Vamos publicando y discutiendo en ATRIO diferentes análisis de la crisis económica. ¿Y no hubo una encíclica papal el año pasado que pretendía analizarla? El artículo que hoy ofrecemos trata de esta encíclica. Será demasiado extenso para muchos, aunque los martes estamos acostumbrados a textos de profundización. Para ayudar a una lectura rápida, ATRIO se ha permitido destacar en negrita algunas expresiones y párrafos. Pero recomendamos un estudio detenido del artículo e incluso de este otro de Demetrio Velasco y todo el nº 240 de Iglesia Viva, que trata de la misma encíclica.
Presentación
Con ocasión de la publicación de un número especial de Veritas. Revista de filosofía y teología, se me pidió una lectura de la última encíclica de Benedicto XVI. Lo que aquí presento es un resumen de lo que allí se explica in extenso y con las referencias precisas. Los números entre paréntesis corresponden a los del documento magisterial. Mi intento no es otra cosa que una valoración crítica de la deriva que la doctrina social está tomando, precisamente en un momento en el que se hace imprescindible una crítica profética al modelo de destrucción de la humanidad y su entorno que se llama capitalismo.
Introito
No son muchas las ocasiones de las que dispone un teólogo de ponerse delante de un texto del Magisterio al más alto nivel y se encuentre con un sustancial problema de forclusión de la realidad[1]. En el caso que nos ocupa hay un término que no aparece ni una sola vez en todo el documento, es el término que desde 1991 había desaparecido del Magisterio oficial de la Iglesia sobre la cuestión social para referirse al modo de organización al que el mundo ha sido sometido desde hace dos siglos, pero especialmente en los últimos dos decenios: el capitalismo. Efectivamente, fue Juan Pablo II el que hiciera una severa advertencia en el número 35 de Centessimus annus, cuando afirmara la imposibilidad de aferrarse al capitalismo una vez caído el socialismo. Es más, allí nos da la clave de la caída de aquello que se vivía tras el telón de acero: no era un socialismo verdadero sino un capitalismo de Estado, donde el Estado actúa como único capitalista que amasa la fuerza de trabajo de todos los seres humanos que están bajo su égida.
Benedicto XVI no tiene un discurso sobre el capitalismo y sus referencias son meramente tangenciales, incluso algunas realizan una lectura sesgada del texto de Juan Pablo II que hemos citado arriba cuando dice sobre aquél: “en la encíclica Centesimus annus escribió Juan Pablo II ‘la moderna economía de empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa en el campo económico y en otros campos’ (n. 32). Sin embargo —añadió—, no se ha de considerar el capitalismo como el único modelo válido de organización económica (cf. ib., 35)”[2]. Decir esto es no haber asimilado la crítica que allí se hace al sistema, más bien se tuerce el sentido diáfano de una denuncia del capitalismo como sistema que pretende ser el modelo a adoptar por todos tras el fracaso del socialismo.
La encíclica da la sensación en todo momento de no estar ajustada a la realidad que se vive en los últimos tiempos. Su publicación debía coincidir con el aniversario de la Populorum progressio, pero los acontecimientos del año 2007 hicieron prudente su postergación a la espera de medir el calado de los mismos. Esa medida parece que se realizó con la misma vara con la que han medido los organismos internacionales y por ello la encíclica se desliza por la misma pendiente que aquellos: miopía económica y presbicia moral. Miopía económica porque los grandes organismos que fueron incapaces de ver a lo lejos (característica del miope) la crisis que se avecinaba, diagnosticaron un mal meramente financiero que se solucionaría con multimillonarias inyecciones de dinero público, como la encíclica parece entrever; presbicia moral porque no se alcanza a ver, por cansancio y vejez (presbys-anciano), que lo que está en juego es el núcleo mismo del modelo económico, social y político en el que vivimos, eso que todos los que mantienen intacta la visión llaman capitalismo y que no ha dejado de conducir a la humanidad entera hacia un abismo de difícil solución, donde no sólo la naturaleza, sino el ser humano mismo, está siendo engullido por un modelo económico que tiene su leitmotiv en el crecimiento constante y desaforado de los beneficios.
Se hace necesario recordar que Santo Tomás prevenía con dureza contra una de las realidades que hoy están a la base del sistema financiero capitalista: la usura. En la famosa cuestión 78 de la secunda secundae explica con absoluta claridad que cobrar una cosa y su uso, de ahí usura, es ilícito y pecado, por tanto debe ser devuelto. Cuando en el mundo de las finanzas se invierte dinero para obtener dinero, se está haciendo algo ilícito y pecaminoso en sí mismo. Como bien dice el aquinate, el que presta algo tiene derecho a que se le devuelva lo prestado, pero si alguien presta dinero y se le devuelve la suma prestada, los intereses que se exigen suponen el cobro de lo que no existe o bien el cobro por el uso, de modo que se habría cobrado dos veces lo mismo: una la cantidad prestada y otra vez el uso de esa cantidad, por ello es usura, ilícita y un pecado grave porque se asocia a la avaricia: deseo inmoderado de poseer riquezas (ver la cuestión 118).
En la línea trazada por Deus caritas est y Spe salvi, Caritas in veritate pretendía apuntalar el tercero de los pilares del cristianismo: la caridad. Pero adolece de una perspectiva oblicua en la legitimación bíblica, es decir, no va a los textos que todos los especialistas consideran los clave para hacer una reflexión sobre el tema propuesto. En Deus caritas est había una clamorosa ausencia en la fundamentación del amor de Dios: Mt, 25, 31 ss, apenas una cita marginal en el texto; en Spe salvi, Ap, 20-21; y en la actual encíclica, el Sermón del Monte en Mateo, con los ayes subsiguientes, y el sermón del Llano de Lucas. Las tres ausencias no son casuales, obedecen a un modo de entender tanto la teología como el mundo: una visión neoagustinista. Con este término queremos resumir las posiciones que refleja la encíclica, a saber: naturalismo económico, sobrenaturalismo político y eclesiocentrismo. Con esta terminología hacemos referencia a las tres claves que se nos antoja permiten comprender cómo se ha llegado a este acto fallido[3]. Por naturalismo económico entendemos que la encíclica acepta la economía capitalista como el modelo económico que nos viene dado por la naturaleza misma de las cosas; también, llamamos sobrenaturalismo político a lo que tradicionalmente se ha denominado como agustinismo político: existe un orden cósmico que incluye dos autoridades, una política y otra eclesiástica, sometida aquella a esta. Es voluntad expresa de Dios que la Iglesia sea el cauce natural por el que los hombres construyen un mundo verdaderamente humano, no habría humanidad más allá de los límites del cristianismo tipificado en la Iglesia católica. A esta última proposición la hemos llamado eclesiocentrismo: la Iglesia católica es el centro de todo lo verdaderamente humano en el mundo. Fuera de la Iglesia católica, fuera de sus estructuras morales y de sus juicios políticos, no habría salvación alguna para la humanidad. Todos los males que se abaten sobre el mundo de hoy vendrían derivados del abandono de la fe y de la escasa presencia de la Iglesia en el mundo, no se deberían a que el sistema económico sea perverso en esencia, en todo caso se han pervertido los que hacen uso del sistema.
En lo que sigue haremos una breve disección de este neoagustinismo que presenta la encíclica y lo haremos en dos epígrafes. En el primero mostraremos algunas causas y consecuencias de esta doctrina que se reflejan en el título extraído de la propia encíclica en el número 7: hacia la ciudad de Dios universal a la que avanza la historia humana. Para el segundo apartado dejamos lo que podría ser considerado como el mayor olvido de la encíclica, olvido que supone el no tematizar el tema más prometedor de la doctrina de la Iglesia sobre la cosa social: la Civilización del amor que iniciara Pablo VI y no olvidara Juan Pablo II. Esta civilización del amor debe tener su extensión en la Civilización de la pobreza que auspiciara Ellacuría y continuara Sobrino, como nosotros mismos hemos escrito en otro lugar[4]. Estos dos epígrafes tienen su razón de ser en la explanación de lo que hemos denominado la forclusión del capitalismo, pero eso queda para el epílogo.
Hacia la ciudad de Dios universal…
Una vista somera de los capítulos nos permite ver que la encíclica forma parte del pasado. Primero porque pretende hacer valer para la sociedad actual el análisis de hace cuarenta años, cuando el capitalismo vivía sus treinta gloriosos y los males verdaderamente importantes del mismo estaban tapados por la lucha de bloques. De hecho, esta encíclica tendrían un valor como análisis del pasado, más no como análisis del presente, menos del porvenir. Para analizar el capitalismo industrial de los años sesenta hasta los noventa, no era necesario recuperar los análisis de Populorum progressio, eran mejores los que Juan Pablo II realizó tanto en Solicitudo rei socialis como en la magnífica Centesimus annus. En ambas obras quedaba a la luz la inhumanidad de un modelo económico que tiene su motor esencial en el enriquecimiento constante y en la conversión de valor social en valor privado. Por tener esta maldad intrínseca se hizo necesario recurrir a un término que aplicara las responsabilidades del modelo, no bastaba con las responsabilidades morales individuales para generar el mayor crimen histórico contra el hombre y el planeta. La expresión estructuras de pecado bien podría resumir lo que supone el capitalismo en cuanto régimen económico, social y político que se autogenera a partir de los egoísmos particulares de los integrantes del mismo. Por eso entendemos que esta encíclica supone una regresión a concepciones individualistas de la economía que no hacen sino legitimar el orden existente, no de otra manera puede comprenderse el texto del número 65.
La economía capitalista no se basa en el intercambio de cosas equivalentes, si alguien intercambia cosas equivalentes no obtiene lucro, éste se consigue mediante el cambio de cosas desiguales, por ejemplo, ocho horas de trabajo a cambio del equivalente de cuatro. Así sí puede haber beneficio y lucro, es decir, plusvalor. Cuando la empresa paga el valor de la mitad del trabajo realizado, la empresa puede obtener un lucro enorme. Es entonces cuando está en disposición de ir al mercado e intercambiar cosas equivalentes. La existencia de las mismas empresas, de la economía capitalista y del mercado libre, se asienta sobre la base de la explotación del ser humano al que se expropia el valor de su trabajo, valor que es el único que está en juego en la economía. Nada hay en el intercambio económico que no sea creado por el trabajo humano, de ahí que el valor que se apropia la empresa es el trabajo humano cosificado en los productos que se venden. Si vamos más allá, incluso diremos que la empresa obtiene el lucro de la apropiación/expropiación de aquello que es único en el hombre: el espíritu, que es aquello capaz de producir algo nuevo donde no lo había. Vale decir que la empresa gana, obtiene beneficio y se lucra con al apropiación del espíritu humano que es el trabajo y que supone un trasunto del Espíritu Santo.
Presuponer un naturalismo económico, como el que vemos que se defiende, nos aboca a una visión pagana —no, no nos equivocamos— de la sociedad y la historia. Nos explicamos. Si la economía capitalista es natural, puesto que no se pone en duda su existencia, sólo su gestión, el mercado es la institución natural que provee los intercambios económicos y el hombre debe aceptarla como tal. Es más resulta casi evangélica, como viene a referirse en el texto siguiente: “la sociedad no debe protegerse del mercado, pensando que su desarrollo comporta ipso facto la muerte de las relaciones auténticamente humanas. […] En efecto, la economía y las finanzas, al ser instrumentos, pueden ser mal utilizados cuando quien los gestiona tiene sólo referencias egoístas. De esta forma, se puede llegar a transformar medios de por sí buenos en perniciosos” (36).
Estamos ante un texto netamente ideológico y ante tal sólo cabe más ideología. Está por ver que el mercado sea una institución neutra que se adapta a las aplicaciones que los hombres hacen de él. El medio natural de intercambio no es el mercado sino otro que los antropólogos aducen como más primitivo, por ejemplo el potlatch de los indios americanos. El mercado ha sido siempre considerado como peligroso de facto por todas las culturas neolíticas que lo han utilizado, no es por tanto ni natural ni neutro. Es más, el medio verdaderamente humano, y por extensión cristiano, para relacionarse los seres humanos es la comunidad, la común unidad de los hombres, la comunión de los seres humanos, en el fondo el Espíritu Santo que es el que efectúa la comunión de los hombres y de estos con Dios.
El naturalismo económico, por tanto, presupone un sobrenaturalismo político, como decíamos arriba. Para que la humanidad deba aceptar la economía capitalista y el mercado como natural y bueno en sí, debe existir un orden sobrenatural que lo imponga como tal. La supuesta ley natural económica que se esgrime en toda la encíclica, al modo maltusiano o smithiano, sería el trasunto de una ley universal cósmica por la que hay un orden metafísico que presupone y legitima el orden natural, también el económico. El orden sobrenatural predispone que la política, la economía y la sociedad deben regirse por esas supuestas leyes naturales que hacen al hombre lo que es, ahora bien, si esa organización no tiene en cuenta a la Iglesia, pueden pervertirse, como así ha sucedido, y degenerar en un desorden moral que lleva inexorablemente al desorden económico en el que estamos, que no es sino un epifenómeno del desorden moral más profundo en el que la humanidad ha caído por alejarse de los verdaderos valores representados por el cristianismo.
El naturalismo económico presupone el sobrenaturalismo político y este sustenta el eclesiocentrismo, es decir, la idea de que la Iglesia católica, con sus valores y sus normas debe ser el centro de un mundo nuevo al que se está avanzado a pasos agigantados, pero que no termina de aceptar la guía de la Iglesia. Si el mundo aceptara los valores cristianos, —valores que en todo caso habría que especificar según el Evangelio y no según los que fundan la economía capitalista—, entonces se encaminaría hacia la perfección del amor querida por ese orden cósmico que todo lo rige y funda. Como se expresa en el texto que vemos a continuación, la globalización es querida por Dios y está necesitada de encontrar su verdadero ser en la Iglesia (7).
A lo largo de la encíclica se respira el aire que Agustín mismo respiraba al final del Imperio Romano. Quizás sea esta la causa de recurrir a aquel pensamiento. Nos encontramos en los finales del Imperio Global Postmoderno, como lo hemos definido en otro lugar[5], y estos finales son semejantes en muchos aspectos a aquellos. Cuando el Imperio Romano caía dejaba una decadencia moral que afectaba a los otros órdenes de la vida y Agustín se preguntó si aquello era voluntad de Dios. Civitate Dei es la respuesta de Agustín a los interrogantes de los tiempos. Dios ha querido la caída del Imperio Romano cristiano como camino para la construcción de un mundo cristiano más amplio. De la misma manera hoy, nos propone la encíclica, Dios quiere la quiebra del mundo global como medio para alcanzar una familia cristiana universal, una nueva Ciudad de Dios donde el cristianismo juega el papel de garante de la moral y la ley natural. Sin el cristianismo, las instituciones humanas se vuelven una mera lucha del hombre por obtener sus propios beneficios a costa de cualquier cosa, de ahí la crisis financiera, epifenómeno al fin de la aguda crisis moral producida por el abandono de los valores cristianos.
La (excluida) civilización del amor
El concepto de Civilización del amor como forma de integrar un nuevo modo de relaciones humanas que pueda responder a un mundo cada vez más unido pero carente de los elementos que pueden hacer de él un verdadero mundo humano, fue acuñado por Pablo VI y utilizado por este en varias ocasiones, sin llegar nunca a precisar su sentido, pero con una clara intencionalidad de ser un modelo que nuclee el pensamiento cristiano en un mundo en vías de globalizarse. Se trataba de plantear una alternativa ante la injusticia generalizada. En 1975 el mundo se veía ya con la necesidad de encontrar un camino común donde reine el amor y la justicia. Pero en 1995, con la globalización capitalista galopante, era imprescindible sentar otras bases, como Juan Pablo II propuso en la Asamblea de Naciones Unidas.
En aquella ocasión se precisaba que una civilización universal no puede tener otro fundamento que valores universales aceptados por todos: la paz, la solidaridad, la justicia y la libertad, siendo esta última el alma de una tal civilización. Compárese ahora con las dos únicas citas que la encíclica reserva para esta nueva vía para el mundo globalizado en los números 13 y 33.
El cotejo nos permite ver que en la encíclica la perspectiva es meramente ideal y dicha civilización del amor no tiene una virtualidad mayor que ser un referente externo, casi un ideal utópico sin ningún tipo de operatividad real. Según las palabras de la actual encíclica, la civilización del amor es una mera idealidad, lo que sí que habría que construir es una realidad netamente humana basada en los valores cristianos. Si Juan Pablo II proponía una civilización construida sobre valores universales, Benedicto XVI propone una nueva Ciudad de Dios Universal asentada en los valores cristianos: “En el contexto social y cultural actual, en el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la verdad lleva a comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no es sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral” (4). Como se puede comprobar, el giro es neto en la consideración de la sociedad, son los valores cristianos los que resultan indispensables para la construcción de una buena sociedad. Estamos lejos de la perspectiva nacida en el Concilio Vaticano II y continuada hasta Juan Pablo II, que considera lo verdaderamente humano como netamente cristiano y no al contrario. Aquello supuso la muerte del agustinismo milenario y el nacimiento de un diálogo fructífero entre el mundo y la Iglesia. De esa perspectiva surge la conceptualización de la civilización del amor como propuesta utópica pero operativa, que opone a este mundo de injusticia, identificado con el capitalismo, un mundo de justicia, amor y misericordia construido sobre valores universales.
Las consecuencias del neoagustinismo son de profundo calado en la percepción de la realidad. En la estela del movimiento neocon estadounidense, se identifica al capitalismo como el modelo económico, social y político natural, pero se hace evidente la necesidad de reconducirlo ante las graves consecuencias que se ven en el mundo. Esa reconducción supone tanto la legitimación del capitalismo como sistema natural, como la propuesta del cristianismo como arreglo de todos los males del mismo. Creo que una explicación de lo que está sucediendo en Haití nos puede hacer comprender los límites de esta visión forcluida de la realidad y la necesidad de devolver la doctrina de la Iglesia sobre lo social al camino de la crítica del capitalismo y a la construcción de una alternativa a la que dos pontífices han denominado Civilización del amor, y a la que añadimos la necesidad de una civilización de la pobreza, en la línea de Ellacuría y Sobrino.
Epílogo
Como decíamos en el inicio de esta lectura de Caritas in veritate, la encíclica ha llevado a cabo una forclusión del término capitalismo, no se trata de que se corrija una percepción inapropiada de la sociedad como es el capitalismo, sino que el término ha desaparecido del discurso, pero la realidad sigue estando ahí, tozuda como siempre, para imponerse y cobrarse sus reales. No por no citarlo el capitalismo dejará de ser el sistema económico, social y político que gobierna y rige los destinos de, ahora sí, toda la humanidad. No basta con culpar a la razón oscurecida del hombre, ni a la pérdida de los fundamentos éticos de los inversores, ni a la confusión entre fines y medios, ni a la perversión de la moral moderna. No, no se trata de malas aplicaciones de correctas recetas económicas, se trata de que el capitalismo es en sí mismo un sistema perverso de organización social, no es el orden natural de las cosas, ni mucho menos querido por Dios. El capitalismo es la explanación social del famoso seréis como dioses, tras estas palabras la humanidad quedó prendada en su corazón y en su acción, convirtiendo todo lo posible en beneficio y lucros, sin atender a las consecuencias naturales y humanas de tal aplicación. Como dijera Kafka, el capitalismo es un estado del mundo y un estado del alma. El ser humano, desde el advenimiento de la modernidad capitalista, y más específicamente desde la configuración del orden monopolístico capitalista, cuyo fruto último es la globalización, ha perdido su capacidad para ser lo que varios millones de años de evolución consiguieron: un ser humano concreto. Desde el advenimiento de la postmodernidad globalizada capitalista, la humanidad ha entrado en un periodo de pérdida de su ser y de destrucción del medio de vida y de la humanidad misma de los hombres.
El actual estado de crisis sistémica capitalista, como lo explican los analistas serios, no así los estipendiados por el modelo económico capitalista, no se ha debido a una mala aplicación del modelo, ni a la razón oscurecida del hombre, ni siquiera a la sola avaricia de unos cuantos; la crisis sistémica depende de la lógica propia del sistema capitalista: se trata de un sistema económico de destrucción generalizada, no de intercambio generalizado, es un sistema que necesita convertirlo todo en capital, es decir, necesita destruirlo todo al transformarlo en beneficio objetivo. El capitalismo es el mayor crimen que se ha cometido contra la humanidad y no podemos contemporizar con este mal que está destruyendo a la humanidad.
Esta encíclica es un acto fallido, y será necesario reconducir otra vez la doctrina social hacia la línea que desde el Concilio Vaticano II nos llevaba, tortuosamente, hasta Centessimus annus. A menos que aceptemos la Kehre que esta encíclica supone respecto a la doctrina precedente. El giro ha sido brutal, pues de criticar el capitalismo hemos pasado, no sólo a aceptarlo, sino a considerarlo como natural al hombre y al mundo, mediante el proceso de no cuestionarlo, de ni siquiera nombrarlo. Esta forclusión del término, por la cual ya no se habla de ello porque se presupone como lo lícito, es un gran motivo de riesgo para el cristianismo en los tiempos que corren. De la misma manera que el agustinismo modeló el cristianismo durante el milenio que siguió a su formulación, este neoagustinismo puede suponer la desaparición del último reducto de lo que hemos entendido en los años posteriores al Concilio como catolicismo, haciéndose necesaria una reformulación completa del mismo. Si no ayudamos a reconducir esta Kehre de la doctrina social, podemos vernos en la necesidad de plantear el grave problema del ser eclesial al nivel más alto y más grave posible. Las consecuencias pueden ser importantes, aunque estamos convencidos de que las puertas del abismo no prevalecerán.
Bernardo Péres Andreo es Doctor en Teología por la Facultad de Teología “San Vicente Ferrer” de Valencia. DEA en Filosofía por la Universidad de Murcia. Profesor Titular de Teología en el Instituto Teológico de Murcia OFM. Acaba de publicar La verdadera religión. El intento de Hume de naturalizar la fe (2009); y Descodificando a Jesús de Nazaret, Ediciones Irreverentes, Madrid 2010.
NOTAS AL TEXTO:
[1] El término “forclusión” lo tomamos en el sentido que Lacan le dio en el Seminario III. Se trata de un proceso psicótico por el que un determinado significante, habitualmente el Nombre del Padre, queda eliminado del orden representacional y simbólico del sujeto. A partir de ese momento, el significante forcluido es sustituido por otros que vienen a compensar el vacío, pero que suponen la base de la psicosis. La forclusión proviene de una mala interiorización del principio de realidad.
El término, proveniente del idioma galo, es propio del ámbito jurídico, en el que designa un principio de la legislación procesal por el cual los derechos que se reclaman, de hacerse fuera de plazo, caducan, es decir, quedan forcluidos. En el ámbito de lenguaje jurídico español existe el término “preclusión”, pero el término francés tiene más extensión de uso. En este trabajo utilizamos tanto el significado jurídico del término como el psicoanalítico. Entendemos que ambos pueden generar un valor teológico para el término.
[2] Benedicto XVI, Angelus, Palacio apostólico de Castel Gandolfo, Domingo, 23 de Septiembre 2007.
[3] Entendemos por acto fallido, aquel acto que manifiesta la intención no manifiesta del autor mediante la patentización del fallo.
[4] Bernardo Pérez Andreo, “¿Iglesia vs. Globalización? Hacia la civilización del amor”, Veritas 18 (2008) 181-208.
[5] Bernardo Pérez Andreo, “Alternativa cristiana a la globalización postmoderna” Carthaginensia 23 (2007) 1-44.
Hola!
No sé lo que pasa con las Cajas en España
Pero no me extrañaría que tengan similitud con las exigencias de liberalismo en Argentina, cuando Martínez de Hoz, y luego Domingo Cavallo puso normas para que desaprecieran las Cajas de Crédito, eficientes en todo el territorio argentino.
Así apareció el BANCO CREDICOOP.
Es el único “Banco” que no fundó Sucursales; sino al revés
Fueron aquellas Cajas de Crédito que se acogieron en Cooperativa y -como “Sucursales”- fundaron el Banco.
··············
El Presidente del Banco es hoy Diputado Nacional (Carlos Heller), que desde el Partido Solidario (en el cual milito) presentó un Proyecto de Ley -que ya mencioné en otro hilo-, sobre SERVICIO financiero. Y ya indiqué lo revolucionario, porque no se trata de una Ley de ENTIDADES financieras, sino de SERVICIO público; dependiendo su estructura legal de la Sociedad entera al SERVICIO del Proyecto de País.
Es de notar que al mismo tiempo se les prohibió a las Cooperativas toda posibilidad de tener “MEDIO DE COMUNICACIÓN”.
Estos asuntos son los pasos que van marcando el cambio de sistema.
Pero la lucha es a muerte. El liberalismo sabe perfectamente que en estos asuntos se les va la vida.
Pero ¡Vamos todavía! – Oscar.
¡Solo faltaba que los Marx no fueran marxistas!
Y, si Groucho era comunista, ya sabes:
– “”No deseo pertenecer a ningún club que acepte como socio a alguien como yo”
– “Estos son mis principios. Si a usted no le gustan, tengo otros”
– “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados.”
– “Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: Un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna”
:-))
P.D. Decía “EL País”, hace ya algunos años: “Las revelaciones y el impacto de los documentos sobre Groucho Marx, que falleció en 1977, a los 82 años, son pequeñas y un poco decepcionantes. Su hijo ha declarado a The New York Times que nunca fue comunista, sino “un demócrata”. “