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Mi nuevo paradigma teológico — 7 —

Juan LuisIII. EL SER HUMANO, MÁXIMA ENCARNACIÓN DE DIOS (cont)

Es realmente conmovedora la visión de la cercanía de un Dios que se manifiesta, que se hace carne visible en los seres del universo creado, en cada uno según su densidad, capacidad y autonomía. El impacto es ya desconcertante cuando se hace hombre/mujer: este misterio participa del de Dios y es insondable. La dignidad de todo ser humano es, en alguna medida, absoluta como meta de la evolución cósmica y máximo reflejo visible de la Plenitud del Creador.

[Ver el índice de NUEVO PARADIGMA con enlaces a los capítulos ya publicados]

III. 6.  La persona, realidad relacional

Pero el ser humano es único sin ser el único porque es persona y la persona parece una quimera (si ya no una contradicción) fuera de una red de semejantes. El “yo” no es un ‘in se’ si no es un ‘ad alios’, diría cualquier filósofo personalista o, incluso, cualquier psicólogo. La profundidad de la persona es la relacionalidad, el ser esencial y antropológicamente relación a las demás personas. Si no es relacional no es persona; parecería incluso una ‘contradictio in términis’. Lo antropológico profundo se verifica en la observación psicológica e histórica como es el caso del “niño salvaje” de Hesse y de múltiples otros niños criados sólo entre animales y en los que ha resultado casi imposible hacerles alcanzar características humanas básicas. La psicología corriente observa también que la perturbación severa en un individuo de las relaciones interpersonales es el mejor camino de la pérdida de identidad, de la enajenación. Inversamente la buena socialización y el acierto en las relaciones con los semejantes fortalecen la propia personalidad.

No es éste un tema ajeno a lo religioso. Se podría decir que constituye el sustrato básico de la ‘regla de oro’ de todas las religiones que exige el mínimo de tratar a los demás como uno quisiera ser tratado y, en la tradición judeo-cristiana, el mandamiento del amor. Y más que un mandamiento es la única realidad en la que se compulsa el amor de Dios y se verifica la autenticidad de la fe (Mateo 25). La fe cristiana – y cualquier fe real- es indisociable de la solidaridad y del amor fraterno. Somos hermanos porque tenemos un Padre-Madre común.

El ser persona es así, a mi entender, un caso concreto de lo Uno referido necesariamente a lo Múltiple. La dialéctica de lo Uno y lo Múltiple parece afectar al ser en su totalidad. Se da en Dios -y no pienso en su interioridad (¿Trinidad?)- sino en general: Dios no ha existido sin el cosmos (ni éste, por tanto, comenzó en el tiempo), sino que ambos serían coeternos, uno como contingente, el Otro como Bondad inexorablemente difusora de bien (”Bonum est diffusivum sui”).

Demos un paso más en el que retomamos el valor icónico del ser humano en cuanto reflejo de la trascendencia de Dios.

La realidad dialéctica de la persona es tensión entre el “en sí” (in se) y el “hacia los otros” (ad alios), entre la ‘inseidad’ y la ‘alteridad’. Históricamente su conciliación no innata o espontánea, sino fruto de la ‘vis’ evolutiva hacia la plenitud que puede quedar fallida. Y, así, la plenitud no puede ser alcanzada en la unión con el Uno más que en la apertura a la alteridad, a lo Múltiple. Sin la alteridad, el yo quedaría definitivamente enclaustrado en un solipsismo frío, estéril, infernal.

Una realidad tan universal como el enamoramiento parece denotar desmesura e irracionalidad. Quien lo experimenta vive algo parecido al éxtasis. Nada como él transporta más allá de sí mismo, ni con tal fervor. En cambio, el observador desde fuera tendería a sonreír si él no hubiera sido en algún momento actor. Desde fuera no se percibe proporción entre el ‘peso específico’ de la persona amada (sus cualidades y valores reales) y la entrega desbordante del enamorado ¿Es irracional el enamoramiento? En alguna medida cabría pensar en una trampa de la naturaleza. Sin la fuerza de atracción del instinto que parece magnificar exageradamente su objeto ¿quién se embarcaría en la que, según la experiencia, parece ser la aventura más arriesgada de la vida, ámbito de grandes gozos pero también de crueles dramas. Más que trampa, en nuestra parte animal, es garantía de supervivencia. Y contra ello nada pueden los fracasos ajenos o, tal vez, propias. Pero hay algo más. El enamoramiento vehicula el instinto de la especie, pero además, y sobre todo, aunque sólo la fina reflexión profunda lo descubra, el enamoramiento como apuesta tan riesgosa y desmedida, transparenta la atracción del Trascendente que interpela y atrae des ‘el otro’ siempre misterioso.

III. 7.     El Y0 se trasciende en el OTRO (el alter ego)

Es evidente que la espiritualidad, realidad profundamente humana, no es privativa del creyente. Cualquier persona no sumida en la ‘distracción existencial’ se siente íntimamente invitada a abordar las cosas en su hondura. El creyente llamará Dios a esa hondura. El no creyente no lo hará obviamente aunque experimente no menos hondura. Ambos convergen sustancialmente en la misma vivencia si ésta les lleva a apostar sin miramiento por la orientación de vida honesta y comprometida que la inmensa seriedad de las cosas le señala.

Pues bien, entre todas las realidades, la que resulta constituir el test principal de la autenticidad de nuestra biografía, y, por tanto, también de nuestra fe, es la persona, ‘el otro’ a quien reconocemos y aceptamos como ‘otro yo’, por quien llegado el caso expondríamos la vida. Ahí se juega la humanidad su historia.

De una u otra manera todas las culturas reconocen que si no nos abrimos a los demás, sucumbimos. El testimonio de Jesús, sin duda alguna, ve en tal hecho la verdadera Trascendencia. Parece que se trata de un dato antropológico universal y, por ello, con fundamento en la realidad humana ¿En qué medida?

En mi opinión el enamoramiento nos pone en la pista. Aquel impulso emocional tan potente que he llamado trampa del instinto porque desborda toda medida en que una persona puede objetiva y racionalmente ser ‘amable’ (merecedora de amor), sin duda responde a la sabiduría de la naturaleza en la conservación de la especie. Sin embargo, opino que no es todo: en ‘el otro’ nos hace un guiño el Absoluto. Si no lo acogiéramos -no conceptual sino vitalmente- seríamos incapaces de trascender nuestro potentísimo Yo y no nos hallaríamos lejos de la soledad existencial que esteriliza el ser.

III. 8.   El otro”, encarnación icónica  de Dios.

Que nadie, salvo el psicótico grave, es tan narcisista como para vivir un egocentramiento total, un solipsismo radical, parecería un dato de experiencia, salvo mejor criterio profesional. Sería el suicidio como persona. El propio egoísmo lleva instintivamente a conectar con los demás. Pero este mismo instinto, salvaguarda del yo, es tal porque traduce la realidad honda del ser. El instinto indica que el individuo racional no puede autorrealizarse en el solipsismo y parece alcanzar en el otro, antropológicamente hablando, la llamada de un absoluto complementario sin el cual el propio absoluto se diluye ¿Complementario? ¿Por qué si la propia dignidad, como hemos visto, nos impide fungir como parte de un todo ajeno?

Tal complementariedad, pr tanto, aunque es indudable, no es la explicación final. Hay algo más. Tal complementariedad no daría cuenta de la superación del egocentrismo que bien podría ampliarse a un egoísmo ampliado como puede darse en una pareja. La inserción del egocentrismo, sin su supresión, en el amor, que es experiencia integrada de la alteridad, responde a algo más que a una necesidad de complemento del ser indigente. Aunque estamos tratando una realidad sutil, entiendo que en ‘el otro’ no resuena simplemente una absolutez tan limitada y precaria como la nuestra propia sino que, obscuramente, en ‘el otro’ se halla agazapada la llamada del ‘Otro’. La alteridad (alter=otro)  practicada es necesaria en una primera instancia vital de salud, superadora del solipsismo suicida, pero sería una salud engañosa si permaneciera incurvada en el círculo cerrado de un solipsismo ampliado. No sólo soy consciente de que el tema es sutil, sino de que no manejo ni ofrezco propiamente un argumento de evidencia, sino un suplemento de sentido al ser humano. Al igual que no existe evidencia al apostar por el Absoluto divino en la fundamentación y sentido último del ser, no la puede haber aquí como si nos hubiera salido al encuentro otra vía de toparnos con Dios. Nos movemos simplemente -y no es poco para la exigencia humana de racionalidad- en el ámbito de la congruencia: la apertura al prójimo, más allá de un egoísmo ampliado, se esclarece si, en todo amor auténtico, late el Amor de quien es el Bien “diffusivum sui”, el Bien generador de amor. En una palabra, la persona es la imagen sagrada, el icono en el que se desvela y nos topamos con Dios.

Sin este amor humano pasaríamos una eternidad proclamando “¡Señor, Señor…! sin que, como denuncia el texto evangélico, no poseeríamos por ello ápice de fe. Para Tomás de Aquino, como filósofo, en cualquier acción buena como tal, se encerraba, estaba implicada una opción por lo Absoluto del Bien. Idéntica reflexión -y ‘a fortiori’- vale para la acción humana amorosa.. De la mano de Blondel, Maritain y muchos otros merecería la pena descubrir cómo existe mayor densidad de afirmación vital (en oposición a la afirmación conceptual) y, por ende, de fe auténtica en la acción que en el concepto. Es la razón última de la primacía de la ortopráxis sobre la ortodoxia.(ampliar en Religión sin magia pgs.226-231)

(continuará en IV  Dios se encarna  en  Jesús de Nazaret  y  V  Resurrección -natural- Plenificante) Logroño 17 abril 08

Un comentario

  • oscar varela

    Hola!

    Quisiera solamente dar un fuerte abrazo al señor Luis H. del Pozo.

    Ha tenido mala suerte en la Programación que con tanto cariño esperanzado le había pensado el Equipo Atrio, debido a la Renuncia-Nombramiento del papado.

    ¿Qué le vamos a ahacer? La circunstancia azarosa de la vida tiene su palabra y se hace oír sin que, la mayoría de las veces, la podamos acallar.

    Fuerte abrazo! – Oscar.