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La neurótica seguridad presidencial norteamericana

Muchos de nosotros hemos conocido lo que significó la ideología de la seguridad nacional bajo las dictaduras militares en América Latina. La seguridad del Estado era el valor primero. En realidad se trataba de la seguridad del capital para que éste continuase con sus negocios y con su lógica de acumulación, más que propiamente de la seguridad del Estado. Esta ideología, en el fondo, partía del supuesto de que todo ciudadano es un subversivo real o potencial. Por eso, debía ser vigilado y eventualmente preso, interrogado y, si se resistía, torturado, a veces hasta la muerte. De este modo, se rompían los lazos de confianza sin los cuales la sociedad pierde su sentido. Se vivía bajo un pesado manto de desconfianza y de miedo.


          Digo todo esto a propósito del aparato de seguridad que rodeó la visita del Presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, a Brasil. Ahí funcionó en pleno la ideología de la seguridad, no nacional, sino presidencial. No se tuvo confianza en la capacidad de los organismos brasileros para garantizar la seguridad del presidente. Le acompañó todo el aparato de seguridad estadounidense. Vinieron inmensos helicópteros de tamaño tan monstruoso que había pocos lugares donde podían aterrizar, limusinas blindadas, soldados revestidos con tantos aparatos tecnológicos que más parecían máquinas de matar que personas humanas. Tiradores especiales colocados en los tejados y en lugares estratégicos junto con el personal de inteligencia. Cada rincón por donde pasaría la «corte imperial», las calles vecinas, casas y comercios fueron vigilados y revisadas. Por razones de seguridad, fue cancelado el discurso que iba a dar al público en el centro de Río, en Cinelandia. Las personas invitadas a oír su discurso en el Teatro Nacional tuvieron que pasar antes por una minuciosa revisión.

          ¿Qué revela semejante escenario? Que estamos en un mundo enfermo e inhumano. Antes se tenía miedo de las fuerzas de la naturaleza, ante las cuales no teníamos mucha defensa, de demonios amenazadores o de dioses vengativos. Hoy tenemos miedo de nosotros mismos, de las armas de destrucción masiva, de las guerras de grandísima destrucción que algunos países centrales llevan a cabo. Tenemos miedo de los asaltos en la calle. Tenemos miedo de subir a los montes donde viven las comunidades pobres. Tenemos miedo hasta de los niños de la calle que nos pueden amenazar.

           ¿De qué no tenemos miedo?

          Ya los clásicos enseñaban que las leyes, la organización del Estado y el orden público existen fundamentalmente para liberarnos del miedo y poder convivir pacíficamente.

          Formalizando el pensamiento podemos, en primer lugar, decir que el miedo pertenece a nuestra existencia. Hay cuatro miedos fundamentales: el miedo a que nos quiten la individualidad y nos hagan dependientes o un mero número; el miedo a que nos corten las relaciones y nos castiguen a la soledad y al aislamiento; el miedo ante cambios que pueden afectar la profesión, la salud, y al límite, la propia vida; el miedo ante realidades inevitables y definitivas como la muerte. La forma como nos enfrentamos a estos miedos existenciales marca nuestro proceso de individuación. Si lo hacemos con valor, superando dificultades, crecemos. Si huimos y tratamos de evitarlos, acabamos debilitados y hasta avergonzados.

          A pesar de toda nuestra ciencia que nos crea la ilusión de omnipotencia, volvemos a tener miedo de la Tierra y de sus fuerzas. ¿Quién controla el choque de las placas tectónicas? ¿Quién detiene un terremoto y frena un tsunami? No somos nada ante tales energías incontrolables, agravadas por el calentamiento global.

          El miedo, pues, forma parte de nuestra condición humana. Se transforma en patología y neurosis cuando se busca evitarlo de tal forma que trastorna toda una realidad social y hace del espacio una especie de campo de batalla, tal como fue montado por las fuerzas de seguridad estadounidenses. Si un presidente visita un país y a su pueblo, debe asumir los riesgos que forman parte de la vida. En caso contrario, las autoridades de ambos lados mejor harían reuniéndose en un barco en alta mar, a salvo de miedos y peligros. Las estrategias de seguridad solamente revelan en qué mundo vivimos: el ser humano tiene miedo de los otros seres humanos. Somos rehenes del miedo y, por eso, sin libertad y sin alegría de vivir yde recibir a un visitante.