geómetra, la “teoría de la relatividad” que descubre Einstein no es del geómetra ni es de Einstein. El autor es sólo el primero a quien la nueva opinión se impone por su evidencia, por su verdad. Como antes dije, el intelectual comienza por hacer el vacío en sí mismo para dejar que en él se aloje y manifieste la verdad. Esto es lo que da sentido a ese revolverse del intelectual contra la opinión pública.
13.- CUANDO DESAPARECE EL “INTELECTUAL”
Y ahora podemos formular con términos de más apretado tecnicismo en qué consiste ese ensayo gigante que hoy se hace de eliminar la colaboración del intelectual en la vida humana: lo que se debate, estrictamente expresado, es si el lugar donde la verdad se manifiesta es en la vida individual, en la persona o en la vida colectiva, en el pueblo.
Mas como los que hablan a toda hora de lo colectivo no revelan tener noción alguna clara sobre lo que esa palabra significa ni sobre los problemas que ella incluye y arrastra, no tenemos más remedio que dedicar una parte de este curso a intentar precisar del modo más rigoroso y más sin escape posible toda una serie de conceptos como colectividad, sociedad, pueblo, nación, internación, ultranación, Estado, derecho, ley, costumbre, uso, desuso, abuso, etc. Como ven, aun siendo ésta sólo una de las facies o lados de nuestro curso, nos va a dar bastante quehacer.
La otra observación es esta: no basta que una opinión sea evidente y, por tanto, verdadera para que se imponga a los hombres. Estos no suelen espontáneamente estar predispuestos, abiertos, francos a la evidencia. Esa predisposición es precisamente la que laboriosamente educa en sí mismo el intelectual: es su técnica o artesanía. ¿Cómo podrá entonces infiltrar su opinión en la inmensa mole de la opinión pública? ¿Cómo logrará dominar a esta?
El intelectual no puede en manera alguna luchar con las fuerzas formidables de pasiones, apetitos, intereses, entusiasmos ciegos, inercias que constituyen la opinión pública. La inteligencia no posee fuerza ninguna: es adinámica. La idea es pura transparencia, es incorpórea, es luminoso espectro. ¿Qué hará frente a los poderes, a las fuerzas fabulosas de los impulsos sociales?
14.- EL INTELECTUAL o EL OFICIO DE OPONERSE Y SEDUCIR
Fue un error disculpable en los primeros pensadores que no tenían aún experiencia de su propia, innovadora actuación adoptar ese tono agresivo e irritante, esa actitud de boxeadores. Mas pronto, el espíritu, la inteligencia comprendió que precisamente por ser el fondo de su misión oponerse a gigantescas fuerzas incoercibles, la forma de hacerlo no podía ser luchar con ellas, puño contra puño, sino, al revés, atraerlas, encantarlas, seducirlas.
Ya que la inteligencia no tenga fuerza, déjesele que tenga gracia. Y, en efecto, a todo lo largo de la historia, la inteligencia ha sido el flautista que encanta a las cobras y dragones de la impulsividad. Después de todo al hacer esto no hace sino imitar a Dios.
El theós, el dios de Aristóteles es el ente supremo y primer motor del Universo. Pero no mueve al mundo con el dedo ni empujándolo como un ganapán. El primer motor mueve el mundo pero él mismo está inmóvil. Lo mueve atrayéndolo con su perfección, fascinándolo con su esplendor -y para aclararnos esta difícil idea Aristóteles emplea una de las metáforas más ilustres y agudas en la historia del pensamiento cuando dice que Dios mueve el mundo “como lo amado mueve a quien lo ama”.
Ahora bien, lo amado mueve a quien lo ama porque le conmueve -es decir, porque le encanta, le fascina y le seduce. He aquí, esbozado en su fondo y en su forma, para qué están ahí los intelectuales, qué es lo que han venido a hacer sobre la tierra: oponerse y seducir.
Es una gozada leer cuanto habéis escrito sobre estas pinturas y sus creadores…
Ni vino necesito para gozaros… además… tengo un serio problemilla con el vino…es, ummm… que no me deja gozar, porque enseguida me nubla mis sencillas entendederas y en lugar de gozar, tengo que dejar pasar un rato para serenar mi “nube” y poder seguir disfrutando, entregada por completo a la celebración.
Cierto, que enseguida me siento feliz ante personas que me hacen parte de su ser, de su ternura, acogida, entrega compartida.
Creo que en una bacanal… es…jejeje… que no me veo, estaría perdida; pero en una reunión de amistad y unión de sentires… puedo llegar a ser… el gozo mismo en persona.
¡Gracias! Ha sido muy reconfortante leeros.
Un abrazo entrañable y redondo.
pili-mª pilar
LOS «BORRACHOS», DE VELÁZQUEZ
La belleza y la ventura son atribuciones de los dioses —nos sugiere Poussin—, no de los hombres. La alegría que describe en su cuadro produce en nosotros una reacción amarga, porque nos sentimos excluidos de ella. La realidad es laboriosa y lugar de dolor: la felicidad es irreal como estos dioses y estas ninfas. El sol real se ha vengado, ha oscurecido el cuadro, como dicen que los olímpicos poderes cegaron a Homero para vengarse del deshonor que éste vertiera sobre Helena.
La solución de Poussin nos induce a una idea contemplativa, interior, callada, en que recogemos los tenues ecos de ese reír inextinguible que llevan en los labios los dioses. Solución poco reconfortante, equivoca invitación a una perdurable melancolía. Pero, al menos, Poussin nos asegura que hay dioses. Poussin pinta dioses.
Y he aquí que nuestro Velázquez reúne unos cuantos ganapanes, unos picaros, hez de la ciudad, sucios, ladinos e inertes. Y les dice: «Venid, que vamos a burlarnos de los dioses».
En medio de la viña desnuda a un mozancón rollizo, de carne linfática, y le pone unas hojas de vid en torno a la cabeza. Este será Baco. Y agrupa a los demás en torno de una jarra y les hace beber hasta que los ojos se hinchan estúpidamente y las mejillas se contraen en un necio gesto de risa. Esto es todo.
La bacanal desciende a borrachera. Baco es una mixtificación. No hay más que lo que se ve y se palpa. No hay dioses.
El estado de espíritu que esto revela, la burla de toda mitología que, como es sabido, aparece a lo largo de la obra de Velázquez —recuérdese Mercurio y Argos, El dios Marte—, tiene, sin duda, grandeza. Es una valiente aceptación del materialismo, un desafío al cosmos, un soberbio malgré tout. Pero, ¿es justificado? ¿No es el realismo una limitación?
Porque, vengamos a cuentas: ¿qué cosas son los dioses? ¿Qué han simbolizado los hombres en los dioses? El tema es grave y difícil. Forzándolo podíamos decir: los dioses son el sentido superior que las cosas poseen si se les mira en conexión unas con otras. Así, Marte es lo mejor de la guerra: la gallardía, la entereza, la reciedad del cuerpo. Así, Venus es lo mejor de la expansión sexual: lo deseable, lo bello, lo suave y blando, el eterno femenino.
Baco es lo mejor de la sobreexcitación fisiológica; el ímpetu, el amor a los campos y a los animales, la profunda hermandad de todos los seres vivos, los bienhadados placeres que a la mísera humanidad ofrece la fantasía. Los dioses son lo mejor de nosotros mismos, que, una vez aislado de lo vulgar y peor, toma una apariencia personal.
Decir que no hay dioses es decir, que las cosas no tienen, además de su constitución material, el aroma, el nimbo de una significación ideal, de un sentido. Es decir que la vida no tiene sentido, que las cosas carecen de conexión. Tiziano y Poussin son, cada cual a su modo, temperamentos religiosos, sienten lo que Goethe sentía: devoción a la Naturaleza. Velázquez es un gigante ateo, un colosal impío. Con su pincel arroja los dioses como a escobazos. En su bacanal, no sólo no hay un Baco, sino que hay un sinvergüenza representando a Baco.
Es nuestro pintor. Ha preparado el camino para nuestra edad, exenta de dioses; edad administrativa en que, en vez de Dionysos, hablamos del alcoholismo.
Hola!
¿Brindamos?
¡Salud, compañeras y compañeros!
…………………….
NOTAS:
1.- para que Antonio Duato se entretenga en pegarle la figurita correspondiente.
2.- De Ortega y Gasset TRES CUADROS DEL VINO OCT2, 50-58
(TIZIANO, POUSSIN Y VELÁZQUEZ)
……………………
LA «BACANAL», DE POUSSIN
Ello es que el vino, según Tiziano, lleva la pura materia orgánica a una potencia espiritual. Aquí tenemos, en este cuadro espléndido, declarada con motivo de unos hombres que se solazan en torno a unas ánforas de vino, la filosofía del Renacimiento. La Edad Media nos habla del espíritu como enemigo y contradictor de la materia. Matando ésta crece aquél; la vida es una guerra que mueve el alma al cuerpo; la táctica se llama ascetismo.
Pero el Renacimiento siente de otra manera la incógnita de la existencia. Se resiste, se niega a esa dualidad pesimista. No; el mundo es uno: no es solo materia grosera, ni sólo imaginaria espiritualidad. Lo que llamáis materia puede alcanzar una vibración rítmica —y esto es lo que llamáis espíritu. El músculo llega por sí mismo, a lo sumo favorecido por el vino, a la danza, la garganta al canto, el corazón al amor, los labios a la sonrisa, el cerebro a la idea.
Podemos, pues, arribar a una fórmula que nos fije el sentido de la Bacanal tizianesca; es el punto de indiferencia entre el hombre, la bestia y el Dios. Sus personajes son de carne y hueso; por mera intensificación de sus energías naturales, es decir, bestiales, llegan a la unión esencial con el cosmos, a la intuición infinita, al absoluto optimismo que era patrimonio de la supuesta divinidad.
Comparemos brevemente con la de Tiziano la de Poussin.
El cuadro es una ruina de un cuadro. Imposible que la fotografía ni el grabado den una idea de él. Allá en una sala apenas visitada del Museo prolonga una fatal agonía.
Los tonos rojos, simplicísimos, con que Poussin labraba sus figuras, han sido absorbidos por la fiera luz real que sobre ellos secularmente ha ido operando. Los tonos fríos, de azules fundidos con negro, se han empastado. Como ante el lienzo de Tiziano reímos, este lienzo físicamente maltrecho nos invita a la elegía, a meditar sobre lo fugitivo de todo esplendor, sobre el acabamiento y la cruel misión del tiempo, gran roedor.
Sin embargo, lo que nos cuenta Poussin es, si cabe, más alegre aún que la anécdota de Tiziano. Porque Tiziano refiere sólo una anécdota, nos presenta algo esencialmente momentáneo; No podemos menos de advertir el esfuerzo de la materia para ascender un instante, empujada por el vino, a las finas vibraciones espirituales; no podemos menos de presentir que todo concluirá en un inmenso cansancio, en carnes ajadas, en músculos lacios, en mal sabor de boca.
Los personajes de Poussin no son hombres, son dioses. Faunos, silenos, ninfas y sátiros que acompañan por el bosque eternamente la rauda aventura de Baco y Ariadna. El elemento realista, humano, sólo humano, de Tiziano, falta aquí. No por defecto, no por error u olvido, sino formalmente. Poussin pinta cuando ha pasado el Renacimiento como pasa una bacanal humana. Vive precisamente en el día que sigue a la orgía tizianesca. Llora de cansancio y desánimo.
Las promesas optimistas del Renacimiento no se han cumplido. La existencia es áspera y exenta de poesía: la vida se va estrechando. Los pueblos de Occidente se entregan al misticismo o al racionalismo. ¿A qué vivir? Suprimamos en lo posible la acción; reduzcamos a lo mínimo la vida; más bien que vivir esta aspereza presente, recordemos la egregia existencia de un vago pretérito.
Poussin es un romántico de la mitología clásica. Dentro de un espacio irreal hace pasar el cortejo armonioso de unos seres divinos, dotados de un reír inextinguible, que beben sin emborracharse, para quienes la bacanal no es una fiesta, sino la vida normal. Meier-Graefe nota muy bien esto: «La bacanal de Poussin evita todos los extremos. No es, como la de Tiziano, el episodio de un día de libertinaje; es la felicidad hecha norma».
En efecto: el niño del cuadro de Tiziano está aquí, a la derecha, en un grupo formado por un fauno y una ninfa, la cual cabalga un macho cabrio. El niño tiene patas de chivo, es un satirillo lindo, hijo tal vez del buco y la bella divinidad. Esta aproximación entre el dios y la bestia tiene una grave intención melancólica característica del romanticismo.
Cuando Rousseau postulaba la vuelta del hombre a la Naturaleza proclamaba también la ruptura de la civilización. Esta, lo específicamente humano, es un error, un callejón sin salida. La Naturaleza es más perfecta que la cultura; es decir, la bestia está más cerca de Dios que el hombre. Y Pascal, tiempo antes, había predicado también: Il faut s’abêtir.
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(sigue con Velázquez)
Me gusta el título del artículo, pero le daría la vuelta, es decir, afirmar la bondad de la vida es una fiesta permanente que se nos regala sin cesar.
El simple encuentro con otra persona que lo está viviendo, ya es alegría y celebración, en intercambios de miradas de roces de sonrisas y palabras. La satisfacción y gozo es un gran regalo a compartir.
Recientemente estuve en una fiesta de reencuentro de toda la familia de mi madre, nos reunimos 82, todos, niños ancianos y adultos estábamos espléndidos de vida y alegría. Por supuesto, no faltó el vino que a los más jóvenes les hizo sentirse y vivir con mayor estruendo estar juntos, compartir nuestro fondo común: los abuelos que la vida regaló con 9 hijos y con su mucho trabajo y tesón nos fueron dando tanto, tanto…
Gracias a todos.
Gracias, Oscar por tus aportaciones, tan plásticas a partir de, en este caso, expresiones artísticas pictóricas.
Es cierto, la vida sin fiesta se haría totalmente insoportable e insufrible. Siempre pienso en esas personas que viven en un sufrimiento constante ya sea por enfermedad, ya sea por problemas laborales, familiares, pérdida de algún ser imprescindible en su vida, gentes que han vivido agresiones bélicas terribles, que padecen hambre crónica, violaciones de toda índole, machismo cotidiano como forma de vida, etc. etc. La lista de sufrimientos es inmensa. Para estas gentes se les han quitado las ganas de fiesta, son vidas lánguidas, de mera supervivencia.
Afortunadamente gran parte de la humanidad es capaz de poder aparcar las penalidades cotidianas o puntuales para parar el tiempo, salir de ese “valle de lágrimas” que con tanto ahínco la religión o los poderes fácticos han querido convencernos de que eso debe ser la vida, mientras ellos se dedican a bacanales de toda índole. Reivindico la fiesta, la alegría, el placer, el goce, la amistad, la risa y las carcajadas y, en general, el derecho a disfrutar de las parcelas de felicidad que la vida nos ofrece.
Y ya que Boff escribe siempre sobre la base religiosa cristiana, reivindico el cambio de fondo de la celebración de la Eucaristía, no como sacrificio de Jesús, sino la celebración de su paso por esta vida y cómo la vivió. Jesús no vivió atormentado, sino que se nos relata sus comidas, sus comensalías y, para sus enemigos, sus comilonas, la presencia del vino como sustancia mediterránea que da alegría, el goce de los sentidos ante la naturaleza, la amistad con amigos y con amigas, etc.
LA «BACANAL», DE TIZIANO
No creo que haya cuadro en el mundo tan optimista como éste. Es un rellano que se hace junto a la ladera de un montecillo. Unos árboles amenizan el lugar: tras ellos un mar de color ultramarino, de aguas densas e inmóviles. Una nave lenta se desliza.
El cielo, de azul intenso, con una nube blanca en medio, es el personaje principal; en él se destacan los árboles, el montículo, brazos y cabezas de algunas figuras, y cuanto de él es tocado queda libre de las penalidades materiales.
Hombres y mujeres han escogido este apacible rincón del universo para gozar de la existencia: son unos hombres y unas mujeres que beben, ríen, hablan, danzan, se acarician y duermen. Todas las funciones biológicas parecen aquí dignificadas y con idénticos derechos. En medio casi del cuadro, un niño alza su camisilla y realiza sus menesteres menores.
En el vértice de la loma, un viejo desnudo toma un baño de sol, y en primer término, a la derecha, Ariadna, desnuda y blanca, se despereza dormida.
Este cuadro podría llamarse de otra manera más expresiva, podría llamársele lo que es en verdad: el triunfo del momento.
De un instante a otro instante vamos por la vida dando tumbos; de ellos nos son unos indiferentes, los dejamos pasar como vemos fluir un río grisiento. Otros nos traen dolores, son como punzadas y pinchazos en nuestro corazón; ¿qué hacer? Solemos decir un ¡ay de mí!, y empujamos el instante lejos de nosotros, lo repelemos, lo aniquilaríamos si pudiésemos para que jamás volviera.
Pero hay momentos sublimes en que nos parece coincidir con todo el universo; nuestro ánimo se expansiona y virtualmente abarca el horizonte y somos una misma cosa con cuanto nos rodea, y nos percatamos de una subitánea armonía que gobierna las cosas. Es el momento del placer, es como la cima de la vida y su integral expresión.
Y entonces unas manos espirituales se alzan en nuestro espíritu y se agarran al instante y pugnan por retenerlo. Mejor aún: de un brinco nos lanzamos dentro de ese instante que pasa veloz, decididos a entregarnos a él, sin reservas ni suspicacias, como si el minuto placentero fuera una de aquellas naves venturosas que Homero atribuye a los Feacios, naves que sin timón ni piloto conocen ciertas los caminos del mar,
Uno de estos momentos ha pintado Tiziano. Estas gentes viven en una ciudad y allí padecen los tormentos de la existencia concreta: tienen ambiciones insaciables, sufren privaciones, desconfían mutuamente de sí, les acongoja el sentimiento de la propia limitación y se miran con ojos torvos los unos a los otros.
Pero un día van al campo: es blanda la brisa, el sol dora el polvillo atmosférico y pone azules sombras bajo las ramas frondosas. En esto alguien trae unas ánforas y unos bocales y unas jarritas de plata y oro labradas delicadamente. Dentro de estos recipientes brilla el vino. Beben.
La tensión histérica de los ánimos cede: las pupilas se van poniendo incandescentes, las fantasías se incorporan en las celdillas cerebrales. La verdad es que la vida no es de tan adversa condición, que los cuerpos humanos son bellos sobre un fondo campestre de oro y azul, que las almas son nobles, agradecidas y aptas para comprendernos y replicarnos. Beben.
Parece como si dedos invisibles tejieran nuestro ser con la tierra, el mar, el aire, el cielo; como si el mundo más bien fuera un tapiz y nosotros figuras de ese tapiz y los hilos que forman nuestro pecho siguieran más allá de éste y fueran los mismos que hacen la materia de aquella nube radiante. Beben.
¿Qué tiempo llevan aquí?
Vagamente recuerdan que hay una ciudad y que hay dolores y que hay cambios, desapariciones y fenecimientos. Les parece que llevan aquí siglos y que eternamente permanecerán aquí y que eternamente un rayo solar herirá el anca de este jarro argentino sembrador de destellos. Como un objeto de elasticidad ilimitada, el momento se ha ido estirando y alcanza de un lado y de otro los vagos confines del tiempo. Esta voluntad de eterna perduración que yace en el fondo de toda hora de placer ha servido a Nietzsche para distinguir los valores verdaderos, las nuevas tablas de lo bueno y lo malo. Así dice en los famosos versos:
El dolor dice: ¡Pasa!
¡Quiere el placer, en cambio, eternidad,
quiere profunda eternidad!
Estas gentes que beben se han ido desnudando, para sentir la caricia de los elementos sobre la piel tibia, tal vez por un secreto ímpetu y deseo de fundirse más con la naturaleza. Y a poco más que escancian, advierten con rara clarividencia, patentes ante su percepción, los últimos secretos del cosmos, los módulos creadores de todas las cosas. Estos misterios son los ritmos.
Ven que la escena es una masa de tonos azules —cielo, mar, césped, árboles, túnicas— a que responden los tonos cálidos, rojos y dorados— cuerpos viriles, áureas fajas de sol, panzas de vasos, amarillas carnes femeninas.
Ven el cielo como una pregunta sutil e inmensa; la tierra, ancha, fuerte, como una respuesta satisfactoria y bien fundada. Ven que hay en el mundo un lado derecho y otro izquierdo, un alto y un bajo; ven que hay luz y sombra, quietud y movimiento; ven que lo cóncavo es un seno para recibir lo convexo, que lo seco aspira a lo húmedo, lo frío a lo ardoroso; que el silencio es un aposento preparado, como posada, para recibir el ruido transeúnte…
Estas gentes no han sido iniciadas en el misterio rítmico del universo por una externa erudición; el vino, que era un dios sabio, les ha dado, empero, una momentánea intuición del máximo secreto. No se trata de unos conceptos que haya introducido en sus cerebros; al contrario, el vino ha realizado la inmersión de estos cuerpos dentro de la razón fluida en que va flotando el mundo. Y así llega un minuto en que los movimientos de sus brazos, torsos y piernas, se hacen también rítmicos, en que los músculos no sólo se mueven, sino que se mueven con compás. El compás es una oculta lógica que yace en el músculo: el vino, la potencia, y hace del movimiento danza.
En las FIESTAS no puede faltar EL VINO!
“Vinito manso” –me decía el amigo, y me invitaba a su mesa.
“In vino veritas” rezaban los latinos; no porque de buenas cepas, sino quitaba máscaras.
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VINO DIVINO
Escultura, pintura y música, que parecen artes tan ricas, viven en realidad, sometidas a girar dentro de un zodíaco de temas eternos. Los artistas geniales no amplían el haber tradicional de asuntos y motivos: el hombre que muere, la mujer que ama, la madre que sufre, etc.; antes al contrario, manifiestan su vigor estético limpiando aquellos temas de la costra baladí y grosera que sobre ellos han ido depositando los malos artistas, y volviendo a ponerse delante, en su original simplicidad, la gémula iridiscente.
Las gentes frívolas piensan que el progreso humano consiste en un aumento cuantitativo de las cosas y de las ideas. No, no; el progreso verdadero es la creciente intensidad con que percibimos media docena de misterios cardinales que en la penumbra de la historia laten convulsos como perennes corazones. Cada siglo, al llegar, trae apercibida una sensibilidad peculiar para algunos de estos grandes problemas, dejando a los otros como olvidados o acercándose a ellos toscamente.
De la misma manera, unos hombres se hallan dotados de un órgano visual sumamente delicado, y es el mundo para ellos un tesoro de magnificencias luminosas, mientras sus oídos ignoran toda armonía.
Por esto, aquellos temas primarios del arte pueden servirnos como confesionarios de la historia. Al enfrentarse con ellos cada época y ensayar su interpretación, declara las últimas disposiciones, la contextura radical de su ánimo. Y eligiendo un tema, persiguiendo las variaciones que en la historia del arte ha sufrido, vemos dibujarse la fisonomía moral de las edades, que vienen y pasan vertiginosas con una virtud, que les da vida y una limitación que les va matando a modo de un asta que llevaran hincada en el flanco.
Vagando por el Museo del Prado, bajo la tibia luz blanca que se vierte por las vidrieras, me he detenido casualmente ante tres lienzos: uno es la Bacanal, de Tiziano; otro, la Bacanal, de Poussin; otro, Los Borrachos, de Velázquez. Estas tres obras de tan disidentes artistas coinciden en el tema, son diversas soluciones estéticas a este tragicómico problema: el vino.
Un problema cósmico es el vino. ¿Os reís de que me parezca el vino un problema cósmico? No es extraño; pero estas sonrisas me dan la razón. Es un problema tan grave el del vino, tan verdaderamente cósmico, que nuestra época no ha podido pasar junto a él sin darle su atención y resolverlo a su manera. Sí; nuestra época ha tomado también posición ante el problema del vino, una posición higiénica. Ligas, legislaciones, impuestos, trabajos de laboratorio…, ¿cuánta actividad y preocupación no va hoy incluida en esta palabra: alcoholismo?
Un problema cósmico es el vino. Yo también sonrío: la época en que vivo es como tibor chino donde ha ido creciendo mi corazón, donde se ha deformado, y a los grandes secretos del cosmos reacciona según los gestos al uso. La solución que mi edad ofrece al tema del vino es el síntoma de su prosaísmo, de su hipertrofia administrativa, de su enfermizo prurito por la previsión y el burgués acomodo, de su total carencia de esfuerzo heroico. ¿Quién tiene hoy mirada tan penetrante para ver al través del alcoholismo —una montaña de papeles impresos cargados de estadísticas— esta simple imagen de unos pámpanos lascivos retorciéndose y unos anchos racimos que el sol traspasa con sus saetas de oro?
Pero no seamos pretenciosos: nuestra interpretación del vino es una, entre muchas posibles, y es de todas la más joven. Antes, mucho antes de que el vino fuera un problema administrativo, fue el vino un dios.
Nosotros tenemos el mundo metido en cajones; somos animales clasificadores. Cada cajón es una ciencia, y en él hemos aherrojado un montón de esquirlas de la realidad que hemos ido arrancando a la ingente cantera maternal: la Naturaleza. Y así en pequeños montones, reunidos por coincidencias, caprichosas tal vez, poseemos los escombros de la vida. Para lograr este tesoro exánime tuvimos que desarticular la Naturaleza originaria, tuvimos que matarla.
El hombre antiguo, por el contrario, tenía delante de sí el cosmos vivo, articulado y sin escisiones. La clasificación principal que parte el mundo en cosas materiales y cosas espirituales no existía para él. Dondequiera miraba, veía sólo manifestaciones de poderes elementales, torrentes de energías específicas creadoras y destructoras de los fenómenos. El fluir del agua no era un rodar de gotas sobre gotas: era una manera de vivir peculiar a las divinidades fluviales. El día era un ser prepuesto a la faena magnífica de incendiar periódicamente los campos, y la noche una fuerza restauradora que hacía a los muertos revivir.
Pues bien: en aquel mundo de una pieza se presentaba el vino como un poder elemental. Los granos de la uva parecen tumorcitos de luz; mantienen condensada una fuerza extrañísima que se apodera de hombres y animales y los conduce a una existencia mejor. El vino da brillantez a las campiñas, exalta los corazones, enciende las pupilas y enseña a los pies la danza. El vino es un dios sabio, fecundo y danzarín. Dionysos, Baco, son un rumor de fiesta perpetua que cruza como un viento caliente las hondas selvas vivas.
PARA NACER CON NUEVOS FUEGOS
(Marta Ruffini , San Nicolás – Argentina)
Aquí estoy
no importa al fin con cuántos almanaques
anudando fervores muy antiguos
desprevenidas chispas
con estos fuegos
los que ahora me ocupan
buscando alquimias
tratando de inventar la puerta de hoy
para atraparlo
con el calor intacto
Quiero avivar la llama
fortalecer la luz
reconociendo
este recodo del camino
no me preocupa tanto la llegada
por eso estoy aquí
celebrando la vida
convocando recuerdos
ésos que nunca jugarán de cenizas
y al crepitar del viento en la fogata
descubro que este invierno
puede ser
el primero que elijo
para dar el paso y empezar de veras
generar otros fuegos
celebrar cada llegada de la aurora.