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El desgaste de los símbolos

Artículo de Antonio Elorza, aparecido hoy en El País de papel, que no hemos encontrado, sin embargo, en la edición digital. Nos lo ha enviado un colaborador de Valladolid. Sumamente interesante. Y más cuando en el post editorial fijo estamos hablando de conversaciones, del hablar humano y de imaginarios fantásticos.

Al revisar la historia de las ideologías en España, uno de los rasgos destacados es la pujanza de un pensamiento religioso que desde las décadas finales del siglo XVIII a la muerte de Fernando VII, se opone a toda forma de acceso a la modernidad por parte de la cultura, los usos sociales y la política. Antes de ser apodado “servil” durante la guerra de Independencia su calificación más ajustada sería la de anti-ilustrado, en la medida que su objetivo primordial consiste en impedir la difusión de las Luces en España. En este marco, sobresale del capuchino Diego José de Cádiz, un personaje que no merece el olvido de que ha sido objeto. [Ver biografía bien documentada en Wikipedia. Nota de ATRIO]. Empeñado en una cruzada contra las nuevas ideas que le hizo recorrer el país en sus predicaciones multitudinarias, hasta forzar por ejemplo la suspensión de las enseñanzas de Economía en Zaragoza, con su gran Cristo en la mano llegó a pensar en trasladarse a Francia para combatir en persona a la Revolución.

Cuando hace décadas, en tiempos del Vaticano II, alguien hablaba de éste y de otros frailes similares, como el Padre Zevallos o el Padre Alvarado, solía añadir que resultaba difícil imaginar a tales figuras perteneciendo a una institución como la Iglesia con su doctrina de guerra y exterminio a toda forma de pensamiento libre. Hoy en cambio basta con hacer zapping una mañana de fines de diciembre para tropezar en televisión con herederos directos suyos, y sorprendentemente avalados por la bendición transmitida en imágenes del actual Pontífice y de las máximas jerarquías eclesiásticas del País. A fin de cuentas, cuando murió el Padre Cádiz, se dijo que estaba próximo a ser encausado por la Inquisición por exagerar las facultades del Santo Oficio. Ahora sucede todo lo contrario, y el personaje envuelto en negro, con un ostentoso chirimbolo dorado en la mano, y nada menos que afirmando la pretensión de ser el Ángel de la Buena Nueva, viene envuelto en bendiciones para cumplir una labor homóloga de la de fray Diego en sus misiones: reconstruir la mente de los católicos, para hacer de ellos un rebaño formado por activistas entregados a debelar la perversidad de los tiempos actuales.

Como le explicaban a un cura amigo un par de sus seguidores al solicitar su permiso para sermonear en su parroquia, querían hablar a los feligreses para “convertirles”, haciéndoles profesar la verdadera Fe. El contenido doctrinal es el de hace dos siglos: una lectura integrista y desenfocada del Evangelio, partiendo de una exaltación de Cristo que obliga a los creyentes a someter todo juicio a la entrega por su sacrificio, sigue la condena de la autonomía y de la libertad del individuo, vistas como producto del Ángel malo convertido en serpiente anunciadora de manzanas y como desenlace, llamamiento final a seguir con fe de carbonero al autodesignado Ángel redentor en la condena del sexo pecador, la televisión, el aborto, y todo lo que se quiera. Un auténtico comecocos, versión pedestre pero al parecer eficaz, del principio esgrimido por el Pontífice de imponer la Fe sobre el individualismo y la razón.

Es un desarrollo tristemente explicable del prolongado reflujo del pensamiento católico después del fracaso de la experiencia reformadora del Vaticano II. El punto de llegada es el protagonismo de las sectas, hasta convertir a la misma Iglesia en una secta, con un seguimiento minoritario, fundado sobre una intolerancia cerril (y además en este caso también sobre la oficialización de un arte neobizantino estéticamente detestable).

En otro orden de cosas, el desgaste de los grandes símbolos ha afectado asimismo a nuestra segunda institución tradicional, la monarquía, de manera visible y preocupante por el declive físico y político del Rey. Claro que sin seguir todavía la senda de la irracionalidad observable en el Altar, el Trono también se ha mostrado incapaz, y las encuestas cantan, de mantener la sintonía que mantuvo hasta los 70 con la sociedad española. Además, da la sensación de que como el personaje de García Márquez, el monarca no tiene quien le escriba. En circunstancias asimismo bien difíciles, el discurso navideño del presidente Napolitano debiera servir de ejemplo, para evitar tópicos, generalizaciones y encubrimientos. Así fue emotiva, pero falsa en contenido, la evocación de su padre don Juan en la entrevista con Hermida. Carece de sentido callar lo que todos saben. Y el propio instrumento de llegada al público, con el tuteo borbónico sobreponiéndose al servil “Señor” del periodista, parecía una vuelta atrás en el túnel del tiempo. Señor, hay que cambiar.

3 comentarios

  • roman diaz ayala

    Confío no equivocarme al considerar que los posts no caducan siempre que uno encuentre algo interesante para comentar.
    Creía sinceramente que el artículo de Antonio Elorza,  “El desgaste de los símbolos”, provocaría más comentarios y esperé que otros con mejor expresión que la mía y con algo más de información se adelantarían para ilustrarme.
    La cuestión de fondo, tal como quedó reflejada en los dos comentarios anteriores se puede cifran en que si la Iglesia es o no es una pieza clave.
    No creo que haya sido la intención de A. Elorza ilustrarnos al respecto.
    Muy al contrario,considero que buscaba hablar de la institución monárquica e hizo una  aproximación al tema desde su visión de historiador para dejar constancia de que ” históricamente”el pensamiento religioso de los españoles incluía a la  monárquía como garante de su orden ideal.Religión y Monarquía en su representación simbólica como las dos partes de una misma cosa.
    Obvia que ha existido en una última etapa un pensamiento progresista y netamente de izquierda aceptador de la institución monárquica que fue clave para el constitucionalismo actual. El breve período taranconiano lo facilitó desde instancias eclesiásticas.
    Como historiador, intelectual de extensa producción bibliográfica, y personaje de gran inclinación a la política, no podía sustraerse a reflejar el tema desde su tribuna habitual de El País. (Escribe con cierta regularidad)
    No creo que la Iglesia junto con la monarquía sean juntas una pieza clave del nuevo orden de cosas.
    El autor cita el siglo XVIII para recordarnos  que la Iglesia había sido efectivamente una pieza clave del “Antiguo Régimen”, que terminó para dar lugar a la  Modernidad, y de paso se regocijó en “las misiones populares”, de los capuchinos que explican muchas cosas sobre el integrismo religioso y político.
    Pero tendríamos que recordar también el siglo XIX ysu evolución que en Europa lograba una s´ntesis entre  modernidad y tradición mientras que en España la revolución liberal  del desmantelamiento progresivo, nosin dificultades, del AntiguoRégimen, lo cual incluía también a la Iglesia.
    Pero hablar de todo ello con un mínimo de rigor exigiría uncomentario más amplio.
    Sí existe un paralelismo en las polémicas, especialmente las ideológicas  que envuelven a la Iglesia, y también existe en su empleo de fondo  en defensa de sus intereses jurídicos y económicos. Podemos añadir  que los  hombres de la Jerarquía se muestran incapaces para afrontar convalentía la nueva situación y de hacerse sensibles a las profundas corrientes que mueven el pensamiento de los hombres y mujeres de hoy en día.
    En cambio el cansancio de nuestra monarquía, parecido al agotamiento, tiene como clave una dinámica biológica, generacional, y la ausencia de un auténtico progresismo político en los rectores y administradores del Estado Español., que daña a la Jefatura o Representación del Estado, más que cualquiera otro problema de comportamientos personales.
    Román
     
    Su apelación a las vicisitudes de la Jerarquía actual son meras evocaciones, sólo tienen unos puntos de coincidencia.

  • h.cadarso

    El planteamiento de Antonio Elorza me parece parcial y desenfocado, casi casi preferiría el de don Marcelino Menéndez y Pelayo en su obra “Historia de los heterodoxos españoles” o algo parecido. Es decir, que convendría establecer un paralelismo y un estudio comparativo entre las tendencias conservadoras y fundamentalistas que siempre se han dado en la iglesia española “Y EN TODAS LAS IGLESIAS” y las tendencias heterodoxas o independientes que también se han dado ininterrumpidamente.
    Habrá que recordar que Francisco de Vitoria fue el creador del Derecho internacional? Habrá que recordar a Bartolomé de las Casas? Habrá que recordar a clérigos de la época de los borbones que se sumaron con no poca simpatía a las tesis de la Ilustración francesa?  Habrá que recordar que un tal LLorente, de Rincón de Soto, escribió la historia más negra que se podía escribir sobre los crímenes de la Inquisición? ¿Habrá que recordar a José Bergamín en tiempos de la República y la guerra civil, al Canónigo Olaso, al arzobispo de Tarragona y Primado de España al que Franco no permitió volver a España? Habrá que recordar a los curas represaliados por el franquismo?
    Elorza podrá decirme que se trata de tendencias minoritarias, marginales, lo que quiera el señor Elorza. Pero borrarlas de la historia, eso un historiador honesto no tiene derecho a hacerlo, él mismo se desacredita cono un cantamañanas.
    En el seno de la iglesia, a mi entender, se libra una batalla sorda entre el progresismo y el fundamentalismo. Siempre ha sido así; negarlo, olvidarlo, es negar la luz del sol a mediodía.

  • ana rodrigo

    El autor titula su artículo  como El desgate de los símbolos, y se refiere en concreto a la Iglesia y a la monarquía. Efectivamente, se trata de un desgaste  en el sentido estricto de que el símbolo es un concepto convencional y, por tanto, para la sociedad ya no significa lo que ha sido en otros tiempos.
     
    Yo lo que pienso es que tales símbolos en nuestro tiempo están vacíos de contenido. Ni la Iglesia representa la sustancia de su razón de existir, ni la monarquía simboliza lo que en principio significó y que en este momento la sociedad rechaza.
     
    Respecto a la monarquía, a la que se le ha querido justificar por un sentido utilitario, pierde hasta este hilillo de sentido cuando se está demostrando ser tan poco ejemplar que ya no sirve para nada. Un presidente de una república, elegido por votación popular, puede hacer esa función que se le adjudica al rey, y además, se le puede pedir responsabilidad, no como al rey que, según la Constitución, es jurídicamente  irresponsable de sus actos.
     
    Respecto a la Iglesia, es evidente  que es un ente que funciona al margen de la sociedad, que va en contra corriente, que socialmente está muy desacreditada, que, como estamos analizando en otro post, sus riquezas son un auténtico escándalo social, que está orgullosa  de su posicionamiento contra todo avance social o científico, que no es capaz de, como aconsejó el Concilio V.II, abrir puertas y ventanas, de aggiornarse (no sé si existe este verbo), ni empatizar con las penalidades que sufren la sociedad, etc.
     
    Así que ambas entidades, que espabilen, que no por mantenerse contra viento y marea, le va a acreditar su futuro