Loris Capovilla, recientemente creado cardenal, tiene ahora 98 años y fue secretario particular del papa Roncalli en los últimos diez años de su vida.
Acaba de publicar el libro “Mis años con el Papa Juan XXIII” (La Esfera).
Ofrecemos en ATRIO el epílogo de esta obra, en que habla, con lucides y serenidad, del epílogo de su vida.
He recorrido un largo y accidentado trayecto antes de llegar a Ca’ Maitino, la última casa de mi vida. He conocido a muchas personas, y he conversado largamente con algunas de ellas. He vivido acontecimientos más grandes que yo.
He pasado por experiencias que me han marcado, incluso que me han herido. No llegué a paladear el paraíso de la infancia. Por consiguiente, un atisbo de melancolía, púdicamente disimulada, me ha acompañado un día tras otro; en ocasiones ha perturbado las relaciones con mi prójimo, ha recortado las alas a mis arranques.
Ahora, en el crepúsculo de mi jornada, como último entre los suyos, me gusta volver a escuchar la pregunta que le hacía Jesús a los apóstoles, y que resuena en lo más profundo de mi conciencia: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16, 15). Aquellos jóvenes lo habían dejado todo para seguirle. Vivían junto a él, a la escucha, deseosos de ayudar, de aprender. Recorrían con él los caminos de Palestina, animados por la misma fe de Abraham, testigos de las señales que acompañaban a las palabras del Maestro. Pedro escuchó la pregunta y respondió en nombre de todos: «Tú eres el Cristo, el hijo del Dios viviente». Y vuelve a decir lo mismo en otra ocasión en la sinagoga de Cafarnaúm, tras la multiplicación de los panes y los peces: «Y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 69).
Poco tiempo me separa del redde rationem, y tengo que reducirlo todo a los términos más simples, desembarazarme del lastre residual, de los patéticos diarios y de los álbumes ilustrativos, de románticas fantasías y de estériles añoranzas. He de reducirlo todo a lo esencial, y apuntar la proa hacia el puerto.
A ello me incita Juan XXIII en una reflexión suya de 1945, cuando tenía sesenta y cuatro años, treinta y tantos años menos de los que tengo yo ahora: «No debo esconderme la verdad: decididamente, voy camino de la vejez. El espíritu se rebela y protesta, sintiéndome todavía tan joven, ligero, ágil y fresco. Pero basta que me mire al espejo para llenarme de confusión. Es la estación de la madurez; debo, pues, producir más y mejor, pensando que quizá el tiempo que tengo concedido para vivir es breve, y que me encuentro ya cerca de las puestas de la eternidad».
Capovilla en la casa-museo de Ca’Maitino, en el pueblo deJuan XXIII, donde reside
¡Así fue mi parábola! Me sentí atraído al sacerdocio desde que era un muchacho, que creció en la provincia véneta en una familia carente de recursos y sin historia, fundada en unos principios indiscutibles, guardiana de unos valores originarios, cristiana solo lo necesario.
Al ser invitado a dejarme modelar por Cristo, y a sumergirme en la tradición milenaria de la Iglesia, intenté responder desde un principio a la pregunta a la que nadie puede sustraerse: «¿Quién es Jesús para mí?». Tuve que dar una respuesta no evasiva, y la di: «Jesús es el hijo de la Virgen María, el Salvador, el Maestro, el fundador de la Iglesia, el Resucitado, el Viviente».
Soy sacerdote desde hace más de setenta años, obispo desde hace casi cincuenta, y sin embargo para mí Jesús es el mismo que mi madre y mis educadores me enseñaron a escuchar y a amar: el mismo al que conocí en el catecismo parroquial en Azione Cattolica. Es el Jesús de los curas y de los laicos que me sirvieron de ejemplo, en ocasiones hasta la exaltación, a lo largo de las décadas.
¿Quién es Jesús? Es el que me hizo partícipe de la naturaleza divina, y el que me ayuda a ser consciente de ella y a portarme de una forma coherente, como me sugiere una vez más Juan XXIII en una breve nota suya de 1948: «El camino más seguro para mi santificación personal […] es siempre el esfuerzo vigilante por reducir todo -principios, directrices, posiciones, asuntos- al máximo de sencillez y de calma, con cuidado de podar en todo tiempo mi viña de lo que solo son hojas o ramas inútiles, marchando derecho a lo que es verdad, justicia y caridad: sobre todo, caridad. Cualquier otro sistema de actuación no es más que jactancia y afán de afirmación personal, que pronto se traiciona y resulta molesta y ridícula».
La utopía, así la llaman los incrédulos, consiste en rendirse a Jesús sin condiciones, en leer su Evangelio sin glosa, en poner nuestro propio yo debajo de nuestros pies y verle a Él en todos nuestros semejantes, servirle y amarle. Ese era el sentir de Juan XXIII: un sentir que edifica y que une.
Junto al papa, venerando los restos de Pío X, cuando se traladaron
No estoy satisfecho conmigo mismo, y con toda seguridad tampoco lo estuvieron ni lo están muchos de los que cruzaron sus pasos con los míos.
Extiendo la mano y pido caridad como un mendigo, y a la espera de recibir el pan del perdón, recito el Padrenuestro en el umbral de las casas como hacían antiguamente los pobres.
A quien me pregunta en qué lugar se detienen con mayor serenidad mis recuerdos, le contesto: en la parroquia, en Venecia, entre los muchachos de Azione Cattolica, en Parma, entre los aviadores, y por doquier, en las horas silenciosas y solitarias.
Estoy descontento del servicio que presté a Juan XXIII a lo largo de una década, a pesar de mi dedicación y de mi devoción. Me corroe el remordimiento por no haber sido capaz de sacar el máximo partido de aquella cercanía, de no haber conseguido penetrar en el secreto de su pobreza de espíritu.
En su último y misterioso trecho del camino, él se merecía un colaborador más digno y culto, más preparado y equilibrado, y también más valiente. En efecto, no me reconozco en la exhortación de Pablo a su discípulo Timoteo, al que invitaba a permanecer firme sobre la roca de las Sagradas Escrituras, «a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra» (2 Tim 3, 17). Al lado de Juan XXIII sí lo fueron Alfredo Cavagna, su confesor, y Angelo Dell’Acqua, sustituto en la Secretaría de Estado, dos eclesiásticos que están más allá de cualquier elogio.
Ahora, con plena lucidez, quisiera sentir cómo madura dentro de mí la decisión manifestada por Juan XXIII en su testamento: «Pido perdón a todos aquellos a quienes pudiera haber ofendido sin darme cuenta, a todos los que no he podido servir de ejemplo. Siento que no tengo nada que perdonar a nadie, porque a todos los que me conocieron y tuvieron alguna relación conmigo, aunque me ofendieran, o me despreciaran, o me tuvieran en poca estima, por otra parte con toda justicia, o hubieran sido motivo de aflicción para mí, no los reconozco más que como mis hermanos y benefactores, a los que estoy agradecido, y por los que rezo y rezaré siempre».
Me hace mucha compañía un pensamiento, no sabría decir si amargo o realista, de Hermann Hesse: «Cuando uno se ha hecho viejo y ha cumplido con su parte, la tarea que le corresponde es trabar amistad, en silencio, con la muerte; ya no necesita a los hombres, ya ha conocido bastantes». El ovillo de mi existencia se ha devanado entre dos acontecimientos fúnebres: la muerte de mi padre cuando yo tenía seis años, y la de mi madre cuando yo tenía sesenta y nueve. Dentro de ese espacio brilla el tránsito pentecostal de Juan XXIII. Por consiguiente, el ángel de la muerte está a mi lado desde siempre, y no es un esqueleto con una guadaña en la mano; es un rayo de luz que rasga las tinieblas. Mi hora no puede tardar. Pienso en ello todos los días, a veces con una pizca de melancolía, y me preparo para el juicio sin presunción ni temor. No soy tan insensato como para considerarme un justo. Conozco lo suficiente el balance final. Me repito a menudo: «He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe» (2 Tim, 4, 7). Tengo confianza en los destinos del planeta Tierra. Sigo alegando atenuantes a las faltas de la humanidad, no por inclinación al vituperado «buenismo», sino por deber de justicia atemperada por la misericordia. Al despedirme de mi querido lugar de retiro y de mis seres queridos, me lleno del enardecido amor de san Francisco por todas las criaturas: «Quisiera conduciros a todos al Paraíso »; y me reafirma en mi fe el credo de Juan XXIII: «Mi jornada terrenal llega a su fin. El Cristo vive y su Iglesia sigue adelante con su obra en el tiempo y en el espacio». Veo nítidamente la breve estancia de mis restos mortales sobre el suelo de la capilla doméstica de Ca’Maitino y su salmodiante recorrido hasta el soleado y desnudo cementerio de montaña; veo cómo desciende mi ataúd hasta la tierra desnuda, y oigo las voces de los asistentes diciéndome píamente adiós con el rostro surcado por las lágrimas y la sonrisa en los labios, conscientes de que todo es hermoso y nuevo bajo el resplandor del Resucitado: todo es gracia.
Santidad, cuando contemplo en la máscara mortuoria realizada por Giacomo Manzù vuestro semblante majestuoso y plácido, marcado por el sufrimiento; o bien cuando tengo entre mis manos alguno de vuestros libros, que hacían vuestro mayor placer; o vuestros epistolarios, o el Diario del alma; o mejor todavía, cuando vuelvo a veros y a hablar con vos en las horas de oración y de contemplación, algo se derrite dentro de mí. La melancolía (si la hay) desaparece. Las ansiedades se aplacan. Vuelve el valor. Florece la esperanza. Abro la Biblia y leo: «La sabiduría del hombre ilumina su rostro» (Ece 8, 1). Y dentro de mí surge el deseo de convertirme en discípulo de Cristo como vos, discípulo no vacilante ni dubitativo, sino decidido y constante; el deseo de imitaros cuando andabais descalzo siguiendo al divino Maestro; cuando arreglabais las redes a la orilla del lago, cuando remabais en la hora de la tormenta e ibais «sin alforja, ni pan, ni dinero» (Lc 9, 3) de aldea en aldea, «perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal» (Job 1, 1).
“Mis años con el Papa Juan XXIII” (La Esfera) saldrá a la venta el martes.
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